Jaume Balmes Urpià

Jaume Balmes Urpià

viernes, 4 de noviembre de 2011

"Recordando a Balmes" - III - LA VANGUARDIA - 18-06-1910


LA VANGUARDIA


DIVAGACIONES


RECORDANDO Á BALMES



III



No faltará quien crea apasionado el testimonio de Balmes acerca de la religiosidad y el monarquismo de la sociedad española de su tiempo, como no faltará quien le acuse todavía de prevaricación por haber reconocido entonces el espíritude la época. Conviene no apresurar el juicio en este punto, ni aplicar á lo antiguo la medida de lo actual, ni aun exagerar imprudentemente dicha medida. Los tiempos han cambiado mucho y han alterado de una manera considerable nuestro mapa espiritual; la mutación, sin embargo, dista bastante de ser decisiva ni de poderse tomar como inversión complete.

Para corroborar las proporciones atribuidas por Balmes al problema español y al estado de hecho del país existen muchos términos de comparación. ¿Qué dicen, en suma, los viajeros de aquella década? ¿Cómo encontraron á España? Ahí están Gautier, Dumas, Borrow. Ahí están, sobre todo, Jorge Sand y Edgardo Quinet, los menos sospechosos de parcialidad tradicionalista. La visión de conjunto que nos ofrecen es substancialmente idéntica la consignada por el pensador de Vich. Podrá haber discrepancia de pormenores, pero la linea general aparece la misma es todos lados, así se trate de simples cronicas ú observadores de lo pintoresco como de espíritus arrebatados por el anra del proselitismo revolucionario. Quinet apenas ve otra figura relevante que la del tribuno don Joaquín María López, como Jorge Sand, algunos años antes, no había visto ni citado otra que la de Mendizábal, luchando las dos contra el ambiente de una gran mayoría hostil. Desde la incredulidad escéptica ó desde la restauración católico-romántica, esta imagen de la España cristiana, realista y caballeresca surge por igual de todos los libros y se repite hasta después de mediar la centuria, en Chateaubriand y Byron lo mismo que en Merimée y Ozanam.

¿Quién que haya leído las Vacances de Edgardo Quinet, por ejemplo, dejará de recordar su concepto de nuestra revolución literaria y de nuestra revolución política, uno de cuyos momentos más interesantes, el de la célebre acusación contra Olózaga, pudo presenciar y describir con tan dramática viveza? No debe olvidarse tampoco su semblanza de Fígaro, verdadera y luminosa anticipación de un juicio que no prevaleció en España hasta días muy recientes. En esta apreciación de Larra va envuelta la del romanticismo castellano y la de toda la revolución, en sentido de cosa ficticia, superficial y contradictoria con la índole de este pueblo. Aquella posición excepcional, única, del pobre Werther madrileño; aquel desencanto terrible de un revolucionario hastiado de la revolución, de un europeista que se siente casi más extranjero entre los modernizadores que entre los rancios de pura cepa, de un amante del progreso que ai verlo actuar aquí lo desconoce como si se lo hubieran cambiado, de un hombre, en fin, que apetece la substancia, la cultura, la civilización y no encuentra más que nombres, formas y vacío; aquella posición de espíritu, á ninguna comparable entre sus contemporáneos, es también una confidencia harto elocuente acerca de la esterilidad de la revolución española, sobre la cual se encuentran y coinciden Balmes y Larra procediendo de tan diversos caminos.

Con modesta timidez ha insinuado esta coincidencia, apuntando la posibilidad de un paralelo, el escritor gerundense don Narciso Roure, en el substancioso y elegante libro que acaba de dar á luz bajo el título de La vida y las obras de Balmes. Este volumen, digno de que lo lean todas las personas de buen gusto y en el cual campean hábilmente fundidas la depuración y la amenidad, está destinado á ser el más completo y asequible estudio biográfico y de critica que, para el público en general, produzca el centenario del filósofo vicense. Lo que allí indica de pasada y con suma cautela el señor Roure merece ser recogido y ampliado á lá luz de alguna nueva consideración El publicista ortodoxo y el satírico incrédulo tenían de común, aparte del talento claro y perspicaz, cierta nota de independencia constante respecto de los partidos organizados. Eran hombres de convicciones, de tendencias, de escuela filosófica, cada cual á su modo; pero no lo eran de bandería, de comité, de oposición ó ministerialismo cerrado. Escribían para el círculo vasto y libre de la opinión; y la opinión les sostuvo como á nadie más ha sostenido en España, ni antes de ellos ni después.

Les sostuvo en una forma inequívoca, inusitada entre nosotros: pagándolos con esplendidez. Todavía ahora nos parece inverosímil la tirada de los folletos de El pobrecito hablador, cada uno de los cuales producía un buen puñado de onzas á su autor imberbe. Suenan á cosa de fábula para ofrecidos en 1835, inmediatamente después de Calomarde y el terrible decenio, aquellos contratos de treinta y seis mil ó cuarenta mil reales anuales por un artículo á la semana, que Larra pudo obtener disputado por empresas y editores. No fue menor el buen éxito económico de Balmes. Desde Vich acude á Barcelona en 1840, con el borrador de sus Consideraciones políticas sobre la situación de España. Era un joven sacerdote rural, apenas conocido por su trabajo anterior sobre los bienes del clero, y su nombre no había sonado más allá de los nativos campos ausetanos ó de las aulas de Cervera.

Con todo, el editor Tauló, enamoróse del opúsculo primerizo y pagó por él ochenta pesos fuertes. La nombradía de Balmes se extendió rápidamente, como la de Fígaro, y su vida pública duró casi lo mismo: seis ó siete años. Balines enriqueció en poco tiempo. Se sucedían y agotaban las ediciones de sus obras grandes y obtenía no menor retribución su trabajo periodístico. Una simple revista semanal, como El Pensamiento de la Nación, le dejaba más de tres mil duros anuales según testimonio de sus biógrafos y según oí referir á Quadrado muchas veces. En fin: pasado apenas un lustro desde su aparición en el mundo intelectual, pudo contestar á las demandas de quien deseaba adquirir para lo sucesivo la propiedad de las obras publicadas, hablando de treinta mil duros como de cosa muy razonable y corriente á pesar de lo que habían ya producido.

Se dirá, acaso, que este signo del lucro editorial resulta contradictorio, incoherente y en ocasiones voluble ó inmerecido. Puede objetarse también que, en el caso de Larra, entraba por mucho el deleite literario, el mero estímulo de la amenidad cáustica y donairosa. Mas todo ello redundaría en abono de Balmes, que trataba materias arduas y profundas desprovisto de aquellas artes de seducción propias de un gran satírico ó un gran estilista. Balmes no fue un escritor, en el riguroso sentido de la palabra: careció de fantasía, de jugosidad y, en cierto modo, de genio artístico. En su prosa aforítica y sentenciosa no pudo emular aquella elegancia solemne y desnuda que caracteriza á muchos pensadores imbuidos en el gran ejemplo de Pascal. Alcanzaba casi siempre la eficacia y los efectos de la elocuen- cia; pero tal elocuencia era distinta de la literaria. Nacía de su inagotable abundancia de recursos dialécticos é históricos, de su plenitud de convicción,de su lucidez continua. A esta lucidez del pensamiento no acompañaba siempre una idéntica lucidez de palabra. Era más claro que preciso, aunque ello pueda estimarse paradógico. En no pocos momentos el concepto resulta más firme que el lenguaje y se adivina en sus párrafos cierta vacilación gramatical, como si la palabra escogida nos hiciera presentir otra todavia más propia y concluyente, que le era contigua, que estaba inmediatamente á su lado, á la derecha ó a la Izquierda, y que quedó silenciosa como una tecla pasada por alto en el ardor de la ejecución.

Fuese esto debido á falta de compenetración con el idioma adoptado ó á carencia de aptitudes literarias propiamente dichas; procediese de su temperamento de catalán ó de sus condiciones individuales en absoluto, el hecho no es menos cierto. Yo creo que contribuían al mismo las dos influencias. La diferencia del medio lingüístico en que vivió de continuo hasta los treinta años, poníale en estado de inferioridad respecto del castellano, con todo y no distinguirse aquella época por el esmero de la prosa, si se exceptúa uno que otro escritor de costumbres. Su educación filosófica, en cambio; sus abstracciones, sus puntos de vista universales, su manera de llamar á lo general en ayuda de lo concreto y de presentar lo transitorio á la luz de lo inmutable, escribiendo sub specie ceternitatis, le colocaban por encima del mismo castellano y de toda lengua nacional y pronunciadamente castiza. Hubiera escrito el italiano, el francés, el inglés, de haber nacido en esos países, con arreglo á la misma pauta, es decir, adoptando aquel vocabulario ideológico y sin sabor local que constituye un fondo común á todas las lenguas cuitas.

Porque ningún español durante el pasado siglo, ni antes de Balmes ni después de él, adquirió tan rápidamente el pleno aire europeo. Desde el primer día subió á las alturas del pensamiento universal, se hombreó con las grandes inteligencias, trató los grandes problemas transpirenaicos, mereció la amistad de los grandes hombres de todas las tendencias y respiró el aura de las cumbres, saludando ó siendo saludado desde ellas, viendo ó siendo visto. De Guizot á Chateaubriand, de Rossi á Monseñor Pecci, de Vissemann á Martínez de la Rosa y al gallardo aventurero don José Joaquín de Mora —que heredó su sillón de la Academia— estuvo en ideal correspondencia con los espíritus más elevados de su tiempo. Sus obras fueron inmediatamente vertidas á todos los idiomas europeos y se reimprimen todavía. Por el valor propio y por la estima ajena, por el mérito intrínseco y por el testimonio objetivo de la celebridad, se ha incorporado al patrimonio de la cultura humana y el mundo le ha reconocido por suyo.

¿Verdad que hay algo de ironía en este destino, en esta reputación? Hemos escuchado, en los últimos tiempos, exhortaciones fervorosas y ciertamente más precipitadas que reflexivas en sentido de la inmediata «universalización» de Cataluña y contra su espíritu local, contra su arte ruralista y de pesebre, contra el vigatanismo, encarnación y resumen de cuanto pueda imaginarse de más regresivo y antieuropeo.... Pues de Vich salió Balmes y desde Vich saltó en plena Europa civilizada y fue el español más universal del siglo XIX, tanto por su vasta capacidad como por su extensa nombradía. De Vich salió también Verdaguer y es el catalán que hasta ahora haya llevado más lejos, á la otra parte de la frontera, el nombre literario de su patria. Ante esos ejemplos, es cosa de vacilar un poco respecto de si es preferible tener vigatans conocidos en todo el planeta ó europeizantes conocidos tan solo en Vich.

