Jaume Balmes Urpià

Jaume Balmes Urpià

domingo, 6 de septiembre de 2020

XXIX) LOS CONGRESISTAS EN RIPOLL.— LA SESIÓN DE DESPEDIDA AL CONGRESO.—LA FIESTA DE TIRO AL VUELO.—LA FUNCIÓN LÍRICA.—FINAL DE LAS LUMINARIAS.

A las ocho de la mañana, la flor innata de los Congresistas estaba en la Estación, para coger el tren expreso e ir a hacer la anunciada visita a nuestra Santa María de Ripoll. Entre vicenses y forasteros serían unos cuatrocientos. Iban con ellos los Obispos de Lérida, Tortosa y Ciudad-Real y los acompañaban, en nombre del Comité de las fiestas, el Alcalde, señor Font, y el señor Canónigo Collell. Por la carretera, en automóvil, fueron a la villa condal a juntarse a la expedición, el Arzobispo de Valencia y el Prelado de Barcelona. Recibidos cariñosamente por los ripollenses, los expedicionarios se dirigieron a la Basílica, dentro de la cual, admiradas las particularidades de la restauración que inmortalizará el nombre del gran Obispo Morgades, oyeron una misa rezada. Escucharon una ardorosa y entusiasta oración del congresista Padre Rabaza, incitando a todos los que habían concurrido a las fiestas Balmesianas a emprender con valor decidido, con creciente patriotismo y con fe inacabable la reconquista espiritual de la tierra. La fervorosa alocución del P. Rabaza animó fuertemente al distinguido auditorio. Durante la misma mañana, mientras los expedicionarios estaban en Ripoll, los forasteros que quedaban en la Ciudad llenaron el Museo Episcopal, visitando de paso la Biblioteca Balmesiana, ya bien poblada de libros y de recuerdos gráficos del filósofo inolvidable. Biblioteca Balmesiana Después de comer, los congresistas volvieron a Vic para llegar a tiempo de asistir a la llamada Sesión de Despedida del Congreso, en la que se esperaba entre otras cosas una disertación del apóstol de nuestra lengua Dr. Antoni Ma Alcover que prometía ser interesantísima. Hacia las seis horas se abrió la sesión, que fue presidida por los Obispos de Vic y Ciudad-Real. La concurrencia era tan numerosa y lucida como en las sesiones anteriores. Había en el programa una parte musical encomendada a la Schola Cantorum de la Catedral. Bajo la batuta de Mosén Romeu, cantó las canciones populares Sant Ramon y la Filadora, los motitos Ecce Sacerdos magnus, de Perosi y 0 quam gloriosum est regnum, de Victoria, acabando con la celebrada Patria nova, de Grieg. El Dr. Alcover hizo una hermosa pintura y comparación de las tres grandes figuras de Balmes, Quadrado y Bossuet, estudiando la obra de los tres, explicando la amistad y puntos de contacto del ilustre escritor mallorquín, más olvidado ciertamente de lo que cabría, con nuestro insigne compatricio, quien tan bellos elogios dejó escritos, y encareciendo en brillantes parrafadas la acción conjunta de los tres tan intensa y fecunda. Ni que decir tiene que el Dr. Alcover se expresó en nuestro idioma y que el numeroso concurso, dentro del cual contaba el disertante con muchos y buenos amigos y colaboradores fervorosos, sintió agrado y lo demostró muy expresivamente al acabar la lectura. Sobre Balmes filosoph habló después el doctor Dalmau, profesor del Instituto de Logroño, examinando con especialidad el trabajo criteriológico de nuestro compatricio, vindicándolo de las censuras de ciertos neoescolásticos. El Dr. Lladó, Catedrático del Seminario de Vic, quien durante los trabajos de preparación del Centenario había publicado en la prensa interesantes artículos sobre Balmes, habló de él en esta ocasión como en Sacerdot, y habló con mucho cariño y muy esponjosa palabra, refiriendo episodios de su vida que produjeron verdadera emoción en el auditorio. También la Poesía entró en esta fiesta. Se leyeron tres notables composiciones en verso, una en latín, otra en catalán y en castellano la última. El final de la sesión consistió en proclamar, el señor Canónigo Collell, el nombre del autor del trabajo que mereció un premio que había ofrecido el Cardenal Vives al mejor trabajo de Apologética, dejando al Congreso la facultad de juzgar a los que se presentasen a concurso. El autor premiado fue el Capuchino P. Francesch de Barbens, que triunfó con una colección de veinte proposiciones sacadas de las obras del Vble. Scoto y otras veinte arrancadas de las de Balmes, formando con ellas como un tejido de argumentos para combatir las doctrinas del modernismo religioso, plaga de nuestros días. El nombre del P. Barbens fue saludado con mucho afecto por la asamblea, y, según vimos después en la Revista de Estudios Franciscanos, esa distinción, en un lugar como el Congreso Apologético vicense, causó excelente impresión entre los Capuchinos de Cataluña. Este fue el punto final del Congreso, que, con esta de despedida, había celebrado siete sesiones, todas llenas, todas interesantísimas, todas inolvidables para los que pudieron asistir constantemente y lograron no perder ni uno solo de los grandes episodios que se expusieron. Durante la misma tarde y mientras en el Puig den Planas se hacía, muy animada y con distinguida concurrencia, la función de tiro al vuelo, en el teatro lírico (bien lo podemos llamar así) se había trabajado febrilmente para tenerlo todo listo a la hora de empezar la función. Durante toda la tarde, el tiempo había amenazado seriamente por la parte de Collsacabra. La lluvia había llegado hasta el Ter. Pero, habiéndose defendido continuamente y con valentía hasta la puesta del sol, el viento de S. O. que llamamos de Segarra y que popularmente se llama de la fam por la misma razón de ser enemigo implacable de la lluvia, creíamos todos que nos libraríamos de la lluvia y que tendríamos una velada quizás un poco fría, pero serena y tranquila. Y, sin embargo, cuando salíamos del Congreso llovía! Y llovía granuladamente, mucho más de lo que era preciso para estorbar la representación a cielo raso. Ni que decir tiene que con el tren de la tarde había llegado todo el numeroso personal que tenía que tomar parte en la función: actores, músicos, figurantes, etc., etc. Esto ocurría a las siete y media de la tarde. Se había hecho solemne promesa de que, si la función no se podía hacer fuera, se haría dentro, en el Teatro Principal, y no había más remedio que cumplir la promesa. En casa del mayordomo del Teatro había un jubileo de gente preguntando qué resolución se trataba de tomar, y, después de varias idas y venidas, los inevitables momentos de duda y de indecisión, consultados el señor Alcalde y la Junta del Teatro, se hizo un pregón público haciendo saber que Ton y Guida se cantaría en el Teatro Principal, de lo cual se alegró la mayoría de los que tenían localidades ocupadas. Pero ese cambio llevaba una considerable dilación y un conflicto: dilación, porque se tenía que llevar al Principal todos los elementos que podían servir para la representación y que el señor Manció se apresuró a guardar tanto como pudo de la lluvia; conflicto, porque no se podía prescindir de compensar las cualidades distintas de las localidades del teatro abierto y las del Principal, y este conflicto sólo se podía resolver al llegar la gente y con buena armonía con esta. Todo se arregló satisfactoriamente, pero la función no pudo comenzarse hasta las diez y media, de lo que con loable paciencia se consolaron los numerosos concurrentes, que olvidaron todas las molestias y contrariedades al oír las primeras notas de la orquesta afinada y sonora que dirigía el Maestro Lamotte de Grignon, a quien se hizo una ovación al empuñar la batuta. En la representación todos cumplieron, cantantes y músicos. Incluso los señores Casanovas y Manció hicieron prodigios en la mise en scène, al utilizar los viejos y mezquinos recursos del teatro. El auditorio lo subrayó todo con sus continuos y devotos aplausos. Resultó una función en todas sus facetas simpática. Al salir, se felicitaron los dilettanti de haber podido escuchar con tanta comodidad y con tan agradable temperatura la gentil ópera de Humperdink. El pesar fue para la Comisión de fiestas cívicas. El arte había quedado satisfecho, pero el pensamiento de la Comisión lo había destruido la malignidad del tiempo. La Comisión había soñado una función popular, un público de miles de personas que pudieran contemplar gratuitamente el atrayente espectáculo público, entre las que había mucha gente que habría oído ópera por primera vez, y algunos probablemente por no la volverían a oír nunca más. Muy agradable fue el aspecto del Teatro Principal, con tanta gente elegida y conocedora de la música, pero faltaba el encanto de la animación popular y el resultado, inevitablemente halagüeño, de una generosa probatura. Será, si Dios quiere, otro día. Ocasiones no deben faltar. Cerca de las dos de la madrugada se terminó el espectáculo. Aquella noche se habían encendido por última vez las luminarias y quedaban todavía algunas al salir del Teatro la masa de los concurrentes. Después, cuando salieron de él los artistas y los músicos, ya todo estaba oscuro. Sólo ahí arriba, en la esquina de la calle Verdaguer, luciría poderosamente, como un gigantesco farol, el Bar Nogué. Allí fueron a refugiarse los expedicionarios artistas, para esperar, en agradable tertulia, la hora del primer tren de Barcelona. Nosotros embocamos la Plaza Mayor, a la que el espesor de las tinieblas daba inmensidad y misterio. Las luces de los cafés todavía abiertos servían de guía en aquel mar de oscuridad. Al salir al Paseo de Santa Clara la negrura era aún más tupida. Hacía rato que no había llovido. La Ciudad comenzaba el gran sueño que había de suceder en los días brillantes y febriles que acababan de pasar. También nosotros tres, aquella noche, podíamos ir a descansar con quietud y libres de todo sobresalto. Habíamos ejecutado todo el Programa. Ya no se tenía más que ir al día siguiente a estrechar manos y decir adiós o hasta pronto a los forasteros que aún nos hacían compañía. Todo tiene fin en este mundo. Y habían tenido también fin las fiestas del Centenario de Balmes, durante las cuales Dios Nuestro Señor nos había hecho la gracia. Él nos dio fuerzas para agradecer, para guardarnos la salud y la vida, y para poder contar con cooperadores tan valientes, tan abnegados y, sobre todo, tan serenos como Lluís Bayés, el infatigable Secretario del Ayuntamiento y del Comité, bien acompañado del personal de la Secretaría, especialmente del entusiasta y firme Juan Pietx y del adicto Juan Salarich, y en último término de todos los empleados de la casa, que tuvieron pocos momentos de reposo durante aquellos días verdaderamente laboriosos. Aquella benefactora salud con que vimos transcurrir las fiestas fue general en la Ciudad, alargándose, según autorizados testigos facultativos, hasta fin de año, como si fuera una gracia especial de Nuestro Señor. Y sepan los venideros por la lectura de esta Crónica, que dejamos escrita con todo espíritu de verdad, el cómo la antigua, gloriosa y de nosotros tan estimada Ciudad de Vic quiso y supo honrar, al venir la ocasión, la memoria inmortal de aquel Hijo insigne que en una vida de treinta y ocho años le dio, delante de Dios y de los hombres, envidiable, universal y perpetuo renombre. FIN DE LA CRÓNICA

XXVIII) LOS FUEGOS ARTIFICIALES. — LA FIESTA POÉTICA. — DESPEDIDA DE LA COPLA DE PERALADA. — LOS ÚLTIMOS TRENES DE NOCHE.