MIGUEL S. OLIVER





LA VANGUARDIA, 18 de junio de 1910, pág 6

"Recordando a Balmes" - II - LA VANGUARDIA - 04-06-1910

LA VANGUARDIA

DIVAGACIONES

RECORDANDO Á BALMES

II

El publicista de Vich se lanza á la palestra en un momento solemne. Ha acabado la guerra civil, con el convenio de Vergara. El viaje de las reinas ha motivado los sucesos de Barcelona, la expatriación de María Cristina, la regencia de Espartero. Estamos en agosto de 1840. Entonces publica Balmes su opúsculo titulado Consideraciones políticas sobre la situación de España que produce, como ahora diríamos, una formidable sensación. En 1839 había dado á luz un estudio sobre el celibato eclesiástico, que obtuvo el premio ofrecido por un periódico de Madrid, y casi inmediatamente las Observaciones sobre los bienes del clero, que por la novedad de los puntos de vista allí tratados habíamerecido el elogio ó el respeto de la prensa de todos los matices. Ello no obstante, puede decirse que la vida pública de Balmes se inaugura coa las Consideraciones políticas y que este folleto trae en germen toda su labor futura, así en cuanto al pensamiento matriz, como á sus derivaciones concretas, como al tono general de elevación, en la forma y en los conceptos, que fue su constante distintivo.

 Dueño de sí, seguro de sus cualidades, pudo escribir en el frontispicio de su primera producción y al dar el primer paso de su carrera, estas palabras memorables: Quien se complazca en denuestos contra las personas y en calificaciones odiosas de las opiniones, no lo busque aquí: yo respeto demasiado á los hombres para que me atreva á insultarlos, y sé contemplar con serena calma el vasto círculo en que giran las opiniones, porque no tengo la necia presunción de que puedan ser verdaderas solamente las mías... Extraño á todos los partidos y exento de odios y rencores, no pronunciaré una sola palabra que pueda excitar la discordia ni provocar la venganza; y sea cual fuere el resultado de tantos vaivenes como agitan á esta nación desventurada, siempre podré decir con la satisfacción de una conciencia tranquila: «no has pisado el linde prescrito por la ley, no has exasperado los ánimos, no has atizado el incendio, no has contribuido á que se vertiera una gota de sangre ni á que se derramara una sola lágrima.» No es difícil escribir estas palabras. Lo difícil es sostenerlas durante el período más sangriento de nuestra historia contemporánea; lo inaudito es no quebrantarlas y lo increíble és poder reproducirlas en la colección completa de los escritos políticos del autor y que la posteridad las exhume sesenta años después sin que se vuelvan en oprobio de quien las dictara.

«No has exasperado los ánimos, no has atizado el incendio, no has contribuído á que se vertiera una gota de sangre ni á que se derramara una sola lágrima»... He aquí el mejor epitafio para la tumba de Balmes, su gloria inmarcesible, su corona cívica. A poquísimos mortales fue dado exhibir estas palabras de oro, antes como programa y después como balance y finiquito de toda una existencia consagrada á influir en la opinión. Por reacción contra el principio de herencia ó de casta en que habían llegado á petrificarse las sociedades del antiguo régimen, entronizó el siglo pasado la idolatría de la inteligencia. La santidad, el valor, la energía y demás atributos de la vida noble y elevada de nuestra especie, pasaron á segundo término, ante esa fascinación ejercida por el talento puro. Pero el talento en sí mismo y divorciado de las demás potencias y resortes del alma, rompiendo la armonía de la vida, considerándose unas veces substraído a ella y otras por encima de ella, vino á parar en «intelectualismo», esto es, en concupiscencia ó gula de la mente, en estéril voluptuosidad del cerebro, nutriéndose, como un pólipo, á costa de las restantes facultades y determinando la parálisis de la voluntad. De aquí una nueva reacción contra esa parálisis ó abulia y una nueva idolatría de la voluntad por la voluntad y como fuerza independiente. De aqui la apología del luchador, del hombre fuerte, del super-hombre, como valores absolutos y hecha abstracción de toda finalidad y enlace con el orden general de la existencia, que informa una gran parte de las modernas doctrinas.

El flujo y reflujo del pensamiento suele ofrecer estas oposiciones extremas y en ellos naufraga y desaparece momentáneamente el sentido humano de la vida, el sentido perenne y eterno de las cosas, que no hay que confundir con las transacciones artificiales y burdas del «justo medio». Así, la ciega adoración de la voluntad no es menos desatinada ni pernicio-sa á menudo que la ciega adoración del talento, por aquella sustituida. Restablezcamos, pues, ese sentido humano, ese sentido perenne, —que no es en definitiva más que el buen sentido, —proclamando que la admiración y la gratitud de los hombres se deben en primer término, no al talento ni á la voluntad en abstracto y como si fueran agentes de una naturaleza irresponsable y fatal, sino al talento generoso y á la buena voluntad, de donde quiera que salgan y donde quiera que aparezcan. Sí; hay algo en la formación de los grandes hombres, superior al espectáculo de una voluntad indomable y sin intermitencias superior á la pompa del talento y á la gracia y lucidez del discurso, chispeando por todas sus facetas diamantinas. Existe un factor de índole más elevada y excelsa que la inteligencia pura y la voluntad pura y el arte deslumbrador y la sabiduría prodigiosa; algo que procede del centro del alma en su esencia, de alli donde se confunden y templan y unifican las potencias todas del espíritu para producir el fenómeno, irreductible y jamás idéntico á otro alguno, de la individuación, de la propia personalidad. Este algo es la nobleza ó elevación de carácter.

Túvola Balmes en grado eminente y superior á su misma firmeza, á su capacidad vastísima, —vastísima al propio tiempo como fábrica y como almacén, —para seguir una ingeniosa distinción suya. Esa elevación de alma es el secreto hechizo de su figura y la secreta explicación de su ascendiente sobre todo linaje de espíritus. Ella irradia y actúa á través de sus ideas y razonamientos, como un fluido imponderable á través de un hilo conductor. Ella es superior á sus mismas concepciones; y entiéndase que me refiero á su intervención de publicista en la gran contienda española, antes que á su personalidad de filósofo puro. Ella acaba por apoderarse de nuestra atención y por interesarnos di- rectamente y en sí misma más aun que por operación intelectual é indirecta. Ella se impone con una superioridad que no nace exclusivamente del vigor mental ni de la abundancia de recursos dialécticos ni de la lucidez continua, sino que parece regirlos y coordinarlos en una especie de triunfo de lo pragmático sobre lo puramente ideológico, como ahora se diría.Ella hace, en fin, que espíritus en apariencia muy distantes según el cuadro vulgar de las opiniones, puedan saludarse y verse realmente muy próximos según la pauta más compleja é inmaterial de las «afinidades electivas.»

 Elevación, generosidad, nobleza de espíritu, puntos de vista desinteresados y grandes, subordinación de todos nuestros actos é ideas á un objetivo digno de este nombre, esto es lo qué da valor á una existencia, á una pluma, a un publicista. En tal sentido ninguno merece la consideración que Balmes, juzgúesele desde el partido ó posición filosófica que se quiera. Ese es el timbre de oro, que distingue á la pureza de la bastardía y de la escoria. Hay genios, verdaderos genios por su potencia mental, que son hondamente repulsivos y aun ordinarios y rastreros por la baja ley de su carácter, por la falta de calor humano que en ellos advertimos y que produce una sensación análoga al contacto de un hemacrima ó bicho de sangre fría. Hay medianías intelectuales á quienes la elevación de espíritu redime de su mediocridad y, por la delicadeza de los afectos y la rectitud de las intenciones, ascienden á la región de lo superior y selecto. Así hubiera pasado con Balmes si su inteligencia no hubiese sido de primer orden y así se duplica su eficacia por medio de la conjunción insólita de un gran corazón y un preclaro entendimiento.

¡Un gran corazón! Es posible que sea esta la peor antigualla que muchos encuentren en el fondo del pensador de Vich. Acudió á la lucha por un impulso del corazón y, ¿quién los escucha hoy día? Había acabado la guerra carlista con el abrazo de Espartero y Maroto; se habían depuesto las armas; después de siete años empezaba á renacer la paz en las ciudades y en los campos, aunque no en los espíritus. Y Balmes deseaba la paz en los espíritus: una paz real y efectiva, no simplemente material y de apariencia. Amaba el orden, pero no un falso orden opuesto á la falsa libertad. Amaba la civilización, pero la substancia de la civilización y no el barullo ni la garrulería. Sentía repugnancia por toda violencia y crueldad; y para evitarla, desde la derecha con una nueva guerra civil y desde la extrema izquierda con las convulsiones de la anarquía ó de una revolución eternamente infecunda y estéril, se interpuso entre ios dos bandos para traerlos á términos de conciliación, dispuesto á recibir las balas perdidas ó desleales de los dos fanatismos y los dos campamentos.Quería, en suma, el progreso, un progreso de contenido y no de palabra, que consistiera en «la mayor inteligencia, la mayor moralidad y el mayor bienestar posible para el mayor número posible». Ex abundantia cordis os loquitur. Por esto y para esto escribió Balmes y esta plenitud del ánimo determinó la vocación del publicista y ia ejemplaridad de su sacrificio. Si ahora volvemos la vista enrededor y nos preguntamos y preguntamos á los demás: ¿por qué escribís? ¿por qué escribimos?, la contestación no podrá ser franca ni categórica las más de las veces, aun concediendo á la «profesión» actual la amplitud de móviles de que carecía la«vocación» antigua. Si toda una generación de escritores y publicistas fuesen citados ahora á juicio de residencia é interrogados al tenor de las palabras de Balmes; si se les dijera: ¿estáis seguros de no haber exasperado los ánimos, de no haber atizado el incendio, de no haber contribuido á que se derramara una lágrima ni una gota de sangre?, la vacilación, cuando menos, había de turbarles á todos.

No ya el impulsivo y el inconsciente, no ya el hidrófobo y el terrorista intelectual —atacados de esta ferocidad que toman algunos como distintivo de fortaleza de ingenio—serían incapaces de dar una explicación completamente reflexiva de su obra. Estos últimos escriben, al fin y cabo, con la misma inconsciencia fisiológica con que el perro rabioso entiende aliviar el prurito de sus encías clavando los dientes en el primer cuerpo duro ó blando que se le pone por delante, con la misma inconsciencia fisiológica que excita en el alacrán la secreción de su veneno. Pero los otros, los normales, podríamos decir, no están menos expuestos á la desorientación ni menos tocados de ella, porque por regla general es la rutina y no el ideal, es la parcialidad y no la elevación de miras, es la ambición ó la vanidad y no la fiebre de un alto pensamiento, lo que actualmente recluta y conduce el ejército de la pluma. En una palabra, porque no adoptamos un punto de vista elevado y constante y porque prescindimos del sentimiento de la responsabilidad, que es la contrición anticipada por nuestros yerros futuros.