EN unas fiestas populares no es posible prescindir de fuegos artificiales: la gente los echaría de menos. Por eso, la Comisión de fiestas cívicas los incluyó ya de inicio en su Cartapacio y procuró después que fueran cosa remarcable; que se notara la diferencia con los fuegos ordinarios de los días de San Miguel de los Santos. Lo que se acordó, también inicialmente y por unanimidad, fue el cambio del lugar donde se encienden esos fuegos, que tradicionalmente se sitúan en la parte de poniente de la Plaza. Pero, ya porque los aparatos pirotécnicos habrían causado mucha molestia al paso de la Procesión, ya también porque con la apertura completa de la calle Verdaguer habían ganado para esa función un nuevo lugar, que parecía hecho adrede, se hicieron en la espaciosa plaza de la nueva Estación. La multitud escalonada en la pendiente de la referida calle, podía contemplar a sus anchas y sin obstáculos, e incluso sin estrecheces, tan popularísima fiesta. No oímos ni una sola protesta por ese cambio de lugar, y a la hora de los fuegos, entre nueve y diez de la noche, una inmensa multitud se situó en el descenso de la nueva vía y aplaudió con gusto y con convicción los luminosos artificios del pirotécnico Saura, quien en ocasión tan solemne quiso quedar bien con la Ciudad de Vic, una de las más antiguas parroquianas, pues ya fue esa casa la que encendió la mecha de los fuegos artificiales en las fiestas de la Canonización de San Miguel de los Santos. Tras los fuegos artificiales se celebró en el Teatro Principal la Fiesta Poética, organizada por el Esbart de Vic en honra de Balmes considerado como poeta. El Teatro estaba adornado e iluminado como el día del Concierto de gala. Aquella lucida sesión fue, después de este, la fiesta de sociedad más brillante que hubo durante aquellas jornadas. Fue presidida por el Alcalde desde el escenario, en cuyo fondo se había puesto el busto del gran filósofo sobre un rumboso y florido pedestal. Estaban, junto al presidente, varias representaciones de sociedades literarias, entre ellas principalmente una del Ateneo Barcelonés, llevada por D. Miquel dels Sants Oliver y D. Rosendo Serra y Pagés. Alrededor de la misma presidencia se sentaron los más ilustres Congresistas en bello desorden. El Alcalde hizo un breve discurso de apertura, esmaltado de hermosas frases recordando el nacimiento y el desarrollo del Esbart de Vic y pronunciando los nombres de sus más gloriosos poetas, sobre todo el de Mosén Jacint Verdaguer, Maestro y fundador de aquella florida escuela de modernos trovadores, que tanto ha hecho para la poesía y para el lenguaje. Después alternaron poetas y cantores en un programa especial, muy variado. Hizo compañía a los escritores vicenses el señor Oliver, poeta clarísimo entre los mallorquines, que nos recitó sus magníficos Medallons, recibidos con un aplauso entusiasta. Entre las lecturas vino una completamente inesperada, que dio lugar a un incidente agradabilísimo. Habiendo el poeta D. Antonio de Espona juntado a las poesías originales la traducción de uno de los cantos de la Divina Comedia de Dante, fue rogado el insigne congresista D. Bosio a darnos a conocer el mismo canto en el idioma original. Pensamiento que fue recibido con estruendosa aprobación por el auditorio, con tanta más razón cuando el sacerdote italiano hizo preceder la lectura de una entusiasta peroración alabando nuestras fiestas del Centenario y demostrando, con expresivas palabras, su vivísimo agradecimiento a la noble hospitalidad de Vic. Y aún después de la lectura, que prolongó con la del famoso canto del Conde Ugolino, no quiso retirarse de la tribuna sin darnos un caluroso Addio!, que fue contestado con grandes aclamaciones de toda la selecta concurrencia. Tan notable como la parte literaria de la fiesta fue la parte musical. Los organizadores la dictaron de la misma manera que las fiestas florales de Colonia, combinando las poesías con canciones artísticas y populares, la mayor parte acompañadas del arpa. A tal efecto se hizo venir de Barcelona la gentil arpista, Raquel Martí, quien, con su arpa adornada de flores, acompañó las canciones vicenses El Plor de la Tórtora, Cançó del amor y L’Estudiant de Vic, delicadamente cantadas por la tan aplaudida artista del Orfeón Catalán Andrea Fornells. El coro de jóvenes de Mosén Romeu añadió a esas canciones El Mestre y Oydá!, y aún hay que añadir otras dos, cantadas con la afinación y buen gusto de costumbre por el tenor Mosén Miguel Rovira. La señorita Raquel Martí abrió y cerró la sesión con dos suavísimos tañidos de arpa que hicieron gozar vivamente al ilustrado auditorio. A pesar del terrible cansancio del día que, poco o mucho, se notaba en todas las caras, ese acto, casi podríamos decir final de las fiestas, resultó una solemnidad plena, lucidísima, de tinte y sabor aristocrático, digno en todo y para todo de la Poesía y de la Música. Cuando salíamos del Teatro todavía había encendida toda la luminaria, y allí, en el Paseo de Santa Clara, los sardanistas recogían avaramente las últimas notas de la copla de Perelada que hacía en esos momentos su despedida. Nadie que no sienta el encanto misterioso de la sardana puede comprender este pesar de los últimos compases ejecutados por una copla perfecta, que sabe dar a la típica danza todo su perfume ideal, nacido directamente del ritmo. Es tan rara la presencia en Vic de una orquesta tan fina, tan ajustada, tan sonora como esa! Y ven siempre tan lejano su regreso los entusiastas sardanistas! Pero llegó, el fin inapelable de esa sesión última, y los forasteros, en verdaderas riadas, se encaminaron a la Estación para coger los últimos trenes de la noche, unos hacia Barcelona y los otros hacia las poblaciones de Montaña. En la Estación habían calculado mal. Los trenes preparados no alcanzaban a contener ni la cuarta parte de pasajeros que querían meterse. La venta de los billetes no obedecía ni mucho menos a la capacidad del tren. Y con ello, la salida de los convoys se iba retrasando, con las naturales protestas de quienes no trataban de pasar toda la noche en el tren por falta de previsión de la Compañía. Además, hubo otra fatalidad: se terminó todo, los billetes y la paciencia, y los trenes fueron materialmente asaltados por los pasajeros, con o sin billete, arrancando de la Estación de la mejor manera posible, cuando ya había tocado la una de la madrugada. Más de dos mil forasteros salían en ese momento de la Ciudad, los últimos que aquel día se iban. Las fiestas de multitud se habían acabado. Las del día siguiente, lunes, tenían ya, podríamos decir, un carácter de tornaboda. Hagamos una breve y última reseña.

XXVII) LA PROCESIÓN EUCARÍSTICA.—CONFIANZA EN EL TIEMPO. —ANIMACIÓN.—EL CURSO.—LA BENDICIÓN EN LA PLAZA. —LA ENTRADA EN LA BASÍLICA.—LA RESERVA.

DESDE primera hora de la tarde los organizadores de la Procesión estaban en danza. Se había citado a todos a las cuatro. A pesar de que las nubes tendían a espesarse, se veía claro que el viento no les favorecía, pero había tranquilidad por parte de todos, los que tenían que ir a la Procesión y los que sólo querían verla. En las calles por donde tenía que pasar, la animación era grandísima. Los forasteros que ya no estaban aquí por la mañana, vinieron después de comer. De Viladrau, de Ribes, de Ripoll, de todos los rincones en donde había veraneantes. Llegaban en grandes grupos, y de los pueblos y de las masías de la zona venía la gente en rúa. Los forasteros de más distinción se habían ido a acomodar en los balcones señoriales de las primeras familias de la Ciudad, habiéndose aprovechado las más ligeras relaciones y conocimientos. Los más caracterizados miembros de algunas de las familias forasteras habían venido para asistir a la Procesión, contándose algunos de los nombres más granados de la nobleza catalana. Ni que decir si todas las casas estaban adornadas y empaliadas. Había muchas que no se habían contentado con los clásicos damascos en los balcones sino que habían completado el ornamento de estos con vistosas y artísticas guirnaldas. En esos balcones la gente se apretaba y oprimía para que todo el mundo, poco o mucho, pudiera presenciar la religiosa y brillante ceremonia. El curso que se había dictado se desavenía un poco de la tradición del Corpus, el cual se guardaba hasta la Plaza de D. Miquel de Clariana, es decir que, después de haber subido la Procesión desde la plaza de Santa María, por la calle del Cloquer, Bajada del Eraima y Plaza Vella (o de la Piedad), desde dicha Plaza de Clariana salía por la calle de Dos Soles en la Rambla de Santa Teresa, desde la que se encaminaba hacia la de Santa Clara pasando por lo alto del Paseo, continuando por la Rambla del Carmen y entrando en la Plaza Mayor por la calle de la Mare de Deu de la Llet (o de las Nieves). Desde la Plaza Mayor había intención de hacerla pasar hacia la calle de la Ramada por la primera sección de la calle de Verdaguer y Ramblas de las Devallades y Hospital, pero los adornos de estas Ramblas pareció que podían entorpecer el paso y se ordenó que la Procesión bajase por la calle de la Riera. Este acuerdo, sin embargo, no se tomó hasta última hora. Se había ordenado también que todos los elementos que habían de contribuir a la ceremonia, procedentes del interior de la Ciudad, se reunieran en el Claustro de la Catedral y que los que fueran a la Procesión como Congresistas, que serían especialmente los forasteros, se congregaran en el patio del Palacio Episcopal. Todos, unos y otros, habían recibido el ruego de que asistieran a la solemnidad luciendo la medallita pequeña del Centenario colgando de un bonito lazo blanco y amarillo. Y así lo cumplieron. Los más tardones la adquirieron, en el mismo portal de la Basílica. El modelado definitivo, y bien acertado, de esta medalla, y los ejemplares grandes y pequeños de la que se pusieron a la venta el primer día de las fiestas, había sido encargado definitivamente el reputado escultor de Barcelona D. Juan Carreras y confiada la acuñación a D. Desiderio Rodríguez, quien se había empeñado en hacer algo bien hecho que se pudiera guardar como una joya artística. Hacia las cuatro y media empezó a salir la Procesión, entre los toques majestuosos de las viejas campanas de la Basílica. La Plaza de Santa María estaba rebosante de gente. Iban delante los gigantes y las acostumbradas mojigangas; seguían cinco batidores de la guardia civil que abrían paso al abanderado de la Ciudad con la nueva bandera y, a cada lado, los heraldos tocando acompasadamente las trompetas; venía después una sección de la guardia municipal, con uniforme de gran gala, a pie, precediendo a los gonfalones de la Catedral y la bandera de San Pedro, y en seguida comenzaba la Procesión propiamente dicha por el siguiente orden: Chicos de la Casa de Caridad, con pendón; varias cofradías y gremios, con sus respectivas banderas; el Apostolado del Sagrado Corazón de Vic y Ripoll, también con ricas banderas; la Congregación del Inmaculado Corazón de María, llevando igualmente su hermosa bandera; los ex procuradores de San Miguel de los Santos, que estrenaron la bandera, recién bordada en el Noviciado de El Escorial; los Camilos de Santo Tomás; los Maristas; los Misioneros del I. C. de María, con sus novicios; los Franciscanos, precedidos de la acostumbrada cruz; las clases nobles, militares, etc., acompañando al pendón patronal de los Santos Mártires Luciano y Marciano; los Congresistas en dos larguísimas hileras, precedidos por la bandera de Santo Tomás, propia de la Academia del Cíngulo, que se fueron turnando, el P. Laviesca, dominico, el P. Lébréton, jesuita, y el P. Siguán, Franciscano. Venía después la riquísima cruz procesional gótica de las grandes fiestas, precedida por el tintinnabulum y el paviglione, insignias de la dignidad de Basílica romana; numerosísimo clero detrás acompañando la bandera del Santísimo, y en medio la Schola Cantorum de la Catedral, dirigida por el Maestro de Capilla Padre Luís Romeu. Asistían, además, en la Procesión todos los Prelados presentes en Vic, aparte del señor Arzobispo de Tarragona que se sintió indispuesto, por lo que fue aquella presidida por el señor Arzobispo de Valencia. El Santísimo Sacramento venía en la riquísima y elegante Custodia del Corpus, joya del siglo XIV, que ha inmortalizado el nombre de su generoso donador, el sacristán Despujol, y que, montada en las lujosas angarillas de plata, venía al abrigo del soberbio tálamo, llevado, según costumbre, por los beneficiados de la Basílica, con capa pluvial. En muchos lugares, siguiendo la antigua usanza, se echaban flores al paso de la Custodia. Detrás de todo seguía el cortejo civil, presidido por el Alcalde. Acompañando a los Regidores del Ayuntamiento estaba la comisión de la Diputación Provincial con su Presidente, señor Prat de la Riba, y varios Senadores y Diputados a Cortes. Un piquete de honor del Batallón de Cazadores de Alfonso XII, con escuadra de gastadores, bandera y música, cerraban la procesión, el paso de la cual duraba, como es natural, muy largo rato. Y tenemos que advertir que era una verdadera procesión y no una manifestación entre religiosa y civil como otras que en varias ocasiones similares se están celebrando en poblaciones distintas. Cuando apenas había empezado a salir de la Catedral, una sección del Comité Ejecutivo de las fiestas, acompañada de cuatro jóvenes de la Comisión de honores y obsequios, subió a la Plaza Mayor para preparar allí personalmente el acto solemnísimo de la Bendición. En esos instantes había en la gran Plaza un hormiguero de gente esperando con ansia vivísima la llegada de la Procesión. Cuatro civiles a caballo, puestos a las órdenes de dicha sección del Comité, desalojaron lentamente todo el espacio cuadrado comprendido dentro del marco de la rumbosa empaliada de las fiestas. La gente fué retrocediendo y creando un hueco, aunque con evidente pesar, sin entender muchos a lo que venía. Al poco rato entró el jefe de la Procesión por la calle de las Nieves. Un gran movimiento de expectación se notó en la concurrencia. La comitiva, con las antorchas encendidas, fue siguiendo el camino dictado por el Comité a los arregladores y de esta manera toda la Procesión, sin confusiones, sin un momento de duda, se fue uniendo y concentrando dentro de aquel gran cuadro para recibir en el momento debido la bendición solemne. Los civiles a caballo se cuidaban de que la multitud no pasara de la línea marcada. La gente contemplaba esa concentración con interés vivísimo, como cosa aquí completamente nueva. Toda la parte de Procesión que venía delante de las insignias de la Basílica y de la cruz capitular quedó situada a la izquierda de la gran tribuna levantada delante de las bóvedas de poniente; y toda la otra parte: clero, Autoridades, militares, etc., se quedó en el lado derecho. Encima de la tribuna, donde sube todo el acompañamiento de la Custodia, no se había hecho más que adornar un pequeño zócalo, encima del cual se pusieron las angarillas de plata que sostenían el riquísimo y ostensorio dosel por el mismo tálamo de la Procesión que era el dosel más indicado y, hablando con rigor, el más noble y más artístico. Cayendo ya la luz del día, la iluminación del acto sublime que se estaba preparando lo harían las mismas y numerosas antorchas agrupadas al pie de la tribuna, que se extendían como un reguero de luz por todo el recinto de la Plaza. Entonado por la Schola Cantorum, todo aquel inmenso conjunto de voces cantó el Credo gregoriano de la Misa De Angelis. El efecto fue verdaderamente grandioso e intensísima la emoción del pueblo, de donde salieron también numerosas voces, juntándose con el cántico de la profesión de Fe. Después, en la misma forma, se cantó el Tantum ergo. Terminando el acto, puesto el viril en una pequeña custodia de mano, el Arzobispo dio solemnemente la Bendición, arrodillados todos, mientras la banda militar saludaba al Señor de cielo y tierra con los acordes de la marcha Real. Nadie de los que estuvieron presentes olvidará nunca más, en toda su vida, ese momento augusto en que todo un pueblo hacía ardiente manifestación de su fe vivísima. Enseguida, con la orden y la sencillez de antes, la Procesión se fue moviendo, embocando la calle de la Riera, para llegar a la Catedral hacia las ocho horas. La fachada de la Basílica, el Palacio Episcopal y todas las casas de la Plaza de Santa María, lucían iluminación clarísima. La entrada de la Procesión en la Iglesia fue también pomposa y emocionante. Después, las naves de esta se llenaron, y en medio del gigante resplandor de las antorchas se hizo la solemne reserva, acompañando a los asistentes a la Schola Cantorum en el canto del Tantum ergo. La gente, al salir de la Basílica y esparcirse por las calles vecinas, no encontraba palabras para ponderar la grandiosidad del acto que acababa de presenciar, más que suficiente por sí solo para dejar memoria perdurable de las fiestas del Centenario, de la que ese solemnísimo acto religioso era sin duda la mejor y más hermosa corona.

XXVI) EL DOMINGO. — GRAN GENTÍO. — LA SESIÓN DE CLAUSURA DEL CONGRESO.— LA REPARTICIÓN DE PREMIOS EN EL CONCURSO PECUARIO.— EL CONCURSO DE SARDANISTAS.

YA lo veíamos venir de lejos, e incluso teníamos algunos datos precisos por adelantado, que el domingo, día 11, sería el día de mayor afluencia de gente en la Ciudad, atraída por el interesante y nutrido programa del día. En éste toma gran relieve la Procesión Eucarística que la Junta del Congreso Apologético, de acuerdo con la Comisión de fiestas religiosas y con el Comité Ejecutivo, había acordado celebrar como buen coronamiento de tan gloriosa asamblea. Y los forasteros presumían ya, de que una procesión así en Vic, en circunstancias tan extraordinarias, había de ser una cosa digna realmente de ser vista. El día se levantó de buen humor y tuvimos una mañana bonita y soleada. Desde las siete horas, empezó a llegar gente de Montaña, se poblaron las calles, y especialmente la Plaza Mayor y el Paseo de Santa Clara, centros ordinarios de la animación pública. Esta animación creció considerablemente cuando llegaron, bien llenos, y cargados, los primeros trenes de Barcelona. Una nota saliente había entre la gente que, de abajo o de arriba, iban llegando: los grupos de sardanistas que querían tomar parte en el anunciado concurso, en el programa del cual había algunos premios que daban dentera. Varios de esos grupos, todos bien organizados y bien dirigidos, venían uniformados con prendas de la antigua indumentaria catalana. Esa animación que venía de fuera, encendía el ansia de los de dentro, que salían a la calle para ir a gozar de una u otra de las funciones anunciadas para antes de mediodía. La sesión de clausura del Congreso comenzó a las diez horas con mucha puntualidad y con tan gran concurso como no se había visto nunca en las sesiones anteriores, además de haber sido tan animadas. En esta sesión continuó dándose cuenta de los trabajos apologéticos pendientes. La verdadera solemnidad fue la lectura del sustancioso discurso sobre Balmes enviado por el gran Menéndez Pelayo, en cumplimiento de la solemne promesa hecha a la Junta Organizadora del Congreso antes de lanzar al público el pregón de la asamblea. Esta lectura fue hecha con gran amor y soberbia entonación por Catedrático de la Universidad de Barcelona Dr. Daurella y recibida con una tormenta de aplausos por la entusiasmada concurrencia. En medio de esas notas de entusiasmo se acordó perseguir la realización de la idea que había lanzado en el Congreso el animoso sacerdote italiano D. Bosio de la formación de una Internazionale bianca, o Lliga Apologética, que se opusiera valerosamente a las maquinaciones del diablo que todo lo corrompen. Además de esta medida, la de dirigirse al Gobierno para recomendarle la necesidad de que ahora, que piensa ocuparse de hacer reformas en la enseñanza, procure apartarse de todo ideal reñido con el Crucifijo y con el Catecismo. La reunión fue, realmente, vertiente de luz y de calor y los que asistían salieron llenos de fe y de esperanza y en gran medida satisfechos del éxito de la asamblea. Mientras tanto, en la Plaza de Balmes, se iba haciendo la distribución de premios del Concurso Pecuario, también con mucha animación, porque en aquel memorable día, había en la Ciudad gente para llenarlo todo. Los referidos premios fueron muy numerosos, pues, como ya tengo dicho antes, ese concurso en calidad fue muy notable, no quedando sin la merecida recompensa ninguno de los ejemplares que, por una u otra razón, llamaron la atención de los técnicos. Tampoco quedó olvidada ninguna de las clases de ganado que se presentaron y la conclusión fue que, si continuando la afición de los campesinos a sacar buenos animales, nuestra comarca podrá ocupar uno de los primeros lugares en el cuadro de riqueza pecuaria de Cataluña. La Cámara Agrícola Ausetana pudo quedar, y quedó, realmente satisfecha de ese concurso regional que había presentado a numerosos forasteros; uno de los más curiosos aspectos del espíritu progresivo de nuestra comarca. Muy diferente era el acto que se estaba celebrando en la Plaza Mayor y que contaba también con un público curioso y entusiasta. La organización del Concurso sardanístico la había confiado el Comité a la Sociedad Fomento de la Sardana de esta ciudad, grupo de solteros animosos que vela por la conservación y crecimiento de la danza nacional, tan felizmente restaurada aquí por otro grupo de jóvenes ya tristemente diezmados por la Muerte, a últimos de Julio de 1900, entre las risas de duda de muchos que no creían que tal restauración durara mucho. Y, sin embargo, de ahí fueron bajando y, poco a poco, invadieron toda Cataluña, hasta ir a parar a las mismas orillas del Ebro. Hace diez años y medio, y por ahora no hay señal de que la planta esté carcomida ni enfermiza. La presidencia del Jurado fue confiada al Maestro Francisco Pujol, siempre atento para contribuir con sus conocimientos musicales y su gran amor al folklore, a estas obras patrióticas haciéndole compañía sardanistas expertos de aquí mismo con historia reconocida y rectos juicios dictados en esta misma materia. La Plaza estaba bañada de sol, y sol de verano aún. Para evitar esta molestia, se habría elegido u otra hora o lugar más sombrío, pero pronto no había otra disponible, debiendo celebrarse por precisión el concurso en domingo y habiendo además la Procesión. De algún lugar sonaba el nombre de alguien que ofrecía mayores inconvenientes que en la Plaza. De todas maneras fue esta escogida para el pintoresco certamen. Los grupos que habían venido a disputarse los premios, que eran cuatro, el mayor de 500 pesetas, fueron veinticuatro. Los había de Vic, de Barcelona, de Manlleu, de Torelló, de Sant Quirze de Besora, de Ripoll, de Sant Joan de les Abadessas y de Camprodon. Las sardanas fueron tocadas por la copla de Perelada. La de concurso, o la revessa que suelen llamarla, no fue treta (usando la palabra consagrada) por ninguna de los referidos grupos. Se acercaron más que los otros, los Bartrons de Sant Joan de les Abadessas. En vista de las dificultades que había para dar un valor absoluto al trabajo de ninguna de las peñas, el Jurado determinó juntar todo el capital que representaban los premios y repartirlo más, recompensando proporcionalmente el mérito de cada una de ellas. Así, de las 550 pesetas que sumaba ese capital, se dieron 200 a los referidos Bartrons y 100 al grupo llamado Or-fi, de Vic, por haberse distinguido más que los otros. Y a continuación se hicieron otros premios ya menores, hasta el último, que también tocó a sardanistas de Sant Joan y que no pasaba de veinte pesetas. Los inteligentes encontraron la repartición bien hecha y la conducta del Jurado fue generalmente aplaudida. La gente, viniendo de una u otra de las tres notables fiestas que había habido aquella mañana, se fue esparciendo y distribuyendo en casas particulares, restaurantes, hostales y fondas, esperando con gran deseo la augusta ceremonia de la tarde. El tiempo que, como he dicho, se había levantado de la cama con buen temple, empezaba a estropearse. Aparecían nubes poco halagüeñas y, aunque nadie se desanimaba, convenía vigilar y estar a la expectativa. Gran lástima habría sido que tan hermosa fiesta hubiera tenido que suspenderse.

XXV) LA FUNCIÓN LÍRICA POPULAR. – ESTORBOS. – APLAZAMIENTO. - NOCHE SERENA Y FRÍA

LA función lírica popular, comprendida desde el principio en el Cartapacio de la Comisión de fiestas cívicas y después en el Programa, señalada para la tarde del sábado, día 10, había de convertirse en una fuente de conflictos y torturas. Y, sin embargo, había sido de las más felices en la preparación. Digamos cuatro palabras, para hacer más completa esta pequeña historia. De la misma Comisión de fiestas cívicas salió la idea de que esa fuera también esencialmente popular, aunque dejando lugar a que la pudieran ver cómodamente los que quisieran o pudieran, y que consistiera en la representación de una ópera que verdaderamente pudiera agradar al pueblo y que tuviera la letra en catalán. Ni en la parte de cantantes, ni en la de Orquesta y menos en la de representación, se trataba de lamentar nada, al contrario, lo que la Comisión quería era que después se pudiera decir que era la primera ópera que se había cantado dignamente en esta ciudad, cansada de los guiñapos que se le suelen dar en las fiestas anuales de San Miguel de los Santos. Esa ópera era casi única, pero satisfacía el deseo de la Comisión: Handsel und Gretel de Humperdinck, que el autor llama fábula lírica y que por su carácter verdaderamente popular, por su mise en scène y sobre todo por su música tan llena y tan exquisita, resulta un artístico espectáculo de honda delectación. Quedó, pues, decidido desde el día en que fue acordada esa fiesta que se haría sobre la base de Handsel und Gretel, sirviendo la letra catalana hecha por el poeta Maragall y el Maestro Ribera con el título de Ton y Guida. No nos adelantamos en las explicaciones sin una pequeña digresión que creemos oportuna. Ocurrió que, cuando teníamos ya iniciados los preparativos de esa representación, se había estrenado en Figueras y reproducido después en Barcelona el espectáculo arreglado por el poeta Carner, con música de Pallissa, sobre el poema Canigó, de Mosén Cinto Verdaguer. Era natural que, con este motivo, no faltara quien se dirigiera a los miembros del Comité por si se consideraba oportuno trasplantar aquí, con ocasión de las fiestas, el susodicho espectáculo. Después vino también de una manera indirecta la misma propuesta por parte de los interesados. Y, realmente, nosotros fuimos los primeros en reconocer que en ningún lugar como aquí, sobre un campo llamado Sot dels Pardals con nuestro Pirineo como fondo y la Costa den Paratge como gradería pública, podía esa representación tener admirable éxito. Pero en primer lugar esta función se había de hacer en una tarde que no teníamos, en segundo lugar no nos complacía mucho ser plato de tercera mesa, en tercer lugar el presupuesto era un poco más caro que las de nuestra función lírica, y, finalmente, a nosotros, vicenses, compatricios de Mosén Cinto, celosos de la intangibilidad de su gloria, no nos acababa de gustar ver el Canigó retocado, glosado o ensanchado por otra pluma, por habilidosa que esta fuera, por muy grandes que se encontraran el respeto y el escrúpulo con que esa ampliación fuera hecha. Y hago presente nuestro talante sin espíritu de criticar ni rebajar nada de éxito que en otras partes pudiera tener el espectáculo de Carner y Pallissa. No abandonaremos, pues, nuestro Ton y Guida. La primera persona consultada para ver si podía resultar viable esa fiesta lírica fue el renombrado Maestro Lamotte de Grignon, quien, después de habernos dado algunos datos para que nos pudiéramos orientar en la cuestión económica, nos envió a tratarlo más detalladamente con D. Francisco Casanovas, Director de escena del Liceo de Barcelona. Este señor, con una amabilidad nunca suficientemente ponderada y con un interés por nuestro pensamiento igual o superior, cuidó el allanarnos todos los tropiezos y aceptó con mucho gusto la labor de la organización y dirección de esta fiesta a la primera indicación que sobre el particular le hicimos. La dirección musical fue aceptada también desde el principio por el referido Maestro Lamotte. Además, el señor Casanovas, para cuidar la construcción del escenario que hacía falta, nos recomendó al primer maquinista del Liceo, D. Francisco Manció, quien se puso enseguida a nuestras órdenes. Entonces vinieron un día a Vic los señores Casanovas y Manció para elegir con nosotros el lugar público donde podríamos hacer la representación, pues por su modo de ver técnico teníamos que considerarlo indispensable. Tres distintos lugares teníamos ya ojeados: el grandioso campo dicho de Masgrau, junto a la Estación del ferrocarril, que, por ser cerrado y con el gran eco del edificio que tiene detrás, reunía muy buenas condiciones; la Plaza de los Mártires, y la Plaza de la Divina Pastora, que ya desde el primer momento nos había parecido inmejorable. Consignamos, por vía de nota, que nuestro primer pensamiento y nuestro grandísimo gusto habría sido hacer también esta fiesta en la Plaza Mayor, pero eso exigía hacer y arreglar el escenario en veinticuatro horas, lo cual en nuestra primera charla con el señor Casanovas ya vimos que era imposible. El primer escenario fue abandonado porque, además de tenerse que pagar un regular alquiler y una indemnización por cuatro plantas de maíz, no llegaba a reunir las excelentes condiciones del último; en la Plaza de los Mártires hacían mucha molestia los árboles, resultaba poco espaciosa y, además, el desnivel del piso no favorecía la colocación del público; pero, finalmente, el tercero, la Plaza de la Divina Pastora, era bueno a más no poder para nuestro caso. Incluso su figura geométrica le daba algo de la forma de un teatro, los árboles en vez de estorbar favorecían con sus filas la clasificación de los espectadores y las condiciones acústicas para una función lírica, probadas por la noche, habían dado un resultado, para todos los estilos, halagüeño. De modo que, inmediatamente después de la visita de los señores Casanovas y Manció, la Comisión de cívicas y el Comité acordaron, sin dudar un momento, elegir la Plaza de la Divina Pastora y poner manos a la obra enseguida. La contrata de los sesenta profesores de Orquesta que queríamos y la elección de cantantes no ofrecieron la menor dificultad, confiadas a manos tan diestras y expertas como las del señor Casanovas. En cambio, nos dio un poco de trabajo la cuestión del decorado. Habíamos pensado en nuestro casi compatriota, el insigne pintor D. Luís Graner, quien tendría que poseer del Teatro Principal de Barcelona, en los últimos tiempos que él era empresario, todas las decoraciones apenas gastadas de Ton y Guida. Cuando empezamos a hablar, él no había vuelto aún de su provechoso viaje a América, pero le fuimos a encontrar tan pronto como supimos que estaba aquí y le rogamos que, con las mejores condiciones posibles, nos dejara el referido decorado. Y nos dijo que con gran gusto lo haría, si podía sacarse de encima un embargo judicial indebidamente puesto por faltas de empresarios que le habían acontecido y que no repararon nada en menospreciarle lo que no era suyo. El señor Graner, excesivamente confiado en la razón que tenía, creía que, con aproximadamente un mes, lograría que ésta le fuera reconocida y nos dio un plazo determinado en el cual volveríamos. Pero, como ya temíamos desde ese momento, los procedimientos judiciales se fueron alargando según es triste costumbre de esta tierra. A la segunda visita, el digno artista ya nos desengañó y nos expresó, con palabras muy sinceras y estimables, el sentimiento de no podernos complacer. Nosotros, ya después de la visita anterior, habíamos encargado al señor Casanovas que viera si, en caso de surgir el desengaño que con tanto fundamento temíamos, podía encontrar alguna salida, como en efecto, la encontró de inmediato. Valiéndose de su amistad con el pintor señor Ros y Güell quien, dedicado hacía poco al negocio de hacer y alquilar decoraciones, pensó un día u otro dedicarse a la de Ton y Guida, pensamiento que el señor Casanovas hizo avanzar para satisfacernos a nosotros. Con estas nuevas decoraciones nosotros ganábamos. Primeramente porque estarían recién hechas y nosotros las estrenaríamos; en segundo lugar porque serían completamente acomodadas en proporciones al escenario que íbamos a construir; y, finalmente, porque, estando como estarían hechas a la nueva moda italiana, a base de un papel especial que hace que se plieguen fácilmente, con la ventaja del poco peso y la reducción del volumen, menguaban considerablemente el presupuesto de gastos del transporte que en comparación con las decoraciones de la antigua eran considerablemente menores, incluso con una rebaja en las tarifas. De modo que, Manció vino a últimos de Agosto para levantar el escenario. Aceptada gustosamente la idea de esta función por el público, que se apresuró a tomar las localidades, sólo nos podíamos lamentar de la lentitud con que había venido el decorado y de lo mucho que tardaban los electricistas en instalar la luminaria, cuando llegó el día de la fiesta. Y el día del festejo, hacia mediodía, el cielo estaba tan encapotado y con señales tan negras que, los que más parecía que entendían del tema, pronosticaban lluvia infalible por la tarde y probablemente para el anochecer, habiendo, como había, el antecedente de la vigilia. Habíamos conseguido que se esperara a poner las decoraciones hasta después de comer, porque la pérdida de esas decoraciones (¡que eran de papel!) llevaba como consecuencia una seria indemnización que nos hubiera tocado satisfacer sin haber podido hacer la fiesta. Consultado el señor Alcalde y viendo que les nubes continuaban engordando, se acordó llamar a Barcelona ordenando que artistas y músicos suspendieran su partida en el tren de la 1-56, dejando aplazada la función hasta el lunes. Y, dada y acatada esa orden, el tiempo, que está loco, se aclaró y se pudo hacer, como hemos visto, la fiesta calisténica. La velada fue también quieta y serena, aunque fría y húmeda. Hay que decir ahora aquí, para que todo se sepa, que, no suspendiendo la función, nos hubiéramos encontrado seguramente con otro conflicto. La instalación de la luz eléctrica estaba todavía muy atrasada, dificultado también este motivo la colocación de las últimas piezas del decorado que no podían ponerse sin tener, en el lugar respectivo, los aparatos de la luminaria. De manera que, entre tantos y tantos contratiempos, hubo quien se sintió reposado y satisfecho: el maquinista Manció, que, tras el ansia y el trabajo que había puesto en lo que a él le correspondía terminar, por culpa de otros, veía venir el conflicto del que hablábamos, de que tal vez se hubiera de aplazar la función por esa otra causa o, cuando menos, de no poder iniciarla hasta muy entrada la noche, lo que quedó en rigor probado por el hecho evidente de haber tenido que trabajar aún todo el lunes e incluso alguna parte del domingo. En efecto, la contrariedad pública fue grande, porque muchos de los que tenían tomadas localidades no podían esperar al lunes. Otros, sin embargo, se consolaron en esperar, con la seguridad que les daba de que, si el lunes el tiempo no se presentaba bien, el Ton y Guida se cantaría en el Teatro Principal. Y ya con esta solución se telefoneó a los artistas y a la orquesta y fueron advertidos los que debían cuidarse aquí de la maquinaria y de la Tramoya. La solemnidad musical, siempre con la ayuda de Dios, no faltaría; lo que podía aún perjudicar el tiempo era la popularidad de la fiesta, es decir la realización del pensamiento de la Comisión de fiestas cívicas. La gente empleó la velada para seguir las luminarias, y contemplar las sardanas que, con la suspensión de la función lírica, resultaron, naturalmente, mucho más animadas.