MIGUEL S. OLIVER

LA VANGUARDIA, 4 de junio de 1910, pág. 6

"Recordando a Balmes" - I - LA VANGUARDIA - 28-05-1910

LA VANGUARDIA

DIVAGACIONES

RECORDANDO Á BALMES

I

¿Hasta qué punto interesa este recuerdo á la actual generación? ¿Podrá cautivar, ó cuando menos entretener, á un público tan heterogéneo como el que forman los lectores de este diario y de todos los diarios de su misma índole? No sé... Balmes nació en 1810 y falleció en 1848. Su vida pública fue breve; no duró más allá de treinta y siete años. Entre su labor de publicista y nuestro tiempo, median ya cosa de sesenta y cinco años. El mapa espiritual de España ha sufrido desde entonces una modificación importantísima, que fuera insensato desconocer ó negar. El estado de hecho en que Balmes conoció á la sociedad española y que le sirvió de punto de partida, se ha alterado profundamente desde entonces. Algunos de los principios de su constitución interna, que él encontraba vivos y apenas arañados en la superficie, como el de la unidad religiosa, han sufrido después rudos ataques y el menoscabo consiguiente en los grandes centros de población, donde ya se hallaba planteada la lucha. Ésta lucha, en fin, ha empezado á invadir las ciudades secundarias y los campos.

Cierto que el combate continúa á estas horas y que nos encontramos en uno de sus momentos culminantes. Pero esto mismo, que presta actualidad al recuerdo del ilustre pensador, no permite acaso que se pueda dar al reconocimiento de sus altos méritos, á la comprensión de su vida y de su obra, aquella amplitud y unanimidad de pareceres á que tienen derecho indiscutible. Vivimos en un momento de pasión política, de encono doctrinal muy agudo. Los combatientes de uno y otro lado, por natural inclinación del instinto, juzgarán á Balmes desde su política y su escuela respectivas, como enemigo ó como aliado, afectando no reconocer las demás excelencias en que se funda su titulo á la gratitud de los españoles, como tales españoles y por encima de todo partido, de toda tendencia filosófica y aun estoy por decir que de toda filiación religiosa ó confesional. Porque el rasgo supremo de su intervención fue el punto de vista constantemente nacional, esencialmente patriótico que adoptó y mantuvo, con heroica persistencia, desde el principio al fin de su campaña y de sus días.

 Sobre este aspecto versan, principalmente, mis consideraciones de hoy y de los dos ó tres artículos que seguirán. Y no porque pretenda desfigurar su carácter ni presentar á Balmes como un publicista laico, que escribiera vuelto de espaldas á su ministerio y de cara á la popularidad ó al viento de la secularización. Nada de esto. Balmes fue un doctor de la Iglesia católica y escribió constantemente dentro de ella, aunque no limitándose á ella. Hablaba desde el templo, pero su voz alcanzaba hasta más allá del templo. Puso singular empeño en que no quedase ahogada y como muerta dentro de la comunión de los fieles, por extensa y general que se presentara entonces. Comprendió la gravedad del conflicto que se abría para el principio cristiano; y vio que no fuera más que mantenerse pasivamente á la defensiva el limitar su acción al círculo de la creencia sin intentar una generosa incursión en el campo de la incredulidad y del escepticismo. No se encerró, en suma, ni en el claustro, ni en la sacristía, ni en la congregación devota, sino que levantó su voz por encima de ellas y para que resonara mucho más lejos: en toda la nación, en la sociedad, en el mundo civilizado.

 Las dimensiones y el carácter de una crónica de diario no permiten, por desgracia, entrar en los pormenores indispensables para reconstituir el momento social y político de la aparición de Balmes. Aun así, la reincidencia en los doctrinarismos inflexibles y pétreos de la anterior centuria, que caracteriza el instante de ahora, haría bastante difícil esa apreciación y sincera estima que debe merecernos la memoria del insigne vicense. El jacobinismo mental, en su doble aspecto revolucionario y reaccionario, ha dado al traste, temporalmente, con una de las conquistas más legítimas y puras del espíritu contemporáneo. La estética, la historia, la crítica modernas se habían enriquecido, de una manera definitiva al parecer, con el principio fecundo de la nacionalidad y de la época, del elemento territorial y del elemento isócrono aplicados á la comprensión de los hechos, las manifestaciones artísticas y la vida de los grandes hombres. Hombres, ideas y hechos eran y deben ser juzgados y entendidos, no á la luz de nuestras modas, de nuestros caprichos, de nuestras actuales preferencias; no aislándoles violentamente de su tiempo, de su patria y del estado mental ó anímico que encontraron al nacer, sino relacionándolos con ellos, cotejándolos con ellos y determinando, en suma, por comparación y aprecio de todos los obstáculos y posibilidades, de todas las fuerzas y resistencias, el peso real de la personalidad y la obra.

Repasando, hace tiempo, la colección de un viejo periódico doceañista —y he citado ya este caso en otra ocasión —encontró una página de maravilloso candor literario. Era un examen del Sancho Ortiz de las Roelas, representado en el teatro con motivo de no se qué solemnidad patriótica; y aquel anónimo Lessing de provincia se encaraba con Lope y le dirigía durísimos Cargos por haber dado de la obediencia de los subditos y del poder de los reyes una idea tan contraria «á los sabios principios de la inmortal Constitución que acababan de votar las Cortes de Cádiz». Pues esto, que nos hacia reír hace diez años y que saludábamos todos como una nota regocijada y pintoresca de la candidez intelectual de nuestros abuelos y como una franquicia de nuestro espíritu respecto del suyo, se reproduce ahora con caracteres menos regocijados y más alarmantes. He visto, no há mucho, á enten- dimientos en extremo cultivados y poderosos desarrollar análogas consideraciones acerca de personajes tales como Jaime I el Conquistador, discurriendo acerca de su existencia y sus hazañas, no con arreglo al estado de hecho y á la mentalidad qué dominaban en Cataluña y en todo el mundo durante el siglo XIII, sino con arreglo al estado de hecho y la mentalidad que dominan ahora en París y que reflejan diariamente las páginas de L'Humanité. Dentro de esta atmósfera, ¿será posible comprender á Balmes, sin que muchos insinúen un rutinario gesto de desdén, exclamando: «bah! un escritor neo»; sin que otros no vean más que un «campeón de la buena causa» en sentido no menos rutinario que el anterior, y sin que un tercer grupo de gentes desconfiadas no se lo represente como á un suspecto precursor del «modernismo» eclesiástico, que anduvo bordeando los linderos de la apostasía?

Balmes fue un apologista de la religión y un defensor del principio monárquico; lo fue constantemente, sinceramente. Pero lo fue en una forma y con una amplitud desconocidas antes en España y casi me atrevo á decir que después. Antes de Balmes, la revolución había suscitado ya en la península una multitud de defensores de las creencias é instituciones tradicionales. Cuando, á los dos años del alzamiento de 1808, la libertad de imprenta, admitida de hecho, y la convocatoria de Cortes, desataron la primera polémica, aparecen montones de folletos y libros, surgen vindicaciones y alegatos, salen á la palestra campeones tales como el P. Alvarado, el P. Vélez, el P. Strauch. Mas estos defensores de lo antiguo se mantenían en los límites de la defensa de un estado posesorio y de una disputa con la Enciclopedia, que acababa de hacer franca irrupción en nuestro país. Vivían ya dentro del siglo XIX, pero hablaban todavía el lenguaje del régimen antiguo. En algunos momentos y á juzgar por no pocas manifestaciones de esta apologética, se diría que no habían pasado por el horizonte español Isla ni Feijóo. La argumentación, el estilo, el desarrollo son silogísticos, cuando no ergóticos y gerundianos. Es la escolástica que discute todavía con el filosofismo francés, el siglo XVIII dialogando con el siglo XVIII.

Pero mientras en España el espíritu religioso sufre el primer ataque formal, Europa está de vuelta. Mientras aquí ensayamos la revolución, el mundo entero siente el hastío de la revolución y hasta una especie de repugnancia física por sus últimos horrores y por el encharcamiento de sangre de que quedan húmedas las ciudades y los campos de batalla. Mientras aquí se intenta el primer asalto contra la Iglesia, Napoleón se consagra aparatosamente como Carlomagno, restablece el culto en Nuestra Señora de París, arregla el concordato con Roma. Mientras aquí se escriben y se leen las Cartas del filósofo rancio, la Apología del Altar y el Trono, la traducción de las Memorias del abate Barruel, producto de una táctica defensiva y de un sistema de ideas que se ve cercado por todas partes, hace ya muchos años que corre por el mundo el Genio del Cristianismo, producto de una táctica nueva y de un impulso agresivo ó de reconquista. Hace tiempo que Europa experimenta un temblor desconocido, una corriente sentimental de intensidad nunca de antes experimentada en la historia de los pueblos modernos: el romanticismo.

No; la restauración religiosa y espiritualista, que constituye una de las principales fases del romanticismo y que se caracteriza en Alemania por una especial acentuación católica, aún en los escritores que no desertaron prácticamente del protestantismo, y en Francia por la aparición de grandes apologistas seglares; esa restauración no fue un movimiento simplemente defensivo, organizado tan sólo por un poder ó por una jerarquía teocrática. Fue también, por manera muy clara y perceptible, un movimiento hondamente popular, espontáneo, de abajo arriba. No consistió tanto en el esfuerzo de la Iglesia para conservar y recobrar el dominio de las conciencias y de las sociedades, como en un retorno de las sociedades y de las conciencias, extraviadas y espantadas, en busca de la Iglesia. La so- ciedad misma dio alientos á Chateanbriand, á De Maistre, á Bonald. De las entrañas de la sociedad laica surgieron los acentos de querub y el arpa angélica de Lamartine, en la cual se presentaron ornadas de virginal juventud la poesía cristiana y las más puras elevaciones del neo-platonismo. En esa corriente se alimentó la primera musa de Víctor Hugo; y hasta cuando suscitaba un incrédulo incurable, un pobre «hijo del siglo», como Musset, hacíalo en forma que el espectáculo de su propia desolación fuese acaso tan ejemplar y persuasivo como el de la piedad más profunda. Era el pelícano de las leyendas zoológicas, abriéndose el pecho, mostrando sus entrañas dilaceradas y sangrientas, la total ruina psicológica de Rolla, el libro maligno, el corrosivo volteriano, y el suicidio individual ó el ansia de destrucción de la especie como última fase del proceso. En esa escuela y en ese ambiente se forjaron las figuras culminantes del futuro sacerdocio. Así surgieron, antes Lamennais y, poco después, el espíritu balsámico y la palabra de fuego de Lacordaire. Y unos y otros explican y preparan también, en España, la aparición de Jaime Balmes.