XXIV) LA RODELLA.- SIGUE EL CONCURSO PECUARIO.- LAS SESIONES DEL CONGRESO .- LA FIESTA ESCOLAR CALISTÉNICA.

EN rigor el iniciador del Certamen de Rodella fue el distinguido pintor D. Manuel Puig, quien tanto había trabajado, y trabajaba aún, en la decoración oficial de las grandes vías. Para la organización de este Certamen, el Comité había ofrecido premios y había designado una comisión de técnicos que la organizara y dictara el programa. Esta comisión, de la que formaban parte los mejores tiradores de la Plana, dividió la fiesta en dos secciones: una se dedicaría, la mañanita del sábado, día 10, al tiro al blanco y la otra, celebradora el lunes, día 12, por la tarde, sería guardada para el tiro al vuelo. Como es de presumir, en la primera no faltaron los tiradores pero sí mucha gente que, habiéndose retirado tarde, no era extraño que no fuera madrugadora. Esto, sin embargo, no quitó nada al éxito del concurso que correspondió plenamente a la finalidad que con él se perseguía. Hubo blancos muy notables, y después, cuando estos se comentaban, eran muchos los que decían que convendría formar en la comarca una asociación que se dedicara especialmente a este sport, con la afición y entusiasmo que lo hacen los tiradores de Suiza y de otros países. El Concurso Pecuario, por razón de haber mercado, fue más concurrido que el día anterior, y los que entienden en estas cosas decían que en cantidad no podía compararse la exposición de ejemplares con el memorable concurso de 1908, cuando la celebración del XI Congreso Agrícola de la Federación Catalana-Balear, pero que en calidad no se quedaba atrás. Los jurados iban avanzando faena para la adjudicación de los premios, la distribución de los cuales estaba señalada en el Programa para el día siguiente, domingo. Como las sesiones del Congreso de Apologética tendrán su crónica especial en el libro de actas del mismo que se está ya estampando, nos ha de permitir al lector que pasemos sin entretenernos en él a pesar de su importancia. Consignamos, no obstante, que los que acudían a él con asiduidad salían con satisfacción creciente, porque no sólo los oradores presentes encargados de desarrollar o glosar los varios temas anunciados sabían hacerse escuchar y admirar por el auditorio sino que también se animaba éste con la lectura de los trabajos de autores que no habían podido venir, con suficiente pesar de ellos y de nosotros. Por otra parte, la asamblea revestía una seriedad y una majestad que era juntamente imponente y atractiva. Los vicenses encontraban como una especie de sublimación de las funciones de dialéctica llamadas Conclusions, tan tradicionales entre nosotros y que aún se celebran anualmente para honra de nuestro Seminario. Para las tres de la tarde, señalaba el orden del día la Fiesta escolar calisténica. En la parte baja de la Plaza Mayor, jugando con la decoración que había puesto la Comisión artística, se estaba levantando por la mañana una amplia tarima que tenía que servir de escenario a los nuevos de Vic y a los nuevos y mozas de Tarrasa que tenían que hacer de actores en tan simpática fiesta. Al fondo de dicho escenario ponía el señor Vinyals un gran fondo de terciopelo azul, adornado con guirnaldas y, delante de ese terciopelo, un pedestal de plantas decorativas sobre el que se puso un gran busto de Balmes. Hacia mediodía, poco antes de llegar la muchachería de Llongueras, había bastantes temores, y bastante fundados, de que la fiesta no se podría celebrar, al menos en la Plaza. Las nubes amenazaban de tal manera que indujeron a tomar una resolución de largas consecuencias, como veremos en su hora. En cuanto a la Fiesta escolar, se acordó arriesgarlo todo y estar a la buena de Dios. Los tarrasenses llegaron con el tranvía, recibiéndolos en la Estación los chicos de Vic, que les acompañaron hasta la posada. Comieron todos, los de dentro y los de fuera, con el ansia natural en las criaturas, y enseguida fueron a ponerse el ligero y airoso traje que tenían que lucir en la función, operación para los vicenses enteramente nueva y, por consiguiente, un poco entretenida. Pero la puntualidad en el inicio de la fiesta no se podía excusar de ninguna manera, porque la chiquillería de Tarrasa tenía que volver a casa con el tren expreso de las 6-20. Esa puntualidad fue tan grande que mucha gente, malacostumbrada y sobradamente confiada, se retardó en la Plaza. Los de aquí y los de Tarrasa fueron todos a las Escuelas municipales de San Felip, donde los directores de la fiesta, acompañados de los profesores, organizaron la comitiva. Esta iba precedida por la Banda del Ayuntamiento, dirigida por el Maestro Cortinas, tocando la obligada marcha de los ejercicios calisténicos que los chicos marcaban marcialmente con el paso. Dicha comitiva, al entrar a la Plaza, daba lucidez a los actos. Todos los chicos y mozas vestían de blanco; los de Tarrasa con faja de seda de color verde y los de Vic con faja de color lila. El tiempo se había serenado y un sol hermoso contribuía de lo lindo en el éxito de la fiesta. La gentil comitiva penetró en el recinto destinado a los espectadores de pago por la parte de las bóvedas de levante y subió a la gran tarima por las escaleras levantadas a ambos lados, formando así todos los mozos y mozas la primera figura. El público cató enseguida el sabor especial de la fiesta, resultándole desde el comienzo extraordinariamente simpático. El Maestro Llongueras, de conformidad con lo que establecía el programa, leyó una breve disertación sobre la Educació musical y les cançons y estudis rítmichs de Jaques-Dalcroze, pero el tamaño del lugar hizo que poca gente se enterara de las palabras de dicho Maestro, tan bien pensadas como bien dichas. Inmediatamente los chicos de las Escuelas de Vic hicieron lo que llamamos el debut en esos ejercicios rítmicos, demostrando plenamente como se habían sabido aprovechar las lecciones de Llongueras, aprendidas con tanta paciencia y tanto arte durante algunos días consecutivos, menos de los que se necesitaban, por Mosén Miquel Rovira, acompañado de Mosén Miquel Puigsech. El público aplaudió con verdadero calor y verdadera satisfacción los gentiles movimientos de nuestras criaturitas. Después entraron los de Tarrasa. La labor de los discípulos de Llongueras fue cosa tan admirable que entusiasmó a todos. Habíamos temido que la Plaza sería un teatro demasiado grande, por lo tanto delicados y minuciosos ejercicios, teniendo en cuenta el gran papel que tenían que jugar las voces de los niños y las niñas; pero el gran terciopelo azul del fondo de la tarima reducía convenientemente el espacio y servía de tornavoz, dando a cada una de las escenas el relieve que le era preciso. Alternándolo con los numerosos movimientos del repertorio de Llongueras, cada vez más complicados, aquellos niños y niñas, con serena imperturbabilidad y con arte exquisito, cantaron, o ejecutaron diariamente diríamos mejor, las siguientes canciones mímicas, propiamente llamadas rondas: Ronda del nen que no vol menjar les sopes, Ronda del anyellet que bela, La casa tota petita, Ronda dels bons treballadors, Ronda de la jardinera, Ronda dels soldadets y Rivididididididitití (historia del Jan Petit). Todas animaron al público, que las aplaudió con frenesí y con convicción, pero quizá, sobre todas la primera, la del nen que no vol menjar les sopes, no solamente porque, precisamente por ser la primera, cayó más en gracia sino quizás también por la especial atracción del asunto, que entusiasmaba a grandes y pequeños, talmente admirados por la traza de aquellas criaturas. Finalizadas las rondas, todos los chicos y chicas, unidos los de Tarrasa con los de Vic, hicieron unas últimas evoluciones en la tarima, todos con un ramo de laurel en la mano que, sin dejar el ejercicio rítmico, fueron a depositar al pie del busto de Balmes. Bajaron, otra vez partidos en dos alas, por las escaleras laterales y con el mismo orden que a la venida, se volvieron a San Felip, mientras acababan de animar la fiesta unos fuegos japoneses tirados de varios lugares de la Plaza, que hacían llover una serie de juguetes sobre el público menudo, ya tan satisfecho de la curiosa y aquí novísima fiesta. Desmudados, todos los niños y niñas que habían tomado parte en los ejercicios, recogieron la merienda que se les tenía preparada y los de Tarrasa con sus acompañantes volvieron a su casa en el tren y hora convenidos, galantemente despedidos por Maestros y Organizadores de aquí y por toda la chiquillería vicense.

XXIII) LA VELADA DEL VIERNES EN LAS SOCIEDADES .- LA FUNCIÓN DRAMÁTICA.-LA GENTE POR LAS CALLES.