MIGUEL S. OLIVES LA VANGUARDIA,

28 de mayo de 1910, pág. 6

Article escrit per mi i publicat a El 9 Nou referent als inicis de La Caixa a Vic

És molt interessant l’exposició que hi actualment a La Caixa sobre els 100 anys de l’obertura de la primera oficina a Vic; però trobo a faltar més dades que aclareixin els passos previs que ens informin del com i qui va tenir la iniciativa per a que s’obrís la Caixa de Pensions per a la Vellesa i d’Estalvis.

 Casualment jo, que no sóc historiador, ni investigador professional, en les meves recerques en diaris antics que faig habitualment a l’Arxiu Episcopal de Vic, vaig trobar les següents referències del diari La Gazeta Montanyesa, que ens aclareixen una mica aquestes qüestions:

“Sessió d’Ajuntament: En la sessió del dimecres se feu... acceptantse una proposició suscrita pel Sr. Terricabras y altres demanant al Ajuntament interposi el seu concurs per lograr l’establiment d’un sucursal de la Caixa de Pensions per la Vellesa, de Barcelona”. (Dissabte 12 de març de 1910)

“El Consell directiu de la Caixa de Pensions per la Vellesa y d’Estalvis, que’s reuní divendres a Barcelona baix la presidencia y ab assistencia de distingides personalitats, secundant l’iniciativa de nostre Ajuntament, acordá la creació d’una sucursal en aquesta ciutat (Vic)”. (Dimecres 13 d’abril de 1910)

“La Junta del Patronat de la Sucursal que la Caixa de pensions pera la Vellesa y d’Estalvis que s’estableix en aquesta ciutat ha quedat constituida en la següent forma: President, l’Alcalde d’aquesta població (D. Josep Font i Manxarell), i 15 vocals entre els quals puc citar a D. Antoni Arumí i Blancafort, D. Josep Comella i Colom, D. Josep Fatjó i Vilas, i D. Joaquim de Rocafiguera, entre d’altres. “Han comensat ja’ls trevalls pera establir dita sucursal en un lloch molt centrich d’aquesta ciutat.” (Dissabte 23 de juliol de 1910)

O sigui, la proposta d’establir La Caixa a Vic va ser del “Sr. Terricabras y altres” i es va fer efectiva a través de la iniciativa de l’Ajuntament encapçalat per l’Alcalde, D. Josep Font i Manxarell.

lunes, 27 de junio de 2011

Bisbe de Vic- JOSEP TORRAS y BAGES – Discurso titulado "Nuestra Unidad y Nuestra Universalidad" - X

X

La coincidencia de las ideas de Balmes, que acabamos de extractar, con el contenido de la Encíclica de Nuestro Santísimo Padre Pío X, que antes hemos citado, y cuya enseñanza no es más que la perpetua enseñanza de la Iglesia católica, prueba la penetración y fidelidad de nuestro escritor en la interpretación del espíritu del Cristianismo, y demuestra la unidad y universalidad de la ley no escrita, de la ley evangélica, que permanece la misma y es aplicable á todas las situaciones que presenta el linaje humano en su desenvolvimiento temporal en este mundo. Porque nuestra Ley, la Ley de gracia, única en el mundo, es aquella Ley de los corazones por la cual tanto suspiraban los antiguos profetas (Jerem. XXXI, 33.) y con tanta elocuencia por el apóstol de las gentes predicada (Hebr. X, 16 et alibi.); no es sólo una regla del entendimiento, sino una ley de todo el hombre, que por esto Santo Tomás (1.ª 2.ae Q. CX, a. IV.) enseña, que la gracia radica no en las potencias sino en la esencia del alma, de modo que la misma fe que es una forma del entendimiento comprende igualmente la voluntad (2.ª 2.ae Q. IV. a. II.) é interesa el sentimiento.

En consonancia con estos principios acerca de la gracia y de la fe, es la conducta que la Iglesia viene observando en la propagación de la doctrina de salud eterna desde los tiempos apostólicos. Por esto escribe nuestro apologista que «la Iglesia no esparció sus doctrinas generales arrojándolas como al acaso... sino que las desenvolvió en todas sus relaciones, las aplicó á todos los objetos, procuró inculcarlas á las costumbres y á las leyes, y realizarlas en instituciones que sirviesen de silenciosa pero elocuente enseñanza á las generaciones venideras» (Protestantismo, t. I.). La contemplación de la vida de la Iglesia que Balmes con superior talento había hecho, y que tenía siempre en cuenta al lado de las doctrinas teológicas y canónicas, porque juntas, la doctrina y la práctica de la vida, proporcionan la visión de la verdad, le dio un profundo convencimiento del proceder de la Iglesia en todo el decurso de su historia. La Iglesia no es una escuela filosófica ó científica. Dentro de ella se crían lozanamente la filosofía y la ciencia y todas las artes y disciplinas de la civilización, porque su horizonte abarca la totalidad humana; pero ella en sí no es más que escuela de salvación eterna y precisamente porque es escuela de salvación eterna abarca la totalidad humana, pues siendo el hombre inteligente y libre, es claro que debe usar de sus facultades orientándolas hacia el fin de su propia existencia.

Pero como la Iglesia, por la luz divina de que goza, comprende perfectamente la naturaleza humana, en la diseminación de la doctrina que ha de informar la vida, procede según las exigencias de nuestra complexión. «...Por más poderosa que sea, dice Balmes, la fuerza de las ideas, tienen, sin embargo, una existencia precaria hasta que han llegado á realizarse, haciéndose sensibles, por decirlo así, en alguna institución, que, al paso que reciba de ellas la vida y la dirección de su movimiento, les sirva á su vez de resguardo contra los ataques de otras ideas ó intereses. El hombre está formado de cuerpo y alma, el mundo entero es un complexo de seres espirituales y corporales, un conjunto de relaciones físicas y morales; y así es que una idea, aun la más grande y elevada, si no tiene una expresión sensible, un órgano por donde pueda hacerse oír y respetar, comienza por ser olvidada, queda confundida y ahogada en medio del estrépito del mundo, y, al cabo, viene á desaparecer del todo. Por esta causa, toda idea que quiere obrar sobre la sociedad, que pretende asegurar un porvenir, tiende, por necesidad, á crear una institución que la represente, que sea su personificación; no se contenta con dirigirse á los entendimientos, descendiendo así al terreno de la práctica sólo por medios indirectos; sino que se empeña, además, en pedir á la materia sus formas, para estar de bulto á los ojos de la humanidad» (Protestantismo, t. II. c. XXX.).

Estas palabras de Balmes son como un preludio de las enseñanzas del actual maestro supremo de la Cristiandad, nuestro amadísimo Papa Pío X. Dios le ha puesto en la cátedra de San Pedro, y el espíritu práctico, positivo, como dicen ahora, del Pontífice se revela tanto en las Encíclicas más encumbradas que sobre la doctrina ha publicado, como en toda su gestión gubernativa, en todos, sus actos disciplinares. Encargado de sostener en nuestros agitados tiempos la doctrina de salvación, sigue el sistema tradicional de la Iglesia de que da testimonio nuestro apologista: «se empeña en pedir á la materia sus formas, para estar de bulto á los ojos de la humanidad.»

Jesucristo no quiso hacer una escuela, sino un mundo, y por consiguiente la apología del mundo cristiano no se ha de referir sólo al orden intelectual, sino á todos los órdenes de la vida. Por esto Balmes para defender á la Iglesia católica hizo la apología de la civilización procedente de la misma, pues que en la palabra civilización se comprende todo el conjunto de la vida social. Por esto Pío X exhorta á los fieles á la acción social católica, es decir, á la enseñanza, á la beneficencia, á la organización popular, á la justicia y equidad entre todos los elementos que integran la vida de nuestro linaje. Por esto la acción pastoral de Pío X se ha dirigido de un modo preferente á fomentar las fuentes sobrenaturales de la piedad, que ponen en comunicación los hombres con el Espíritu de vida; y Balmes el apologista filósofo, pero profundamente creyente, escribe las siguientes palabras, que nosotros, Señores, todos los que empleamos la vida en la dilatación y gloria del reino eterno debemos siempre tener muy presentes, y que no vacilamos en repetir segunda vez en este discurso: «para creer no basta haber estudiado la religión, sino que es necesaria la gracia del Espíritu Santo. Mucho fuera de desear que de esta verdad se convenciesen los que se imaginan que aquí no hay otra cosa que una mera cuestión de ciencia, y que para nada entran las bondades del Altísimo» (Carta VII á un escéptico.).

Son estas palabras una elocuente alusión á aquella Ley no escrita, como dice Santo Tomás, á la gracia del Espíritu, que es la que rige la sociedad cristiana, ó sea el cuerpo místico de nuestro Señor Jesucristo; y mezclando con la ciencia divina las opiniones humanas, tal vez con cierta exactitud podemos aquí aplicar aquella máxima de los positivistas cuando afirman ellos en mal sentido, que la necesidad crea el órgano. La abundancia y la fortaleza del espíritu sobrenatural que vivifica la sociedad cristiana ha de ser la garantía de su desarrollo y lozanía. La vida interior es la esencia de la vida cristiana, hoy por desgracia amortiguada por los esplendores ó seducciones de nuestra civilización espléndida pero materialista; por esto realzar la vida interior es la gran necesidad de nuestro siglo, y uno de los objetos á que con preferencia ha de dedicar sus esfuerzos la apologética contemporánea; sin la vida interior que es como el alma de la Iglesia, de la sociedad cristiana, la vida de ésta languidece. Al revés, su organismo se robustece, sus miembros se desarrollan y su acción es activa cuando las almas están más íntimamente unidas con el Espíritu Santo que todo lo vivifica. La necesidad crea el órgano. La gracia de la fe y de la caridad abundando en el interior se exterioriza con el desarrollo espontáneo de instituciones que propagan la vida sobrenatural en el linaje humano, socorriendo sus necesidades espirituales y corporales.