LA función dramática gratuita era natural que se dejara para el pueblo, que tiene tan pocas ocasiones de disfrutar económicamente de diversiones artísticas. El Comité, al hacerse cargo de la ejecución de esta nueva fiesta, comprendida en el cartapacio de la Comisión de cívicas, tuvo que discurrir un poco sobre dos cosas no siempre fáciles de resolver: a qué compañía catalana confiaría la función y qué obras escogería para quedar bien, al mismo tiempo, con las conveniencias del arte y las de la moral. Para ir mejor guiado, acudió a técnicos, estando el Teatro cerrado, sin compromiso con nadie, a fin de que el deseo de todos que comprendía tanto las obras que se representaran como la ejecución, fueran lo mejor posible. Estos le aconsejaron que se dirigiera a la compañía del celebrado actor Augusto Barbosa, que estaba acabando de cumplir sus compromisos con el Teatro de Manresa, considerándola como la más completa y la más homogénea que en aquella ocasión actuaba en Cataluña. Ahora, en cuanto a las obras que se tenía que representar, no hubo avenencia entre el Comité y los técnicos y el mismo Barbosa. Estos querían una función de gran pompa, una especie de acontecimiento, con drama moderno y dando pie a los actores para desplegar a sus anchas todo su talento y renovar en tan señalada ocasión como el Centenario, triunfos indudablemente bien merecidos. En este sentido los referidos técnicos propusieron la representación de Terra baixa, de Guimerá, el cual era aceptado con mucho gusto por Barbosa y su Compañía. Pero dentro del Comité dominó, al fin, otro criterio. Tratándose de una función eminentemente popular en la que los espectadores que estuvieran presentes cabrían mejor y les agradaría más el genero cómico que el trágico, parece más prudente y oportuno elegir dos comedias en dos actos, yendo a buscar una en el teatro antiguo y la otra en el repertorio moderno. La primera fue, en su tiempo, tan celebrada y aplaudida: La Pubilla del Vallès, de José Ma Arnau, casi el único autor superviviente de aquella tanda gloriosa de la escena catalana, y del teatro moderno puede decirse que se impone por sí misma Gent d’ara, del malogrado Eduardo Coca, de quien conocemos ciertamente que, si hubiera estado vivo, le habríamos dado con esta representación una gran y sincera alegría. La entrega de localidades y entradas al numerosísimo público que a la hora anunciada se presentó en el despacho fue, contra el temor de algunos, cosa sencillísima y sumamente ordenada, no habiendo otro guardador del orden que un solo municipal. Naturalmente que, no debiendo contar dinero ni devolver cambio, el trabajo pronto se realizó. Claro que ayudó en ello el encargado del despacho, el activo Ramón Om, a quien el Comité quedó vivamente agradecido por el entusiasmo y abnegación con que lo secundó, no sólo en esta función sino en todas las que necesitaban de su concurso, que fueron varias y alguna de tan mal ordenar como la ocupación de sitiales tomados para contemplar la Fiesta folclórica. Decía más arriba que era natural que la función dramática gratuita se dedicara al pueblo. El Comité y antes la Comisión de fiestas cívicas habían entendido que aquella velada estaba hecha a propósito para dejarla libre a las Sociedades recreativas para que la pudieran dedicar, cada una en el orden de diversiones que considerara más oportuno, a sus respectivos socios, y así fue también entendido y aceptado por todas. Las unas la aprovecharon para representaciones líricas o dramáticas, otras para baile, y algunas, como Catalunya Vella, para concierto. El de ésta, fue instrumental, ejecutado por parte de los mismos profesores de Barcelona que al día siguiente tenían que frecuentar en la función lírica popular. Estaba dirigida por el mismo maestro Lamotte de Grignon, encargado de su dirección. Estas funciones de sociedad, que fueron todas muy concurridas y lucidas, y que dieron buena ocasión a las mozas vicenses para volver a lucir los bonitos vestidos que se habían hecho para las fiestas, no quitaron nada a la animación de las calles que iban llenas hasta los topes, y menos aún a las sardanas, que se bailaban por propios y forasteros con un entusiasmo siempre creciente y pegadizo. Había gente para todo, porque el número de los que venían de fuera también seguía una progresión ascendente. Y así tenía que ser hasta el domingo, día que esperaba todo el mundo, con fundamento, que fuera una verdadera invasión. El Paseo de Santa Clara era, naturalmente, el lugar más favorecido, como suele ocurrir en todas las fiestas. Bien que muchos, antes de quedarse para gozar de la animación, hacían la vuelta a las Ramblas para contemplar lo que llamábamos historia de la luminaria, y especialmente para recibir la singular impresión del fuego de los faroles en la majestuosa y centenaria muralla del Portalet, o Rambla de Moncada. En cuanto a la función gratuita del Teatro Principal podemos decir que no choca con la más mínima contrariedad. La animación fue grande, como cabe suponer, en la platea y en los dos pisos superiores. Los palcos del piso principal se habían reservado a los Congresistas y fueron también bien aprovechados. El Teatro lució la misma vistosa empaliada del día anterior, e igual o mayor luminaria. La compañía de Barbosa interpretó las dos obritas cómicas que hemos citado con gusto exquisito y el público rió y se divirtió de verdad. Por otra parte la mise en scène fue todo lo cuidada que los recursos del Teatro, nada excesivos, permiten. De todas las fiestas populares de aquellos días esta es indudablemente de las que salieron más redondas y más exitosas y por supuesto de las más aceptadas por todo el mundo. Será bueno no olvidarlo.

XXII) CONTINÚA LA FIESTA FOLCLÓRICA.—MODIFICACIONES INEXCUSABLES.—LA FALTA DE TIEMPO.—LLUVIA.—ORGANIZACIÓN DE LA COMITIVA.—LA FIESTA.—LAS DANZAS.—FINAL CON LUMINARIA.

MUY pronto vio la Comisión que, reducido a muy pocas horas el tiempo de que se dispondría por la organización de la comitiva, vestición nueva y especial de tanta gente e inevitable ensayo de cada una de las danzas, pues, cuando menos, se habían de ajustar los músicos y danzarines, era completamente imposible realizar las ceremonias exteriores que tenía pensadas. Además, la presencia de la señora Infanta en la fiesta, no prevista en el plan primitivo, y la marcha de S. A. en los momentos en que la fiesta debería de estar a pleno rendimiento, nos obligaban a ser avaros de ese tiempo que tanta carencia nos hacía. Consolados, pues, por perder algunos de los episodios más pintorescos de la ceremonia, nos pusimos de acuerdo con el conocido propietario y floricultor D. Pedro Cortinas, que puso a nuestra disposición su espaciosa casa y liza del camino de Gurri. Pero eso no lo hicimos público, por no tener estorbos en el trabajo, verdaderamente delicado y fatigoso, de la organización de la comitiva. Llegada la mañana del viernes, empezó a caer una lluvia con goterones poco halagüeña. Pero e1 cielo volvió a despejarse. Las cuadrillas de fuera habían llegado puntuales, haciéndose un lugar en donde estaban citadas, pero la puntualidad de los de la Ciudad había sido contrariada por la hora tardía de llegada, o, mejor dicho, matinal, en que se había acabado el Concierto de gala, después de un día de grandes ceremonias y de gran tráfico. Nadie que no haya pasado por la experiencia se puede hacer cargo de la fiebre que lleva la ejecución de un programa de fiestas como el de nuestro Centenario, en que los detalles del trabajo se multiplican inesperadamente a cada instante, privando hasta de pensar y sobre todo de mirar adelante para prevenir, dentro de la tarea del día, la del día siguiente. Cualquiera, por poco que se pare, adivinará qué día de trabajo fue para el Comité Ejecutivo el jueves, 8 de Septiembre. Pero al final, los grupos, los músicos y los directores comparecieron al ensayo, que fue, naturalmente muy extenso, tanto más cuando el Maestro Pujol, con la experiencia que tiene en estas cosas, tenía que dictar, en vista del mismo ensayo, la duración que había de tener en la Plaza cada una de las danzas. Llegó la hora de comer y no era cosa de salir pronto tanta gente, con la fiebre que había ese día en restaurantes y fondas. Pero, mientras se comía, vino la más negra. Las nubes se habían inflado otro vez y dejaron caer, no ya una llovizna, sino un chaparrón espeso que la verdad es que no duró mucho rato pero que originó gran confusión y causó nueva pérdida de tiempo, sobre todo viendo que les nubes no estaban dispuestas a deshacerse y se aguantaban amenazadoras. Mas todas las dudas se vencieron y la gente fue a vestirse, otra faena larga y minuciosa que dió lugar también a un montón de entorpecimientos. Mientras tanto, habían acudido a la liza de Can Cortinas las vistosas cabalgaduras que había arreglado el Reyet, y con paciencia y tiempo, mucha paciencia y mucho tiempo, se fue organizando la comitiva, con los afanes y sudores de Eduardo Subirá, de Juan Pietx y otros entusiastas folkloristas, algunos de los cuales, para abreviar la tarea, habían renunciado al honor de comer con S. A., y con el tormento incesante por los organizadores de recados obligatorios de Casa la Ciudad, donde, como sabemos, comía la Infanta. Primero vino a pie un portero del Ayuntamiento, después compareció en carruaje el Secretario, después el teniente de la guardia civil con cuatro a caballo, después... Pero ya entonces las primeras figuras de la cabalgata, con el orden convenido y publicado, iban subiendo por el camino de Gurri y llegaban a la Plaza de la Divina Pastora. Cuando ya todo el mundo ocupaba su lugar, dejamos que fuese haciendo su camino y la avanzamos para llegar pronto a la Plaza y calmar las ansias de la gente oficial. Muy cercana nos iba siguiendo la primera figura montada, el mozo que iba a caballo del mulo laceado, llevando las ropas y presentes de la Novia. Cuando nosotros penetrábamos en el recinto de la fiesta, él entraba por la calle de San Cristóbal. Imposible describir el aspecto de la Plaza en ese instante. Nunca se había visto una expectación como aquella, nunca un estallido de vida y una sinfonía de colores como la de esa hora. Pero cayeron cuatro gotas, cuatro gotas no más. En la tribuna oficial se abrieron paraguas y la Infanta se levantó para irse. Se había levantado y era inútil intentar detenerla. Fue un triste momento de desilusión, pero un momento no más; porque entonces la comitiva entraba en el recinto, y un aplauso atronador, extenso, repetido en cada nueva figura que iba apareciendo nos indemnizó de todas las contrariedades padecidas. La vista de todo el mundo se fijaba en los detalles de la comitiva. Los ojos buscaban preferentemente a la Novia, figura verdaderamente campesina, lujosamente vestida. Su cabeza estaba cubierta con una redecilla azul, la cual, al descabalgar, con las ceremonias de rúbrica y con el auxilio de los solteros mayores, fue objeto de saludos entusiastas. Pero lo que más entusiasmó al público era la variedad de detalles en el vestir de los hombres y mujeres que componían el cortejo nupcial. Junto a las vistosas barretinas rojas de los supuestos hermanos del Novio y la Novia pasaban las severas barretinas moradas de los suegros; en medio las redecillas de color de rosa de las hermanas negreaban las redecillas severas de las madres, y, después, alternándose con más redes y con más barretinas, iban compareciendo los anticuados sombreros con copa baja, exageradas alas y gran llano en la cima, adornados con el curioso lazo negro con hebilla detrás, y mantillas y capuchas largas, y variopintas corbatas con flecos y lentejuelas, y las cintas de las almarrazas volandeando en las manos de las gentiles bailarinas. Todo ello en medio de la alegría y del entusiasmo del público, y los suspiros penetrantes de las tenoras y el sonido jubiloso de los cascabeles de los mulos que iba creciendo y alargándose... Descabalgados todos, Novios, acompañantes y danzadores se sentaron en las amplias gradas de la tribuna oficial y salieron en medio de la plaza los bailadores de Campdevánol, precedidos por el primer danzador con capote, sombrero alto y la almarraja en los dedos. Y empezó la danza a desovillarse en medio de la gran curiosidad del público. Pero las nubes seguían goteando y las gotas iban creciendo y espesándose. Y esta fue la causa inicial del mayor de los muchos conflictos con que había tropezado la Fiesta folclórica. Cerraba el espacioso cercado elíptico donde se tenía que desarrollar la fiesta una triple hilera de sillas de alquiler que, pagadas o invadidas en medio de la espesor de la gente, formaban la barrera que contenía la multitud que estaba de pie en la fila de atrás, contrariada por la incomodidad, por la perfidia de las nubes y por no poder ver a sus anchas los numerosos detalles de la fiesta. Quienes estaban sentados, aguantaban con toda la serenidad y la paciencia posibles la insistencia de las nubes, pero llegó un momento en que la llovizna era demasiado cuantiosa para recibirla con conformación. Repentinamente una muralla de paraguas privó completamente la vista a los de atrás. Los bailarines de Campdevánol continuaban indiferentes la danza, pero detrás de la Infanta se habían ido todos los que en mayor o menor grado tenían encargo de velar por el orden público, desde el civil de caballería hasta el último municipal. La multitud impaciente no encontró a nadie que la privara de romper la barrera de sillas, invadir el recinto de la fiesta, llegar hasta la misma tribuna oficial y sembrar por todas partes la confusión y el desorden. La fiesta se suspendió por ella misma. Las figuras de la cabalgata, congregándose espontáneamente cada una con su pandilla, se cobijaron en los cafés o fueron a refugiarse a la Casa de la Ciudad, mientras los espectadores de balcones y ventanas entraban a esperar dentro de las habitaciones y la gente a pie plano se concentraba bajo las bóvedas. Los más devotos de las sesiones del Congreso se fueron a presenciar la sesión de la tarde. La Comisión folclórica no se dio por vencida, dejó a las nubes que desbravasen su humor, esperó que el elemento oficial y los agentes del orden volviesen de despedir la Infanta, y media hora o tres cuartos después de la suspensión, el Alcalde mandó hacer un pregón público anunciando que iba a continuarse la fiesta. Entonces, en un instante, la misma multitud que lo había lisiado todo se apresuró a recoger las esparcidas sillas y a rehacer en la misma forma de antes el recinto de la ceremonia. La Comisión, con el auxilio de sólo cuatro mozos del escuadra y, esta vez, con la entusiasta cooperación del celebrado pintor D. Dionisio Baixeras, reorganizó todos los elementos, mandó volver a comparecer a todos los grupos de bailadores, mandó que se encendiera inmediatamente toda la espléndida luminaria de la Plaza, y el programa de las danzas se cumplió de arriba abajo sin faltar ni una, obligando al elegante grupo de Vic a repetir el Ballet y premiando con atronadoras palmadas a todas las otras collas. El atractivo estallido de la festiva luminaria dio a la ceremonia un tinte inesperado de poesía y misterio que acabó de hacerla simpática, y podríamos decir que todos esos incidentes y todos los reseñados conflictos, no sirvieron más que para dar mayor realce a esa solemnidad folclórica que tanta gente deseaba ver repetida. Terminadas las danzas, los grupos de bailadores, saliendo de la Plaza, donde se dio por terminada la fiesta, siguieron a pie las más céntricas vías, también iluminadas, tirando confites y encomendando a toda la población el gozo y la satisfacción que sentían por haber salido al final triunfantes de tantas contrariedades inesperadas. Después se fueron a cenar para comparecer todos a la hora conveniente en el Teatro Principal, donde tenían palcos reservados para poder presenciar la función dramática gratuita que el Programa señalaba para aquella noche.

XXI) LA FIESTA FOLCLÓRICA.— EL PENSAMIENTO.—EL OBJETO. — LA ESPECTACIÓN PÚBLICA. — LAS FANTASÍAS. — LOS PREPARATIVOS. — ÉXITO POR EL ANTICIPO.

LA fiesta folclórica fue, de todas las civiles, la que desde el primer momento tuvo más fortuna y cayó más en gracia al público, no sólo dentro de la Ciudad sino también fuera y, quizás más que en otro lugar, en Barcelona, donde comprendieron enseguida toda su filosofía. El pensamiento de esta fiesta fue ya comunicado a la Comisión de fiestas cívicas en la primera sesión que celebró, e inmediatamente adoptado. Expliquemos un poco la génesis. No podían faltar en una fiesta como la del Centenario, celebrada en el mismo riñón de Cataluña, las danzas populares de la tierra, renovadas aquí mismo ya hace algunos años con aplauso general y después con imitaciones en todas partes, hasta a veces en una forma sistemática de la que no somos partidarios. Una serie de esas danzas, bailes con esmero y bien presentados, podían llenar una de las dos solas tardes que las funciones de ceremonia nos dejaban: la del viernes y la del sábado. La Plaza Mayor es un teatro magnífico para esa clase de espectáculos y por eso una de las primeras cosas que procuramos fue la de que, entre los elementos de la empaliada, no hubieran algunos que nos pudiesen estorbar. Pero un simple cuadro de danzas populares no nos satisfacía: había que dar a la fiesta más originalidad, y hacerla de manera que revistiera más pompa y tuviera más abundancia de color popular. Por eso fue que se nos ocurrió basarla en una espléndida manifestación folclórica, como podía ser una comitiva nupcial de payés de hace cien años, tal como nos la ha conservado la tradición y nos la dejó escrita, inspirado por su buena madre, el inolvidable y verdaderamente malogrado amigo José Casaramona, quien en los brevísimos años que pudo dedicarse a amar las cosas de la Patria tanto había ayudado a resucitar estas bellezas de la antigüedad. ¡Qué lástima que se nos muriera tan pronto y no nos pudiera ayudar en esta ocasión! Cómo le echamos de menos aquellos días! Sin embargo, nos quedaba todavía gente y elementos para embestir esta singular fiesta tan bien recibida por todos. Podíamos contar con el folclore experimentado y práctico de Eduardo Subirá, que tanto había trabajado ya aquí en este tipo de cosas, y con una comisión especial (casi podríamos decir técnica) que cuidaría con todo el amor los numerosos y complicados preparativos, que se iniciaron muy temprano. El lector ya comprenderá que en la comitiva nupcial, junto a las figuras indispensables (la Novia, el Novio, los padres y madres, los padrinos, el famoso Padre de los locos, etc.), iría gente que se ocuparía de las danzas, reclutada con este propósito. Así, la sesión de danzas nacía naturalmente de la misma fiesta nupcial y era como un accidente de esta. Pero, además, esto cumplía un objeto que, de otra manera, se habría tenido que quedar sin cumplimiento. Expliquémoslo. En unas fiestas de la importancia de las de nuestro Centenario, venía como anillo al dedo una cabalgata solemne, más o menos alegórica, del asunto que se conmemoraba. Está claro que a la Comisión no le pasó por alto esto, y precisamente, este fue un motivo más para adoptar la Fiesta folclórica. No había dejado de recibir dicha Comisión, de procedencias muy autorizadas, planes y proyectos originales y estimulantes de cabalgatas que, junto a su atractivo, tenían dos males: el de ser de un coste inevitablemente superior a la capacidad económica del Comité y la dificultad de evitar que tuvieran, como suelen tener todas las cabalgatas, demasiado sabor de comedia, especialmente con la gente que un hombre debe utilizar en semejantes casos, ordinariamente poco capaz de hacerse cargo del objetivo que se persigue y poco adaptable en figura y continente con lo que se trata de reproducir y simbolizar. Más o menos también alcanzaba este último inconveniente a la cabalgata folclórica, pero era infinitamente más fácil encontrar una figura del día que representara una novia, que no una que simbolizara la Filosofía, verbigracia, o tal vez la Apologética. Además, la comitiva nupcial no era un cuadro alegórico sino algo vivo, adaptable al gusto de todos y no incapaz de recibir un carácter de actualidad que transportase la mente del público a un siglo atrás. Y aún más: al movimiento estimulante del cortejo nupcial se añadía el tiempo de las danzas, de esas danzas todavía vivientes o resucitadas, algunas de ellas tan marcadamente graciosas y tan artísticas. Con la fiesta folclórica teníamos, pues, cabalgata, y cabalgata propia de la tierra; y por eso la Comisión, desde el día en que la dejó resuelta y acordada, no tuvo un solo momento de arrepentimiento ni de duda. Como dejo dicho, la idea y la resolución, que pronto trascendieron, fueron unánimemente aprobadas por el público. Desde ese día, la Fiesta folclórica fue pasto de todas las conversaciones y objeto de innumerables comentarios anticipados, lo cual no sólo no la dañó sino que la favoreció, pues algunos detalles y perfiles de la ceremonia los dictó la misma glosa pública. Las tradicionales esponsales se reprodujeron infinitamente en la conversación mucho antes de hacerlo en la realidad de la fiesta. Esto mismo incitó a la fantasía popular y enseguida muchos, en la ceremonia nupcial vieron a los novios, no ya de carne y huesos (que no los queríamos hacer de cartón), sino absolutamente reales y efectivos, es decir un soltero y una chica que con toda intención, verdad y formalidades aprovecharían la ocasión para decirse el trascendental Sí Padre. En Barcelona los periódicos hablaron en este sentido, no ya de lejos sino en las mismas vísperas de la fiesta, de tal manera que para mucha gente era indudable que así sería; boda verdadera y no de comedia. Pero lo más singular del caso es que, si no fue, materialmente podía haber sido. A la Comisión le iban bien y le favorecían los planes esas fantasías de la gente, y, sin afirmarlas, no las negaba. Y acabó de contribuir al renombre anticipado de la fiesta la graciosa circunstancia de que dicha Comisión recibió dos formales proposiciones de novios de verdad que se ofrecían, mediante la natural oferta de un determinado dote a la novia, a cargarse el yugo aprovechando la fiesta. Y no fue precisamente el sacrificio pecuniario que esto representaba, completamente excusable y malogrado, lo que impidió a la Comisión aceptar esas curiosas ofertas, sino miramientos de orden más elevado de los que fácilmente el lector se hará cargo. Pero, de todos modos, la bombarda se fue aguantando y la gente no sólo pronunciaba los nombres de los novios sino que decía también la dote que la Comisión, que sólo había hablado en la forma que se puede comprender, hacía a la novia: unas seiscientas libras mal contadas! La fiesta se tenía que desarrollar principalmente dentro de las calles de la Ciudad, en la forma que tenemos dicha de cabalgata folclórica y sección de danzas populares. Sin embargo, a ruegos de algunos amantes de las cosas tradicionales, se acordó en principio, es decir sin perjuicio de repensarse a última hora, previendo que el tiempo podía faltar y que cosas más o menos imprevistas lo podrían estorbar, celebrar también la ceremonia foránea de ir a buscar el Novio y la Novia en dos distintas masías. Estas masías tenían que estar lo más cercanas posible y muy próximas a la ermita de San Sixto, donde se habría figurado la ceremonia, aunque sin abrir la puerta de la capilla, como es de suponer y sólo para añadir un nuevo incidente pintoresco a la evolución general de la fiesta. Así lo anunciaba el Programa, formulado con más de una mesada de anticipación. Pero ya veremos cómo se tuvo que desistir de esas ceremonias foráneas. Los preparativos de la fiesta se hicieron con todo reposo y sin grandes dificultades. Como lo más importante y complicado era la presentación de las danzas con la mayor veracidad posible, y con toda la perfección artística que se pudiera desear, la Comisión se empeñó desde el primer momento en que fuesen bailadas por gente de reconocida competencia y residente en las mismas localidades donde se conservan todavía. Se hizo un índice previo de las danzas que convenía ejecutar que fueron las siguientes: Ballet de Montanya. Ball de les Caputxes. Ball del Ciri. Dança de Campdevanol. Dança de Castelltersol. En la primera, por su carácter general, no podíamos marcarle un municipio determinado. Como entre las danzas resucitadas y cultivadas por los jóvenes folkloristas de Catalunya Vella ese Ballet goza de una especial predilección y es de aquellas que en la ejecución suele obtener más perfección y mayor éxito, se rogó a dichos folkloristas que se encargasen, como lo hicieron definitivamente, de ir a buscar a sus gentiles parejas, que con entusiasmo los secundaron, en la Rambla del Hospital. El Ball de las Caputxes ya se sabe que es propio de San Juan de las Abadesas. Las cuatro parejas que allí suelen bailarlo aceptaron sin cumplidos el convite que les hicimos de venir a animar con dicha danza a nuestra Fiesta folklórica. Lo mismo hicieron las cuatro parejas que han renovado en Taradell el ceremonioso Ball del Ciri de la Plana. Lo calificamos y llamamos así porque se hubo que añadir otro Ball del Ciri, el de Castelltersol, bastante distinto del nuestro, conservado sin interrupción en Viladrau. Habiendo en Campdevànol folkloristas tan entusiastas y decididos como Mosén Eudaldo Jolis y don Damián Casanovas, fue coser y cantar el lograr el concurso de los bailadores de la famosa Dança de aquella bonita villa del Freser. Sólo nos faltaba la Dança de Castelltersol. Tampoco encontró obstáculos la invitación que hicimos a los que en dicha población suelen bailarla, los cuales, animados, quisieron darnos el doble de lo que pedíamos, ofreciéndonos también su Ball del Ciri, que junto a su texto primitivo, Passos de la Dança, forman un conjunto que enamora. Si hubiéramos querido aumentar el programa de danzas habríamos podido aceptar las ofertas que las sociedades folkloristas de varias poblaciones nos ofrecieron; pero nos convencimos de que no podíamos abusar ni de la exactitud del tiempo, ni de la benevolencia del público, ni de los recursos económicos. El programa de las danzas quedó, pues, circunscrito a las cinco que dejamos citadas, añadiendo el Ball del Ciri de Castelltersol. E hicimos bien en no cargarlo más, porque se vio en su día que ya bastaba, no teniendo que haber intermedios. Hecho esto, fuimos a asegurarnos el generoso concurso del técnico en estas cosas, el Maestro Pujol, del Orfeón Catalán, quien nos lo prometió en la primera indicación que le hicimos. Después vino el fatigoso trabajo de reunir las sesenta cabalgaduras que necesitábamos, con los adornos propios del caso, especialmente los famosos sillones para las mujeres, no tan fáciles de encontrar porque son muchas las masías de donde han ya desaparecido y hay otras que, por tenerlas demasiado guardadas, las han dejado perder. Fuimos a la famosa casa de machos de silla llamada El Reyet, donde encontramos la cooperación que necesitábamos, si bien los buenos resultados que obtuvimos hubieran de traducirse en considerables compensaciones pecuniarias. Afortunadamente, habíamos medido bien el presupuesto y dentro del Comité se nos había dicho que no sufriéramos nada para esta fiesta. Se encontraron, pues, todos los sillones que necesitábamos, habiéndonos dejado amablemente el vistoso y ricamente bordado que sirvió a la Novia la distinguida Sra. Dª Carmen Llobet de Casas, que lo hizo traer expresamente de su torre de Vallvidrera, donde lo guarda con avaricia como una hermosa reliquia de la vejez. Fue algo más sencillo reunir la numerosa comparsería de pie que debía figurar en la comitiva nupcial, así como el encontrar y hacer los trajes y demás accesorios que el carácter de la fiesta reclamaba. Y hay que advertir que se hicieron en Vic, entre otras cositas, redecillas nuevas de color de rosa, después de tantos y tantos años de no llevarse. En cambio, los guantes largos de punto, ya hoy de moda, nos ahorraron hacer mangotes, pues con poco trabajo realizado en aquellos, se convirtieron. Para la música de las danzas contábamos con la copla vicense Unió Lírica y la ampurdanesa La Principal, de Perelada, ambas competentes para el caso, pues conocen y han ejecutado dicha música, con la dirección inmediata del Maestro Pujol, que era una soberbia garantía para el éxito de la fiesta. Y nada hay que añadir ya a estas parrafadas sobre los preparativos de aquella, señalada para las tres de la tarde del viernes, día 9, en los programas especiales que por la mañana circularon y en los que figuraba la orden de la comitiva nupcial que, dictada con competencia y autoridad indiscutible para Eduardo Subirá y acatado por la Comisión folklorista, era como sigue: Escopeteros. Mulo ricamente laceado llevando las ropas y presentes de la Novia. El Padre de los Locos. Mancebo mayor, a caballo. La NOVIA, en lujosa cabalgadura, adornada a cada lado. Otro mancebo mayor. La Madre de la Novia. Criado de caballo. Las tres hermanas de la Novia. El hermano de la Novia. El Padre de la Novia. El Padre del Novio. El Novio. La Madre del Novio. Las tres hermanas del Novio. Los dos hermanos del Novio. La parentela de San Juan. La parentela de Campdevánol. La parentela de Taradell. La parentela de Castelltersol. Estas cuatro parentelas eran, como es fácil comprender, los grupos de bailarines de cada una de dichas poblaciones. Creyendo excusado ponderar el efecto que el programa hizo entre la gente, tan bien dispuesta ya, como más arriba dijimos, a favor de la fiesta. Y ahora vamos ya a explicar la realización de ésta y los inesperados y curiosos incidentes que la acompañaron.