Este testimonio exterior y visible de la existencia de un elemento sobrenatural en el Cristianismo, de la existencia de una ley interna grabada en los corazones, la gracia del espíritu Santo, posee una gran fuerza de convicción para los espíritus escépticos que tanto abundan en los tiempos modernos. Los argumentos dialécticos é históricos es indudable que son un arma poderosísima de la apologética cristiana; pero la manifestación externa y por obras palpables de la existencia del espíritu sobrenatural en la Iglesia Católica, es de una evidente oportunidad en estos tiempos de libre examen. Los argumentos de razón se discuten, se contradicen, las alegaciones históricas se interpretan en distintas maneras; pero la manifestación de una plenitud de vida humana que no procede de un sistema filosófico, ni de un interés político, ni de un espíritu de clase, ni de circunstancias históricas, sino que se mantiene vivo en la sucesión de los tiempos, que indica un espíritu sobrehumano, que no procede ni de la sangre, ni de la carne, ni de voluntad de hombre, que el mundano siente, pero que no sabe de donde viene ni á donde va, se impone, y escapa á la impugnación porque es un hecho sensible, y en épocas de escepticismo es indudable que el método positivo tiene oportunidad para preparar los espíritus á recibir la verdad sobrenatural templando las excesivas excitaciones racionales, á veces demasiado presuntuosas; por lo cual el Cardenal González en su historia de la filosofía afirma que el positivismo que se lisonjea hoy de llevar de vencida a la metafísica, se verá precisado á cejar en su empeño, al menos en lo que tiene de absoluto y exclusivo, si bien es posible que comunique á la metafísica futura un sedimento experimental.

De otra parte la sentencia de nuestro Señor Jesucristo, si mihi non vultis credere operibus credite, parece una ratificación divina de este procedimiento apologético, y podemos, sin vacilación, asegurar que la multiplicación de los pueblos cristianos se ha obtenido y se obtiene por este camino: por la acción evangélica. Sin duda los que redactaron el Elenco de este Congreso movidos por un espontáneo instinto cristiano, pusieron como tema VI del mismo: «Apología del catolicismo por las obras sociales». Por esto también nuestro Santísimo Padre Pío X exhorta á sus fieles á trabajar, revestidos de un espíritu sobrenatural, en el alivio de las miserias corporales y espirituales de nuestro linaje. El Cristianismo, repetimos, no es una pura concepción intelectual, sino que es una vida. El hombre está compuesto de alma y cuerpo, y así la apología de nuestra religión divina ha de ser como ésta, un complejo en que entre todo, las virtudes y las ciencias, todos los pueblos y todas las edades, unificado todo por un mismo espíritu, un cosmos espiritual que por mil lenguas distintas cante la gloria de Dios y de su Cristo y de su reino en el mundo que es la Iglesia nuestra madre.

La unidad, la santidad y la universalidad son las características de la Iglesia católica, estas mismas notas han de distinguir á la apologética: la doctrina del angélico Maestro, síntesis gloriosa de la sabiduría divina y humana, ha de ser la escuela donde se formen los apologistas, introduciendo en ella el tesoro de los nuevos conocimientos que vayan apareciendo con el desarrollo de los tiempos: y Balmes puede dignamente ser el dechado del atleta de la fe en los tiempos modernos, del apologista, del luchador por las ideas y las costumbres cristianas, que ha de conocer la situación del enemigo, las armas de que dispone y la estrategia que usa, y provisto su arsenal de todos los medios ofensivos y defensivos propios de la milicia evangélica, confiando más en Dios que en sí mismo, cubierta su cabeza con el yelmo de la fe y embrazando el escudo de la equidad, ha de entrar en la batalla en unidad de espíritu y dirección con la Iglesia militante cuyo jefe visible es el Romano Pontífice, Vicario en la tierra del que en definitiva ha de prevalecer en la antigua lucha entre el bien y el mal que se agita en el mundo desde los principios de nuestro linaje, y que durará hasta que se acaben las humanas generaciones y se constituya el eterno reino de la Verdad.

FIN del discurso

miércoles, 15 de junio de 2011

Bisbe de Vic- JOSEP TORRAS y BAGES – Discurso titulado "Nuestra Unidad y Nuestra Universalidad" - IX

IX

Estos mismos contrastes y variedades que por fuerza resultan de la diversidad de épocas, de países, de costumbres, de clases, de sistemas científicos, políticos y sociales que van apareciendo en el mundo con el rodar de los siglos, dada la limitación de la inteligencia humana, ocasionan conflictos, antinomias aparentes, entre lo temporal y lo eterno, entre lo transitorio y lo permanente; y por razón de lo transitorio y variable, Dios ha establecido en la tierra su santa Iglesia, invariable y perpetua, siempre la misma; porque todo lo demás varía, y ella tiene la misión de guardar la unidad esencial de nuestro linaje entre lo pasado, presente y futuro, entre lo variable y lo invariable, entre lo temporal y lo eterno, entre Dios y el hombre; depura lo verdadero de lo falso, separa el oro de su escoria, y va enriqueciendo su tesoro con todo lo aprovechable que aparece en el decurso de los siglos y lo guarda para aplicar lo nuevo y lo viejo, según convenga, en bien del linaje humano, como aquel sabio padre de familias de que nos habla el Evangelio. (Math. XIII, 52.)

Todos los siglos, todas las razas, todos los pueblos han de contribuir á la gloria del reino eterno. Dios es el Señor de todos los siglos y de todos los pueblos, y hasta aquellos períodos de tiempo y aquellas razas de hombres, que á nuestra superficial mirada solo presentan deformidades y que en nuestra vanidad consideramos despreciables, presentarán en el día de la universal liquidación, riquísimas preciosidades que se produjeron ocultas entre la maleza, porque lo más precioso suele ser lo más oculto, y enseña San Agustín que el mal existe para colaborar á la producción del bien; y nos dice el Espíritu Santo que toda la hermosura de la hija del Rey, que simboliza la Santa Iglesia, está en lo interior. La monstruosidad y la perfección suelen convivir en el mundo, y a veces están la una cabe la otra, y la humanidad perfecta destinada á reinar para siempre en la gloria, será de procedencia de todos los siglos y de todos los pueblos, pues Santo Tomás (1ª. 2.ae Q. 106, a. I. ad tertium.) enseña, comentando el libro de la Sabiduría, que esta ley no escrita, el Espíritu Santo, ha ejercido su influencia de santificación en todas las generaciones, aunque siempre en virtud de la fe implícita en Cristo.

La mezcla del bien y del mal en el mundo, los contrastes y variedades que aún dentro del respectivo orden de cosas se manifiestan en el mismo, hacen necesaria la apologética, es decir una táctica, un arte para adquirir el predominio en las almas; y como la lucha es universal y complicadísima, y se extiende á todos los elementos humanos, cuya síntesis es la vida, los medios de sostenerla han de ser también variados aunque todos contenidos en la enseñanza sublime con que Jesús Señor nuestro encargó á sus discípulos la conquista espiritual del linaje humano hasta la consumación de los siglos. Y como con la sucesión de los siglos cambian las costumbres, las aficiones y las ideas de nuestro linaje, y con ellas varían también las instituciones sociales, el oficio del apologista no consiste en derribarlas, sino en trabajar para que sean honestas y equitativas, á fin de que sean animadas por aquel Espíritu omnipotente por cuyo soplo fue criado el mundo, magnificadas todas las criaturas y el hombre es conducido á su perfección.

Por esto la apología de la Ley de gracia no resulta tanto de la elocuencia de la palabra y de la sabiduría de los escritos, como de la excelencia de las obras por ella producidas. El Espíritu Santo que vivifica á la Iglesia se manifiesta más por la santidad y la virtud, que por hermosas palabras y sabias teorías; por esto San Pablo decía que en su predicación no se valía de las palabras persuasivas del humano saber, sino de los efectos sensibles del espíritu y de la virtud de Dios, para que la fe del pueblo no estribase en saber de hombres, sino en el poder de Dios, pues que las cosas que son de Dios, dice maravillosamente el grande apóstol, nadie las ha conocido, sino el Espíritu de Dios, que por esto las tratamos no con palabras estudiadas de humana ciencia, sino conforme nos enseña el Espíritu Santo, acomodándolas ó adaptándolas á palabras espirituales. Porque el hombre animal no puede hacerse capaz de las cosas que son del Espíritu de Dios : pues para él todas son una necedad y no puede entenderlas : puesto que se han de discernir con una luz espiritual, (1.ª ad Cor. cap. II.) que no tiene. Así hablaba el apóstol de los gentiles á aquellos griegos de espíritu refinado, dados totalmente al deleite literario y á la especulación intelectual; á unos hombres ávidos de novedades y que se pasaban la vida buscando cada día una nueva emoción con doctrinas peregrinas que se iban publicando. Hombres muy parecidos á nuestros intelectuales, y á aquellos académicos, de que habla San Agustín, contemporáneos suyos, que no quieren fundar su vida en la roca granítica de la verdad sólida, sino que no quieren fundarse en nada, no creen en la verdad, y van vagueando por las formas movibles, que aparecen y desaparecen : todo es relativo, dicen, y prefieren pasar la vida como si esta fuera solo una larga y variada sesión de cinematógrafo.

Es claro que también San Pablo recomienda á su discípulo Timoteo, encargado de evangelizar á unas gentes de igual ligereza de espíritu, que no ceje en su predicación, que hable de Dios, con fuerza y valentía, con ocasión ó sin ella, que reprenda, ruegue y exhorte con paciencia y sabiduría (1.ª Tim. cap. IV.).

Porque siendo la palabra el medio de comunicación de unos hombres con otros, el cultivo de la palabra, oral ó escrita, es una necesidad de la apologética, y el estudio de las ciencias un auxiliar poderoso para la propagación de la Verdad evangélica; pues la verdad natural es como un preámbulo de la sobrenatural, como la tierra es un vestíbulo ó atrio del Cielo, como el tiempo es un preliminar de la eternidad. Pero la adaptación de nuestra palabra á las cosas de Dios, que San Pablo nos predica, exige que nuestra palabra evangelizados sea un eco de la palabra, del Verbo de Dios, que por esto Él la habló al mundo, y que aun cuando cultivemos las ciencias profanas con libertad, cuidando de no entrar en los dominios de la fe que están fuera de su jurisdicción, no obstante nunca podemos perder de vista á Dios, porque, como dice San Pablo, ya durmamos, ya vigilemos, del Señor somos.