XX) LA INFANTA EN RIPOLL.—REGRESO.—EL CONCURSO PE¬CUARIO.—VISITAS.—LA COMIDA MUNICIPAL.—DESPEDIDA DE LA INFANTA RUMBO A MADRID.

EL programa especial que se había hecho entre el Co¬mité y el Gobernador y que, desde La Granja había aprobado Doña Isabel, comprendía un rápido viaje de esta Señora, al Monasterio de Ripoll. El Gober¬nador quería hacerlo en la tarde del viernes, para volver directamente a Barcelona, y de allí a Madrid; pero aquí había el interés de que S. A. viera la fiesta folclórica, sin duda la más original de todas las que comprendía el Programa, y sin alguna duda la que más había despertado la expectación del público. En virtud de este interés, la excursión a Ripoll se había acordado hacerla por la mañana, a las ocho horas, para volver entre once y doce, con el objeto de hacer la inauguración del Concurso Pecuario, visitar después el Museo Episcopal y la exposición de recuerdos de Balmes, y asistir después a la gran comida con que el Ayuntamiento, junto con el Comité Ejecu¬tivo del Centenario, quería obsequiar a Doña Isabel y a las ilustres personalidades que venían con ella. Aunque se había retirado tan de madrugada, S. A. compareció dispuesta en la Estación a la hora convenida. Subió con numerosa compañía en el mismo tren que la había traído de Barcelona y en poco tiempo llegó a Ri¬poll, donde tuvo halagüeña llegada, como fue objeto de saludos cariñosos en todas las estaciones del tráfico. A la hora señalada, Doña Isabel volvía de Ripoll y desde la Estación misma se iba a la Plaza de Balmes, donde había instalado el Concurso de ganado. Los ejemplares estaban separados por barreras y el conjunto de las instalaciones estaba adornado con banderas y guirnaldas. Una espaciosa tribuna se había alzado para hacer la ceremonia de la inauguración y dar lugar a que los Jurados se sentaran. La señora Infanta mostró la complacencia con que asistía a esa curiosa fiesta, por otra parte en aquellos momentos muy animada. Gran interés le despertaban los curiosos ejemplares allí expuestos, entre los que no faltaba nuestro famoso burro garañón, al que llamamos familiarmente el superburro, que en este concurso, como en otro anterior, tenía que llamar tan poderosamente la atención de quienes entienden; fijando también la vista de todo el mundo en contemplar la magnífica copla de tres yeguas, que resultó premiada, a las que puso alguien el sobrenombre de Las tres Gracias. Doña Isabel recorrió a pie todas las instalaciones, e hizo delante de cada ejemplar interesantes comentarios. Ese interés y la afición del público demostraron que el Concurso, tan bien arreglado y con tanta solicitud por la Cámara Agrícola Ausetana, no desdecía tanto del conjunto de las fiestas centenarias como supusieron algunos al iniciarse la idea. Acompañaron a S. A. en esta visita al Concurso, además de las Autoridades y de las principales personalidades de la citada Cámara Agrícola, los señores del Consejo provincial de Agricultura, presididos por D. Guillem de Boladeres y el conocido jefe agrícola de la Provincia, D. Isidoro Aguiló, de uniforme. Desde la Plaza de Balmes se encaminó Doña Isabel al Museo Episcopal, que visitó acompañada de los señores Arzobispo de Tarragona y Obispo Torras y de muchas otras distinguidas personalidades, haciéndole de cicerone el Conservador del Museo, Mosén José Gudiol, junto con algunos miembros de la Junta de Gobierno de dicha institución. El examen de las colecciones arqueológicas hecho por la señora Infanta llevó buen rato y, después de haber manifestado varias veces la competencia que tiene en estas materias, quiso enterarse, preguntándoselo con mucho interés, de la organización del Museo y de qué ley de medios tenía para subsistir, admirada de la riqueza de cada una de las secciones. Le fue presentado el álbum de visitas, que es ya un verdadero tesoro de firmas, y S. A. estampó la suya, siguiéndole el señor Ministro de Gracia y Justicia y demás ilustres acompañantes. Aún antes de comer, la señora Infanta quiso visitar, en casa Balmes, la interesantísima exposición de recuerdos personales, del gran escritor, que la familia le enseñó con singular complacencia, dándose por muy honrada con tan alta visita. La comida en la Casa la Ciudad fue la más concurrida y pomposa de todas las comidas en que había estado Doña Isabel. Los comensales eran un centenar: había el Ministro, el Gobernador, el Capitán General, el Presidente de la Diputación, todos los Prelados, las comisiones de Diputados provinciales y de concejales barceloneses, el Alcalde y Ayuntamiento de Vic, el elemento militar, los congresistas más notables, los periodistas de dentro y de fuera y con la Infanta, como es natural, todo su acompañamiento. Los platos fueron admirablemente servidos por la casa Pince de Barcelona, y un sexteto, dirigido por el Maestro Cortinas, tocó durante la comida en la sala inmediata ciertas composiciones de música di camera. La fiesta tenía lugar en la gótica sala de la Columna, antigua del Consejo, suntuariamente empaliada. En la mesa de honor, preparada en la tarima de ceremonias, se sentaron, haciendo compañía a la señora Infanta, a la derecha el señor Arzobispo de Tarragona, el Presidente de la Diputación provincial, D. Enric Prat de la Riba, el general Aranda, del acompañamiento de S. A., y el Senador vicense D. Ramón d'Abadal. A la izquierda el alcalde de Vic, señor Font y Manxarell, la señora Duquesa de Nájera, el general Weyler, el Presidente de la Audiencia Territorial, señor del Río, y el Diputado a Corte por el Distrito, don Rómulo Bosch y Alsina. En las otras mesas se guardaba el turno de jerarquía de cada uno de los numerosos comensales. Ni que decir si la comida fue animada, sin merma del respeto debido a la augusta presidenta. De Casa la Ciudad se fue Doña Isabel al palacio de los Oriola y se puso el traje de partida, dirigiéndose después con todo su ilustre cortejo a la Plaza Mayor, para ver desde la tribuna oficial todo lo que pudiera de la fiesta folclórica. Pero esta se había retrasado por las causas que diremos en el siguiente capítulo. S. A. tenía prisa de irse para alcanzar el expreso de Barcelona a Madrid. Finalmente, una lluvia con goterones que obligó a abrir los paraguas la acabó de hacer decidir a irse a la Estación del ferrocarril, con exceso de anticipación y en el mismo instante en que la cabeza de la comitiva nupcial penetraba en la Plaza por la calle Estrecha o de San Cristóbal. Las palmas con que el público despedía a la Infanta se unieron con los primeros con que saludó la llegada del cortejo folclórico. Esta coincidencia perjudicó a la vez a la fiesta popular y a la despedida de Doña Isabel, porque 1a afluencia de gente a la Estación, que debería haber sido muy grande si se hubiera aprovechado un intermedio de la misma fiesta, perjudicó al interés por esta, y esta, en cambio, se resintió en su esplendor por haberse retirado el elemento oficial y por otras consecuencias que, como veremos, trajo esta retirada. De todos modos, la despedida fue muy afectuosa, con grandes aclamaciones de los que habían acudido a la Estación, y la señora Infanta, a pesar de la contrariedad, se fue contenta y satisfecha de su estancia en la Ciudad de Balmes. El tren que se la llevaba tuvo que hacer paradas por el camino para ajustarse a la hora del itinerario marcado, pues salió bastante antes de lo marcado en la consigna para complacer a S. A., siempre temerosa de no llegar a la hora prevista para transbordar con el expreso al llegar a Barcelona Con la señora Infanta se fueron su séquito de honor, el Ministro, el Capitán General, el Gobernador, la comisión municipal barcelonesa y la gran mayoría de comisiones y personajes oficiales que habían venido con ella. Se quedaron aún aquí los representantes de la Diputación provincial y muchos periodistas, especialmente los dedicados a la información gráfica.

XIX) LA COMIDA EPISCOPAL. — VISITA AL SEPULCRO DEL PADRE CLARET.—APERTURA DEL CONGRESO DE APOLOGÉTICA.— ANIMACIÓN PÚBLICA.— LAS LUMINARIAS. — EL CONCIERTO DE GALA.

LA comida con que el señor Obispo obsequiaba a la señora Infanta, a todos los Prelados que aquel día estaban en Vic y a las autoridades superiores y locales, tuvo lugar a las dos horas. Lo sirvió la casa La Palma, de Barcelona, y la lista de platos fue muy escogida. Reinó en la comida la seriedad natural en comensales de tan elevado carácter, que no excluía una expansión respetuosa. Terminada la comida, doña Isabel pidió como podía cumplir un honroso deseo: visitar el sepulcro del inolvidable P. Claret, que, como es sabido, guardan los PP. Misioneros del I. C. de María en la capilla fonda de la Iglesia de la Merced. El tributo que la señora Infanta quería ir a rendir ante ese sencillo sepulcro podía casi considerarse como un tributo de familia. Todo el mundo sabe que el V. Claret había sido confesor de la Reina Isabel, el cual en tiempos de la Revolución de 1868 le había valido dicterios que servían más bien para ensalzarlo a él deprimiendo a los malhablados revolucionarios. Pero en la memoria de S. A. había una nota muy halagüeña para ella y que hizo presente entonces: el haber recibido de dicho P. Claret la Primera Comunión, a causa de sus estrechas relaciones con la Real familia. Ni que decir con que prontitud y satisfacción fue dado el noble deseo de la señora Infanta. Fue acompañada a la Mercè y, delante del humilde sepulcro, rezó un ratito por el alma de aquel santo varón a quien el aura popular, ya desde antes de su muerte, considera digno de figurar en los altares. Esta generosa visita, que pronto fue conocida por el público, aumentó aún las simpatías de este hacia la señora Infanta. Mientras, se iba acercando la hora de apertura del Congreso, que era la de las cuatro de la tarde. Doña Isabel volvió a su señorial posada para esperar a la comitiva que la había de acompañar a la ceremonia. Aquella revestía la misma pompa de la mañana, con la variante de ir las autoridades y las personalidades de mayor jerarquía en carruaje. Venía precedida de los heraldos y de la Bandera de la Ciudad, con los batidores y escolta de caballería que por la mañana habían acompañado al cortejo en la Basílica. Mientras bajaba este cortejo por la Plaza Mayor, calle de Verdaguer y Ramblas, los Congresistas iban entrando, provistos de su carné, al aula de Santo Domingo. En la testera, adornado todo el presbiterio de arriba abajo de suntuosos paños de pélouche rojo, orlados de oro, se veía un cuadro gigantesco de Santo Tomás, el Ángel de las Escuelas, que venía a ocupar la primera presidencia. Más abajo resaltaba sobre el fondo oscuro un blanco busto de Balmes, surgiendo de un macizo de plantas decorativas. Y al pie del busto, en medio de dos soberbios candelabros, estaba la mesa presidencial, en la cual había dos hileras de pomposos sillones destinados a los Prelados. En el mismo nivel del presbiterio se había levantado una gran tarima, que llenaba todo el espacio del crucero, destinada a las autoridades, corporaciones, delegaciones y congresistas protectores. Al lado izquierdo se alzaba un trono sencillo, lujosamente adornado con plantas, surmontado por el escudo Real. Al lado había sitiales de honor para el Ministro de Gracia y Justicia, delegado del Gobierno, y para los acompañantes de la señora Infanta. En uno y otro lado de esta tarima, llenando los dos lados del crucero, se había construido una doble tribuna, vestida igualmente de ricos paños de pelouche y adornada de artísticas guirnaldas de laurel, hecha por el jardinero decorador de Barcelona D. Ramón Perez. Abajo, en la nave, bajo la bóveda de las capillas, brotaban dos tribunas más a cada lado, destinadas especialmente a las señoras. Los congresistas numerarios se acomodarían en los numerosos sitiales del centro de la nave, más que suficientes para los que estuvieran presentes en las varias sesiones de la asamblea. La ornamentación del aula del Congreso, hecha con su acostumbrada destreza por los acreditados adornistas señores Vinyals, había sido dictada y dirigida, por encargo de la Junta organizadora de la asamblea, por el padre José Gudiol, quien estuvo a punto de sacar de dicha dirección un funesto recuerdo. En el acto de bajar provisionalmente del altar mayor la gran imagen, de San Pío V, no pudiendo los que le hacían contener el balance, se pone aquel a ayudarles, no logrando vencer incruentamente la resistencia de la pesada escultura. De esta pelea con San Pío V, que refería humorísticamente el mismo Mosén Gudiol, salió él con una fuerte contusión en la frente sobre el ojo, que pudo lucir todos aquellos días de fiesta, consiguiendo ser compadecido incluso por la señora Infanta; pero el Santo salió aún peor, pues le quedó rota una mano que se le tuvo que añadir al devolverlo a su lugar, después de las fiestas. La luz adoptada para iluminar el pomposo y severo local fue la de gas acetileno, y la instalación, muy acertadamente realizada por D. Sebastián Garriga, de Granollers del Vallés, completaba el efecto grandioso de aquella aula improvisada. Los aparatos de acetileno colgados a suficiente altura para no ofender a la vista, proyectaban sobre el concurso una luz limpia, suave y tranquila que satisfacía el deseo de los organizadores y siendo generalmente alabada. Los congresistas entraban, como hemos dicho, por el portal principal de la Iglesia, donde había acudido la Comisión de honores y obsequios para guiar a todos y preocuparse de que cada uno ocupara el lugar que le correspondía. La banda militar, situada en el paso del portal, tocaba la marcha del Homenaje de Tannhäuser. Por el portal del Claustro, entraron las tres secciones del Orfeón Catalán que subieron por la escalera de la Casa de Caridad a ocupar el coro de la Iglesia, donde, con algún trabajo, pudieran meterse. Hacia las cinco de la tarde, la comitiva llegó al portal de Santo Domingo. La banda militar saludó a la señora Infanta con la marcha Real. Los Prelados y la Comisión de honores y obsequios la esperaban en el mismo portal y la acompañaron hasta el trono. Todos los concurrentes se pusieron de pie, recibiendo ceremoniosamente a S. A. Se acomodaron los Prelados, las Autoridades y demás personajes, cada uno en el lugar que le correspondía y ocuparon la presidencia los señores Arzobispos de Tarragona y Valencia y Obispo de Vic. Ocupó la mesa secretarial el señor Canónigo Collell, cerca de la barandilla de mármol del presbiterio. A una señal de la presidencia se entonó el Credo y el Orfeón Catalán, obediente más que nunca a la enérgica batuta del Maestro Millet, cantó el símbolo de la Fe con la grandiosa e inmortal nota de la Misa del Papa Marcelo de Pierluigi Palestrina. Pocas veces el Orfeón la había interpretado con tanto nervio y entereza. No valieron etiquetas: el público se sintió lleno de aquella música incomparable, transportado por aquel Amén que talmente eriza el pelo y concentra la sangre del cuerpo, el entusiasmo rompió todas las convenciones y un inmenso aplauso resonó dentro de la espaciosa aula. El comienzo de las tareas de la asamblea había sido bien discurrido y la aprobación era unánime. El señor Canónigo Collell leyó el telegrama de adhesión que en nombre de los Congresistas se enviaba al Santo Padre. Enseguida el señor Ministro de Gracia y Justicia se acercó a la barandilla del presbiterio e hizo un breve discurso, en lengua castellana, bien pensado y bien dicho, reconociendo el derecho que tenía Balmes, como filósofo, teólogo, polemista, escritor y patriota en la conmemoración que actualmente se le hacía y al grandioso homenaje que se le tributaba. Le hizo un acertado retrato, estudiando sus principales escritos, y acabó haciendo constar solemnemente que el Rey y su Gobierno, al asociarse al homenaje, favoreciéndolo materialmente y enviando sus representantes directos, lo hacían con singular complacencia y enteramente convencidos de que cumplían un deber que el patriotismo les imponía. La perorata del señor Ruiz Valarino, que había despertado como se comprende, singular expectación y que a él mismo, como nos consta muy bien, le había preocupado hasta el momento de pronunciarlo, fue recibida con general aplauso e incondicional elogio. Para que nadie pudiera negar ese éxito, algunos de los más cualificados congresistas, la gran mayoría distanciados de las ideas políticas del orador y de las del Gobierno que representaba, le hicieron constar, con lealtad en un telegrama al Presidente del Consejo de Ministros, que implícitamente se celebraba que hubiera habido tan buen juicio al elegir el delegado gubernamental. Inmediatamente el señor Obispo de Vic leyó el soberbio discurso que había escrito para el acto inaugural y que el lector podrá ver en su día en los libros de deliberaciones del Congreso. Después de él, el P. Lebreton, S. J., delegado de la Universidad Católica de París, comenzó a desarrollar el primer tema del programa del Congreso, referente a los orígenes de la Apologética. El tiempo pasaba y tuvo que suspenderse la lectura para terminarla al día siguiente, a fin de no causar fatiga a los congresistas y especialmente a la señora Infanta. Entre tanto, reinaba en las calles, y especialmente en la Plaza Mayor y Paseo de Santa Clara, una animación grandísima. La juventud se había entregado a las sardanas, magistralmente tocadas por la copla de Perelada. Los forasteros daban buena compañía a los vicenses y a los orfeonistas de Millet, terminada la tarea de la tarde y esperando la hora de la cena. El concurso de gente era, en todos lugares, verdaderamente extraordinario. Los trenes venían repletos y continuaba la afluencia de carruajes. Los pueblos y masías de la zona eran un vaivén que no se acababa y se oían continuamente las bocinas de los automóviles. En las fondas no se entendían. La Comisión de alojamientos guardaba todavía algunos lugares vacíos en el Seminario destinados a congresistas, pero le era imposible atender otras peticiones. Algunos forasteros que querían volver al día siguiente a la fiesta folclórica decidieron aprovechar los trenes nocturnos para ir a dormir a Manlleu o a la Garriga. Los cafés se llenaban de concurrentes a todas horas, especialmente los de la Plaza y el Paseo susodichos, que eran el centro de la animación. El tiempo aguantaba. La Ciudad lucía empaliada general, vistosa y de mucho color, pero seria y sin notas infantiles, como otras veces. Además, en todas las casas donde no había luto, encendieron fastuosas luminarias. Había muchos que habían venido para el adorno de las artísticas guirnaldas de follaje y de flores, prodigadas en la colgadura pública. En cuanto a sistemas de luz, dominaba la electricidad (lo que les había costado a los particulares entenderse con la Compañía Hidráulica del Freser…), pero se hacía uso también del acetileno y de los faroles de cera. Alguna casa había adoptado la tradicional y majestuosa candelero. El encendido público se hizo prontito, siendo mucho más completo que el día anterior y estrenándose la bonita y acertada luminaria del Paseo de Santa Clara, tan concurrida a todas horas. Algunos detalles de las Ramblas habían quedado listos aquel día, de manera que quedaba enteramente realizado el plan del Comité, de dar la vuelta a nuestro boulevard estudiando la historia de la luminaria pública. Hay que hacer constar que era muy gozosa y era muy clara la de la Rambla de Santo Domingo, con aparatos de acetileno, como los del interior del Congreso, a cargo del mismo empresario, señor Garriga, el cual, a pesar de algunos estorbos de carácter particular, había tenido hecha la instalación a la hora que se le había marcado, o sea la víspera del día anterior. Lucían mucho las calles de Gurb y de Manlleu, aquella muy pintorescamente empaliada y esta con un enjambre de elementos; la Plaza de los Mártires, que había iluminado toda la circunferencia marcada por los árboles; la calle de Cardona, con lujosos salomones eléctricos; y la de San Sadurní, con elegantes arcos, bien dibujados, y aprovechando el rincón de la puerta chica de la Piedad para plantar en ella una gran cantidad de verdor de donde manaba la fuente de la sabiduría. Otras calles se veían adornadas también en forma notable, pero no tan saliente como las anteriores. En la calle de San Hipólito, una de las que ocupa más honroso lugar en la historia de las fiestas memorables de la Ciudad, por ser la que guarda la casa donde nació San Miguel de los Santos, se topó con inconvenientes invencibles para montar una espléndida decoración que los vecinos tenían proyectada; pero no se quiso que quedara en el olvido la antigua usanza de los medallones con versos alegóricos y en la referida casa del Santo apareció la siguiente décima: Un día allá dalt del Cel la Trinitat beatíssima al trono de llum claríssima cridá al Seráfich Miquel. «Tu, que fores tant fidel, demana per ta Ciutat un do, que't será otorgat.» El Trinitari gloriós demaná un sabi virtuós y el Balmes nos fou donat. Ya todo estaba encendido y hasta las músicas tocaban, iniciándose las sardanas nocturnas, cuando la gente se dirigía al Teatro Principal para asistir al Concierto de gala encomendado al Orfeón Catalán. Hay que advertir que la sesión del Congreso había resultado muy larga y la señora Infanta no se quiso ir hasta que se diera por concluida. Por eso el P. Lebreton dividió en dos partes su disertación. Está claro que la gente rica presente en el acto no cometió tampoco la descortesía de levantarse, todo lo cual influyó en la hora del comienzo del Concierto que los programas marcaban a las 8 y media, entendiéndose que serían las nueve. Todo el mundo tenía que cenar y vestirse y, además, no era correcto iniciar la fiesta sin haber llegado al Teatro Doña Isabel. La cual, por su parte, estaba empeñada a no perderse una sola nota del programa, avisando, por ministerio del señor Gobernador Civil, que no se comenzara hasta las diez horas. El Teatro estaba ya lleno cuando llegó este recado, que no dejaba de engendrar un conflicto. Todas las medidas estaban tomadas para que el Concierto acabara hacia las once y media, a fin de que los orfeonistas pudieran volver a Barcelona en el tren de las 11-50. Además ocupaban localidades del Teatro numerosos forasteros que habían resuelto marchar también con ese tren o con el otro ascendiente de las 11-55. Lo primero pudo arreglarse con la buena voluntad de los empleados del ferrocarril que se ofrecieron a poner un tren especial a cualquier hora que el Concierto acabara, tren que debería pagar, naturalmente, el Comité de las fiestas. En lo segundo no se pudo poner enmienda. Y ya eran las diez bien repicadas cuando la señora Infanta apareció en el palco presidencial, acompañada de la Duquesa de Nájera, del Gobernador Civil y del Alcalde. Los otros acompañantes ocuparon los palcos de ambos lados. El Teatro estaba adornado con magnificencia. Se habían quitado las mesas de café que hay ordinariamente en el foyer y se había devuelto éste a su objeto propio, tapizándolo de arriba a abajo, alfombrándolo, poniendo en él cómodas otomanas y decorándolo con multitud de plantas. Una soberbia araña de cristal con numerosos picos de acetileno lo iluminaba. En el portal exterior se había colgado un vistoso velárium y una amplia tira de alfombra que llegaba hasta media Rambla y que marcaba el pasadizo de honor por donde tenía que entrar Doña Isabel con su séquito. Esta misma tira, brotando de nuevo de la gran alfombra de la sala, en el peldaño inferior de la escalera, subía hasta el palco presidencial, alfombrado también y suntuosamente empaliado. La sala de espectáculos lucía mucho con los chillones tapices que colgaban de los pisos más altos, enlazados por tupidas guirnaldas de laurel y flores. La luminaria era la ordinaria eléctrica, que se habría aumentado por no presentarse dificultades que requerían más tiempo del que se disponía para ser vencidas. Sin embargo, con el tono claro con que se había terminado de pintar el techo y las paredes había más de la claridad necesaria. El gran ornamento de la sala eran los espectadores. Todo el mundo vestido de gala, los hombres de rigurosa etiqueta y las damas con sus mejores trajes y luciendo espléndidas joyas. La señora Infanta se presentó también suntuosamente vestida, con traje de corte y enjoyada riquísimamente. Apenas había aparecido en el palco presidencial, recibida con atronadores aplausos, con lo que se había levantado el Orfeón, iniciando el Concierto, según la costumbre, con el Cant de la Senyera. Aquí está el detallado programa de la artística fiesta: I El Cant de la Senyera MILLET. Les Campanes de Nadal COMES. En l'enterro d'un nin PÉREZ. Sota de l’om cançión popular MORERA. Rosa del Folló » » (1ª audición) ROMEU. La Gata y en Belitre » » PUJOL. Divendres Sant ...... NICOLAU. II Les flors de Maig CLAVÉ. Negra sombra, Balada gallega MONTES. Himne del l'Arbre fruyter MORERA. Secció d'homens. Teresa. NICOLAU. Secció de senyoretes. La mort del Escolá NICOLAU. Sanctus de la Missa del Papa Marcel PALESTRINA. Como se ve, el Orfeón no se lamentaba, y, además, el Maestro Millet había tenido la delicada atención de dedicar a Vic el estreno de la delicada canción popular titulada Rosa del Folló, con la armonización que le había hecho el Maestro Romeu y que le había sido otorgado con ella, junto con la siempre aplaudida Canción de Navidad, en la tercera Fiesta de la Música Catalana. No nos hemos de esforzar en ponderar el éxito del Concierto. La Rosa del Folló y alguna otra de las composiciones cantadas se tuvieron que repetir, el Maestro Romeu fue llamado al escenario para recibir los saludos del público y Doña Isabel gritó en su palco a él y al Maestro Millet para darles una expresiva enhorabuena. Era la una de la madrugada cuando se terminó la fiesta. Por expresa orden que se había dado, aún en las Ramblas y en la Plaza Mayor había encendida la luminaria. La señora Infanta volvió rápidamente a su alojamiento. En carruajes unos, los más a pie, todo aquel concurso lucidísimo, que tardará en volverse reunir en Vic, se fue disgregando y difuminando por las calles de la Ciudad, preso todo el mundo de la fatiga. La jornada había sido gloriosa. La gente estaba rendida, pero satisfecha. El éxito del Centenario estaba asegurado: nadie podía negarlo. Los orfeonistas corrieron hacia la Estación a embarcarse en el tren especial que se les había reservado. También se iban contentos, con un laurel más en la noble enseña. Sería madrugada llena cuando llegarían, pero, para pasar el santo camino y despejar las involuntarias dormidas, el Comité les había provisto abundantemente de pan que Dios nos dio y de unas soberbias longanizas. Era el último expreso obsequio que se les podía dar.