Pero el abuso de la palabra es en detrimento de la idea, y un peligro en situaciones de refinamiento social. Nuestro Santísimo Padre Pío X, en su Encíclica de 26 de Mayo último, pone en contraste á los que con estrépito de palabras y queriéndose hacer un nombre pretenden reformar la sociedad cristiana, y los reformadores sinceros que comienzan por reformarse á sí mismos, dando santos ejemplos, y fían más de la gracia divina y del ejercicio de la caridad hacia el prójimo que de la elocuencia de la palabra. Hasta entre los gentiles encontramos la reprobación de los excesos literarios. El austero Juvenal quería emigrar de Roma para escapar de los poetas que pululaban por todas partes y le acosaban en aquella inmensa y cultísima urbe. En los tiempos cristianos el acre genio del sublime poeta florentino se exacerbaba contra los literatos discípulos del gran patriarca de nuestra civilización occidental, porque con el cultivo de las letras se les había enfriado el primitivo fervor contemplativo, y ponía en boca del glorioso San Benito aquellas palabras :
...e la regola mia
Rimassa é giú per danno delle carte
(Paradiso, C. 22.).
Nuestro Balmes pone en evidencia el lado flaco, el peligro de esta especie de flujo que padece la actual civilización con el exceso de producción literaria, naturalmente estimulada por las enormes facilidades que proporciona la imprenta y nuestro complicado sistema de vida civil y político. Conviene, Señores, que oigamos la palabra textual de nuestro insigne escritor:

«...prevengo la objeción que se me podría hacer, fundándose en la mucha fuerza adquirida por las ideas por medio de la prensa. Esta propaga, y por lo mismo multiplica extraordinariamente, la fuerza de las ideas; pero tan lejos está de conservar, que antes bien es el mejor disolvente de todas las opiniones... Desde la época de este importante descubrimiento se echará de ver que el consumo de las opiniones ha crecido en una proporción asombrosa... Esta rápida sucesión de ideas, lejos de contribuir al aumento de la fuerza de las mismas, acarrea necesariamente su flaqueza y esterilidad... Nunca como ahora ha sido más legítima una profunda desconfianza en la fuerza de las ideas, ó sea en la filosofía, para producir nada de consistente en el orden moral;... se concibe más pero se madura menos... la brillantez teórica contrasta lastimosamente con la impotencia práctica. ¿Qué importa que nuestros antecesores no fuesen tan diestros como nosotros para improvisar una discusión sobre las más altas cuestiones sociales y políticas, si alcanzaron á fundar y organizar instituciones admirables? » (Protestantismo, t. II, c. XXX.).

lunes, 6 de junio de 2011

Bisbe de Vic- JOSEP TORRAS y BAGES – Discurso titulado "Nuestra Unidad y Nuestra Universalidad" - VIII

VIII

En una época de refinamiento como la nuestra, hay una inclinación á las divagaciones del espíritu, y aun en el terreno de la religión, a pesar del positivismo de que se hace alarde, se huye de lo concreto en el orden de la creencia y se ama una especulación ilimitada, una creencia sin objeto fijo; y por esto hoy se encuentran tantos que reducen su vida espiritual á lo que llaman el sentimiento religioso. Ya en los comienzos de la Iglesia el apóstol San Pedro (2.ª, Petri, I, 16.), el Príncipe de los apóstoles, tuvo que combatir esta desviación de la fe cristiana, que no consiste, dice el Santo, en fábulas ingeniosas, en especulaciones de sabio, sino en hechos muy reales é históricos, de que ellos, los apóstoles, fueron testigos; de manera que los hechos que presenciaron los apóstoles, y de los cuales dan testimonio, son la confirmación y la ratificación de las antiguas profecías. Quiso la bondadosa Providencia hacer palpables al hombre los misterios de Dios, quiso que su Verbo se hiciese sensible. Él, que es espíritu, adoptó la manera de ponerse al alcance de los sentidos, quiso entrarse por los ojos del hombre á fin de que pudiesen del mismo aprovecharse filósofos y populares, ya que vino al mundo para salvar á todos. El origen, pues, de nuestra religión cristiana no es una nebulosa enigmática, sino hechos reales y palpables, la vida, pasión, muerte y resurrección gloriosa de Nuestro Señor Jesucristo, una realidad histórica sobre la cual, como en piedra solidísima, se funda todo el edificio de la Iglesia católica.

Y aunque lo que acabo de decir, Señores, lo sabe todo cristiano, hoy es necesario insistir en ello, y conviene que la apologética se afiance en este terreno, porque el subjetivismo, tan del gusto de nuestros contemporáneos, va ideando sistemas especulativos de religión, una santidad fantástica, fábulas doctas, como decía el apóstol San Pedro; cuando la esencia de nuestra religión, la gracia de Jesucristo, consiste en nuestra íntima unión con la Sagrada Persona del Verbo hecho carne, unión no sólo de alma sino de alma y cuerpo, unión que se perfecciona no sólo mediante vínculos internos é invisibles, sino que también con vínculos exteriores y sensibles, con sagrados ritos y ceremonias; vehículo de sobrenaturales influencias que conducen al hombre, espiritual y corporal, á las sublimidades de la vida divina.

En la filosofía, en la literatura, en el arte y en ciertos elementos de la actual sociedad tiende á prevalecer una forma religiosa que no pretende un fin trascendental, sino que se contenta con un consuelo pasajero que la experiencia demuestra que es inconsistente, pues la aspiración del hombre sólo se satisface con la seguridad de una vida inmortal, que no se encuentra fuera del cristianismo.

Por esto aun cuando el modernismo religioso sea realmente un hechizo que ha seducido á muchos intelectuales, como ahora dicen, nunca será una forma espiritual de la muchedumbre humana, que, porque es humana, necesita un Dios hecho hombre, cual es Nuestro Señor Jesucristo, y una autoridad visible que la rija, cual es la Iglesia, plantada en la tierra por una mano divina y sostenida por un Espíritu igualmente divino.

Conviene que tengamos muy presente la moda actual del anticristianismo que latente ó manifiesto es tan antiguo como el cristianismo, y durará tanto como este mundo.

San Agustín aplicaba el hecho de que cada legumbre tenga su gusano especial que la destruye, á los hombres y á las cosas humanas. Así cada época tiene su gusano especial, un principio de destrucción que se desarrolla por virtud de las circunstancias y condiciones propias de la misma. El espíritu de investigación de los tiempos modernos, la cultura hoy tan general como superficial, los adelantos industriales, las magníficas aplicaciones de las ciencias naturales al desarrollo material del mundo, las mismas ideas cristianas sobre el valor y la dignidad del hombre que, despojadas de su origen divino, son creídas por muchos un producto espontáneo de la naturaleza, cuando consta históricamente que provienen de la revelación, todas estas excelencias hinchan al hombre y le desvanecen y le alientan á prescindir de Dios, y á hacer del mundo su dios.

Y toda influencia malsana, toda peste que se extiende por el mundo busca invadir la sociedad cristiana, la Iglesia de Dios en la tierra. El laicismo y el modernismo, que en el fondo se identifican, son una manifestación de ese mal contra del cual clama el Padre universal de los fieles, para que estos no sean víctimas de una influencia que con suavidad de formas y con artificiosa elegancia, es destructora de la fe cristiana y aun de toda vida sobrenatural.

Ignoran la sustancia de nuestra Ley de vida eterna. Ignoran que el cristianismo hace del hombre una nueva criatura, que consiste en una transformación interna del mismo, que afecta á la misma sustancia humana, que ya no es solamente una educación de nuestras facultades, sino que es nuestra vida misma, de tal manera que tenemos por muerto á quien abandona la gracia y la verdad de Jesucristo. Por esto donde quiera que estemos, en todos nuestros momentos, cualquiera que sea la función que ejercitemos siempre somos cristianos. Nunca perdemos la condición de ciudadanos de la ciudad de Dios, ciudad inmensa, sin fronteras, donde se hablan todas las lenguas, donde viven todas las razas, y que comprende todas las épocas de la historia humana.

Por esto su ley es una y universal. Por esto enseña Santo Tomás que esta ley no es ley escrita, porque la ley escrita, dice Fray Luis de León, es cabezuda, y nuestra ley es para todos los hombres, y para los hombres de todos los siglos, y su flexibilidad hace que pueda envolver todo el orbe de la tierra.

Es como una sombra deforme de esta verdad, el error de aquellos modernistas que confunden la ley cristiana con la naturaleza humana. En realidad el hombre es naturalmente cristiano en el sentido en que se viene repitiendo desde la antigüedad, porque nuestra naturaleza tiene nativa propensión á su perfeccionamiento, desea elevarse, dignificarse, usando la expresión de San Pablo, no quiere desnudarse sino revestirse, revestirse de inmortalidad, porque aborrece la muerte, y esto sólo lo encuentra en el cristianismo. Pero los modernistas quieren convertir el cristianismo en naturalismo, hacer de él un producto de la conciencia humana; y la doctrina de la Iglesia, tan exactamente formulada por Santo Tomás, nos explica el engaño modernista que confunde nuestra divina religión con nuestra propia naturaleza. La ley nueva en sí misma no es una ley escrita, lo es sólo la preparación de la ley y los efectos de la misma; en sí misma principalmente, usando la propia frase del Angélico (1.ª 2.ae. Q. CVI, a. 1.), es la gracia del Espíritu Santo que penetra al hombre y queda grabada en el mismo hombre, no como lo está la ley natural en virtud de nuestra complexión humana, sino por una influencia ó don divino que no solo enseña é ilustra por medio de la fe, sino que auxilia é impele la voluntad por la sobrenatural fuerza de su procedencia.

Por esto la unidad y la universalidad resplandecen evidentemente en la Ley evangélica. Uno es el espíritu de todos los cristianos, es el Espíritu Santo, aquel mismo que descendió visiblemente el día de la Pentecostés y que se difunde por todas las generaciones de cualquier lugar de la tierra que habiten, y cualquiera que sea la raza ó la clase social á que pertenezcan.

Solo lo divino puede tener esta inmensa comprensión, porque es infinito y dentro de lo infinito cabe todo, fuera del pecado y de la muerte; que por esto dice San Pablo que en Dios vivimos, nos movemos y existimos, y por esto la Ley cristiana, la buena nueva del Evangelio, nos hace asequible una sublime y real unidad, de la cual la unidad fantástica de panteístas y modernistas solo es una sombra monstruosa, un sueño que únicamente puede complacer, no satisfacer, á unos cuantos soñadores, no á la masa general de nuestro linaje.

Quizás no estará fuera de lugar hablar aquí de aquella doctrina que Balmes expone, acerca de la formación de la conciencia pública existente en los pueblos de Europa, que ha sido como una novedad, dice él, en la historia humana, y que nuestro insigne escritor demuestra que es debida á la influencia de la Iglesia. «En esta conciencia, dice, dominan generalmente hablando, la razón y la justicia. Revolved los códigos, observad los hechos, y ni en las leyes, ni en las costumbres, descubriréis aquellas chocantes injusticias, aquellas repugnantes inmoralidades que encontraréis en otros pueblos. Hay males, por cierto, y muy graves; pero al menos nadie los desconoce, y se los llama por su nombre. No se apellida bien al mal y mal al bien; es decir que está en ciertas materias la sociedad como aquellos individuos de buenos principios y de malas costumbres». (Protestantismo, vol. II, cap. 28.)

Es indudable que este sentido moral de los pueblos de Europa superior al de otros pueblos, como pondera nuestro insigne apologista, se debe á la fe. Es la realización de la antigua profecía aducida por San Pablo (Hebr., cap. VIII. v. 11.) cuando dice, que esta ciencia la tendrán todos desde el mayor al más pequeño, es la manifestación de la ley nueva, no escrita, pero grabada en los corazones, porque la fe es la única sabiduría universal, es el único medio que tiene el linaje humano para que se posesionen de las más sublimes y necesarias verdades tanto el sabio como el ignorante; es la vulgarización de la ciencia trascendental que nos enseña nuestros eternos destinos y los caminos que debemos seguir para alcanzarlos, vulgarización que nadie más puede lograr fuera del Espíritu Santo; por esto la Iglesia es una inmensa escuela en la cual, sin aceptación de personas, todos los hijos de Adán son instruidos en una misma doctrina, en la ciencia de salvación de que nadie puede prescindir.

Las ciencias humanas nunca serán patrimonio del vulgo; nuestros utopistas nunca llegarán á socializarlas, como ellos pretenden; en cambio la socialización de la divina ciencia de la fe cristiana, su vulgarización, su penetración en todos los espíritus, su extensión á todos y á cada uno del pueblo, es un hecho evidente por espacio de largos siglos en todos los pueblos de la cristiandad; hecho que constituye una manifestación de carácter de unidad y de universalidad que distingue á la Ley evangélica.

Y la manifestación indestructible de que el Espíritu Santo es una ley que de un modo invisible y eficacísimo, por vínculo interno, une á los hombres entre sí, es la unidad de la Iglesia, que el venerable Fray Luís de Granada llama el mayor milagro del Espíritu Santo, pues salvando y ratificando el libre albedrío, junta, une é identifica á hombres de tan distintas épocas, países, razas, lenguas y clases, opuestos entre sí por temperamento, educación ó intereses; y a pesar de tales contrastes, movidos todos por un mismo Espíritu, al unísono cantan un mismo credo y orientan sus vidas hacia una misma dirección que es el reino eterno de la gloria.

lunes, 30 de mayo de 2011

Bisbe de Vic- JOSEP TORRAS y BAGES – Discurso titulado "Nuestra Unidad y Nuestra Universalidad" - VII

VII

El sagrado depósito de las verdades reveladas es la levadura que ha de sazonar á toda la masa humana; y aun cuando es cierto que hay varias ciencias que por su naturaleza no son ni gentiles ni cristianas, ni católicas ni protestantes, que la Iglesia ni siquiera sujeta á censura, no obstante, en el uso de las mismas el cristiano ha de tener siempre una dirección y referirlas á Dios, porque «universa propter semetipsum operatus est Dominus» el Señor lo hizo todo para sus designios (Prov. XVI, 4.), pues El es el fin universal y en El han de converger todas las cosas criadas.

Nunca nos es lícito abandonar la doctrina de la unidad. Misit ancillas suas vocare ad arcem (Sap. IX, 3.), dice el sagrado texto, y quien llama á sus criadas á su alcázar, es la Sabiduría, soberana indiscutible á quien por naturaleza corresponde regir y ordenar todas las cosas; y Santo Tomás aplica el texto citado á la ciencia que se ocupa de Dios, superior en todos los conceptos á las demás ciencias especulativas y prácticas, siendo evidente la inferioridad respectiva de éstas, no sólo por el altísimo objeto que estudia la ciencia sagrada, el Ser infinito, no sólo por el magnífico testimonio que de El mismo aun en el orden natural, dan las cosas criadas, sino que aun más por las interioridades que plugo á la Divina Bondad revelarnos de sí mismo, y la ciencia sagrada nos explica. Por esto sin duda el Angélico Maestro nunca se desprende de la revelación, que es la más luminosa y segura Sabiduría; y a pesar de ser él un atleta invencible de la razón, hasta en sus obras de controversia, en sus obras apologéticas dirigidas contra los gentiles, es decir, contra aquellos que no admiten la revelación cristiana, ó sea las verdades de la fe, del contenido de las sagradas escrituras, hace arma de lucha, que en sus manos es mortífera contra los enemigos de la Iglesia.

¿Quien puede dudar de la eficacia que aun en el orden natural tiene la Sagrada Biblia?

¿No ha sido ella, bajo el magisterio de la Iglesia, como demuestra Balmes, el libro de texto de la civilización europea? ¿No es este libro único y divino, entre todos los que existen en la tierra, el que más posee el don de la penetración espiritual, sin distinción de épocas y de países, en todo el linaje humano? Es claro que las necesidades de la controversia ocasionada por las impugnaciones de los heterodoxos contra nuestros Libros santos, han exigido de parte de los católicos un profundo estudio crítico sobre los mismos, estudio que todos debemos proteger y fomentar, porque es la defensa armada contra los enemigos de nuestra santa fe; pero también es cierto que continuamente debemos excitar á la lectura y á la meditación humilde y piadosa de la Sagrada Biblia que robustece el espíritu, abre las potencias iluminando con inefables resplandores la inteligencia, más que la doctrina de todos los filósofos del mundo, llenando el corazón de más altos y generosos sentimientos que los poetas más excelsos, robusteciendo la voluntad y conduciéndola al heroísmo de la vida más que la lectura de los más insignes moralistas, é impele hacia Dios con una fuerza suavísima y continua, porque aquella es la palabra de Dios que habla al hombre; y Dios habla á los hombres para atraérselos á Sí. El estudio pues de la Biblia bajo su aspecto crítico y científico es hoy, como nos lo enseña al crear la facultad bíblica la Santa Iglesia romana, madre y maestra de todas las iglesias del mundo, una necesidad imprescindible; los santos Libros y la Tradición de la Iglesia son como el acueducto por el cual plugo á Dios comunicar á los hombres la Verdad eterna, la doctrina de salvación, y así como una ciudad terrena defiende á toda costa el acueducto, que le surte de las aguas necesarias para alimentar á sus habitantes, contra los enemigos que quisieren destruirlo, así también la ciudad de Dios, la Santa Iglesia católica guarda y defiende con exquisitos cuidados contra los continuos ataques del enemigo, el cauce de las aguas de vida, la Palabra tradicional ó escrita, que desde Dios va al linaje humano para conducirle á la eternidad.

Pero de ninguna manera el estudio crítico ha de impedir la devota y humilde meditación de las Sagradas Escrituras. La doctrina en ellas contenida es aquel río caudaloso que alegra á la ciudad de Dios, y santifica su tabernáculo aquí en la tierra. Los antiguos Padres nos exhortan con el mayor encarecimiento á esta meditación y estudio, y la Iglesia nuestra madre hace de las Sagradas Escrituras el continuo alimento espiritual no sólo de todos sus ministros, sino que aun también de todos sus fieles. Porque es alimento y alimento divino que comunica vigor de vida á los que de él se nutren; y el vigor y la destreza hacen el atleta, y siendo el propugnador de la fe católica el apologista, un atleta espiritual, su primera condición consiste en la posesión de la fuerza sobrenatural que recibe el entendimiento con la meditación de las Sagradas Escrituras, y en la destreza que proporciona para la discusión con los adversarios, el conocimiento crítico de las mismas. La virtud iluminativa de su meditación está, como sabéis, recomendada con frecuencia en las páginas de la Biblia: «Declaratio sermonum tuorum illuminat et intellectum dat parvulis» ( Ps. CXVIII, 130.).

lunes, 23 de mayo de 2011

Bisbe de Vic- JOSEP TORRAS y BAGES – Discurso titulado "Nuestra Unidad y Nuestra Universalidad" - VI

VI

Y esta unidad que tan maravillosamente resplandece en el Sol de las escuelas, ahora más que nunca debemos guardarla dentro del inmenso campo de las ciencias, hoy con febril actividad cultivado, porque ha reaparecido la antigua herejía que anatematizó el Apóstol San Juan de una manera gráfica, la herejía de los que querían deshacer á Jesús; pero hoy en inmensas proporciones, porque del cuerpo místico de Jesucristo, que es toda la humanidad cristiana, quieren separar su espíritu, y es claro que la mejor manera de matar un cuerpo es separarle del espíritu.

Y no obstante es tan vehemente el impulso que el linaje humano ha recibido hacia la unidad, que un gran número de errores y de herejías se origina de esta sublime aspiración, que se extravía por caminos perdidos. Hoy mismo la pasión de la unidad se manifiesta por diversas aberraciones tanto en el orden especulativo, como en el orden práctico. El modernismo filosófico y místico es una de las manifestaciones de tal aberración. Aquel mundo interno de la subconciencia que va revelándose en los hombres, aquel pragmatismo que se desenvuelve con el movimiento de la vida y que identifica la vida con la Ley, constituye el prólogo y la introducción, es como el vestíbulo de un panteísmo fino y culto, pero que en cuanto á la sustancia se identifica con el panteísmo grosero de aquellos primitivos que afirmaban que el mundo era un inmenso animal vivo. Ellos son espíritus de gusto delicado que no pueden conformarse con la grosería del materialismo, pero no comprenden que los espíritus se desvanecen del mundo de la realidad, se ahogan, sin aquel Espíritu infinito, perfectísimo, principio y fin de todas las cosas, que es el Dios vivo de los cristianos, que enlaza á los distintos seres en una amorosa jerarquía que termina en el amor infinito. No llegan á comprender, por falta de humildad, la suma Inteligencia y el sumo Amor de la Soberana Sustancia en la cual nos enseña San Pablo (Act. XVII, 28.) que vivimos, nos movemos y existimos. No comprenden la conjunción de la unidad y la distinción, cuya sublime fecundidad nos enseña la revelación cristiana, y se ahogan en la estéril unidad del panteísmo. Huyen del misterio y caen en el absurdo. No comprenden la doctrina de San Pablo que nos enseña que el que santifica y los santificados todos proceden de uno (Hebr. II, 11.), que la cabeza de la humanidad es Cristo, y la cabeza de Cristo es Dios (1.ª Cor. XI, 3.). No comprenden aquella unidad divina por virtud de la cual la gracia circula por todos los miembros y produce la unidad de la vida; y por no sujetarse á las enseñanzas de Dios, y satisfacer su apetito de unidad, se forjan ellos mismos una unidad monstruosa, y se hacen un dios muerto que ellos mismos engendran en las entrañas de su vanidad, sin que nunca pueda llegar á darles el consuelo de la vida, porque el tal dios nunca ha tenido vida. Es el ídolo, que no es nada, forjado por los hombres para satisfacer la imperiosa necesidad de la adoración que ellos, rebeldes, se resisten á pagar al Dios vivo. Es el ateísmo disfrazado, porque si todo es dios, no hay Dios.

Y en el orden práctico también los que huyen de Dios se sienten poseídos del desenfrenado apetito de unidad é intentan una sociedad fastidiosa é irresistible, de una monotonía mortal, de una nivelación absoluta, impeditiva del desarrollo del linaje humano, al cual quieren fundir de nuevo en un molde por ellos ideado, como si fuera materia muerta, como si la humanidad no tuviera en sí misma el germen de la vida social que espontáneamente ha de desenvolverse. No comprenden que la vida requiere diversidad de órganos, de miembros, y que la cabeza perfecciona al cuerpo; y como ellos quieren eliminar á Dios de la sociedad, les queda una sociedad acéfala y monstruosa, un cuerpo decapitado; de manera que buscando la unidad de nuestro linaje fuera de Dios, queriendo borrar todas las diferencias, encuentran la disolución, porque un cuerpo sin cabeza ya no es cuerpo, es un tronco. ¿Y cual será la cabeza de la humanidad si no lo es Dios?

No pueden llegar á la concepción de la unidad del cuerpo social con diversidad de órganos y de miembros, pero con identidad de vida en todos ellos, que de una manera tan sencilla y admirable nos describe el apóstol San Pablo.

Ellos, los modernistas y los socialistas, no quieren conocer la naturaleza de la Iglesia, y pretenden legitimar sus subversivas aspiraciones suponiendo que la Iglesia es un odre viejo incapaz de contener el vino nuevo, cuando es precisamente una cosa del todo distinta. La Iglesia es toda la humanidad, no la de ayer ó la de hoy, es la humanidad de cada día, elevada á un orden sobrenatural. Es enemiga del estancamiento; porque es vida, y la vida es movimiento, y un gran número de sectas, principalmente la Protestante, han atacado la Iglesia romana bajo el pretexto de que se había movido, y había sido infiel á su divino esposo Jesús nuestro Señor, cuando precisamente El la fundó con la palabra ite, id, discurrid por todas la generaciones; como el Criador manda á los ríos que discurran por distintas comarcas para fertilizarlas con sus aguas. Las aguas de la divina revelación son siempre las mismas, pero su cauce varía, unas veces se extiende majestuosamente por las llanuras, otras va muy estrecho pero muy hondo, otras se precipita por las cascadas, pero el río es siempre el mismo; así la santa madre Iglesia ya domine libremente como madre y señora en la sociedad humana, ya esté perseguida por las potestades terrenas, ó casi quede oculta bajo la maleza de las malas pasiones, ella es siempre la misma, y va haciendo su curso á través de todas las generaciones para salvar á los hombres de buena voluntad, y sostener el reino de Dios en la tierra. La Iglesia de las catacumbas es la misma, como ya enseñó Santo Tomás, que después crió la Europa en su regazo, que monarquías y repúblicas sirvieron con filial afecto, y que tuvo ejércitos, y ejerció una alta potestad política. Como es la misma cuando es maestra única y universal de la sociedad, que cuando la soberbia humana se vale de las ciencias, como de armas de guerra para destruirla.

lunes, 16 de mayo de 2011

Bisbe de Vic- JOSEP TORRAS y BAGES – Discurso titulado "Nuestra Unidad y Nuestra Universalidad" - V

V

Porque todos sabemos muy bien, Señores, que Jesucristo, Señor nuestro, no es fundador de una Academia, ó de una escuela científica, pues aunque es claro que la Iglesia es una inmensa escuela, pero es una escuela sui generis, de una pedagogía incomparable y única, de una ciencia trascendental en el sentido más alto de la palabra, y muy distinta de las ciencias humanas. Por esto Balmes, hablando de la manera de llevar á la religión las almas que están fuera de la misma, escribe estas palabras que debemos meditar profundamente todos los ministros de la Iglesia:

«Para creer no basta haber estudiado la religión, sino que es necesaria la gracia del Espíritu Santo. Mucho fuera de desear que de esta verdad se convenciesen los que se imaginan que no hay aquí otra cosa que una mera cuestión de ciencia, y que para nada entran las bondades del Altísimo... ¿quién ha hecho más conversiones los sabios ó los santos? San Francisco de Sales no compuso ninguna obra que bajo el aspecto de la polémica se llegue á la historia de las Variaciones de Bossuet; y yo dudo, sin embargo que las conversiones á que esta obra dio lugar, a pesar de ser tantas, alcancen ni con mucho á las que se debieron á la angélica unción del Santo Obispo de Ginebra» (Cartas á un escéptico, p. 113, edic. 9.ª.).

Y no es que Balmes, al trazar los límites de la razón de la cual hizo un uso tan excelso, sea enemigo de la ciencia, á la cual la Iglesia siempre ha protegido y amado, y Santo Tomás (1.a, 2.ae Q. XCVII a. 1.) ha reconocido su natural virtud progresiva, y el Concilio Vaticano al tratar de la fe exhorta también vehementemente al progreso científico; (De Fides et Ratione, Cap. IV.) pero nuestro gran escritor reconociendo al raciocinio como elemento director en la difusión de la Verdad eterna, admite en esta noble empresa, siempre bajo el impulso del Espíritu Santo, la cooperación universal, como la obra humana por excelencia, ó mejor dicho, como la obra suma de Dios en el linaje humano; y es porque Balmes es discípulo de Santo Tomás, y todos los que hemos dedicado algún rato al estudio y meditación de la Summa del Angélico Maestro, hemos visto en esta obra, no una construcción científica de un ingenio particular, una obra individualista, sino la cooperación de todo el linaje humano, de filósofos y poetas, historiadores y jurisconsultos, políticos y eremitas, gentiles y cristianos, de las costumbres populares, de la observación interna y externa, de los ejemplos y sentencias de los Santos, y hemos tenido que admitirla como el sufragio depurado de la universal humanidad, guiado, ilustrado y ungido por la gracia del Espíritu Santo.

En esto los grandes escolásticos, á quienes se tiene por exclusivistas, nos dejaron maravillosos ejemplos de amplitud de espíritu. De ellos es la sentencia : verum a quocumque dicatur, a Spiritu Sancto est. El amor de la Verdad hacía que la recogiesen doquiera que la hallasen; y como un tributo de afecto personal quiero citar aquí á mi ilustre coterráneo, el gran apologista Ramón Martí, de la orden de Predicadores, autor del Pugio Fidei, discípulo predilecto de San Raymundo de Penyafort, que en su Explanatio Simboli, recientemente publicada, se complace en aducir en la exposición del dogma católico, las teorías metafísicas de los filósofos sarracenos, como Santo Tomás hace converger en la luz cristiana, la luz intelectual de todos aquellos que con espíritu sincero buscaron la verdad.

Y este procedimiento apologético tiene una suma congruencia con la noción de Iglesia que nos dieron los más antiguos Padres (Franzelin : Theses de Ecclesia Christi 1.a.). «Ecclesia proprie dicitur, quod omnes vocantur et in unum congregantur», y con la fórmula sintética de Franzelin (id. XVII.) cuando dice que la Iglesia de Jesucristo es mundus supernaturaliter transformatus. Porque Jesucristo es el heredero de la gran familia humana, y todo lo verdadero, justo y bello á Él se encamina y á Él conduce, porque de Él, del Verbo, viene, y por esto San Pablo decía á los Filipenses : todo lo que es conforme á la verdad, todo lo que respira pureza, todo lo justo, todo lo que es santo, todo lo que os haga amables, todo lo que sirve al buen nombre, toda virtud, toda disciplina loable, esto sea vuestro estudio (Philip, IV, 8.). Porque todo esto conduce á Dios.

Pero es necesario, Señores, que distingamos lo transitorio de lo eterno. Hay cosas útiles, respetables y bellas, que la poderosa corriente de los siglos arrastra, que las transformaciones externas que sufre la humanidad disipan; hay cosas que mueren y cosas inmortales, y por mucho que amemos esas cosas que mueren no debemos divinizarlas, porque sólo Dios es eterno y sólo su Iglesia interminable. Plugo al Altísimo establecer la sucesión de los siglos y la sucesión significa variación. Un mundo inmutable sería un mundo fastidioso; Dios es inmutable porque es esencialmente perfecto; pero la criatura imperfecta, si fuese inmutable, sería paralítica, y por consiguiente no fuera viadora como nos enseña que somos la Iglesia nuestra Madre; é impedir el curso social sería impedir la misma vida de la sociedad. En esta, lo mismo que en la persona humana, hay un elemento permanente, pero hay otro variable, que es tal por la misma naturaleza de las cosas. Por esto en ocasión solemne nuestro Balmes escribió las siguientes palabras : «Los principios no perecen, es verdad, pero se entiende los principios de la religión, de la moral, de la razón; pero las obras humanas que á veces con demasiada arrogancia se dan el nombre de principio, están destinadas á modificarse, á transformarse : evitar obstinadamente la transformación es precipitar la muerte» ( República Francesa.).

Sólo la Iglesia puede gloriarse, entre todas las instituciones del mundo, de tener una forma inmutable, porque la recibió directamente del mismo Dios.

Y ahora, Señores, pues que más que hombre de ciencia soy pastor de almas, permitidme que otra vez aluda á la humildad como ingrediente necesario hasta en las construcciones científicas del apologista, que otra vez recuerde la humildad es verdad de Santa Teresa, que me autorice con el abneget semetipsum de Nuestro divino Maestro, opuesto al exclusivismo que domina casi universalmente á los filósofos y á los doctores mundanos, que se mueren por la originalidad, lo cual conduce á que sus obras sean personales, es decir de un hombre, y un hombre por sí es nada, por grande que él se crea; al paso que las obras de nuestros doctores, de Santo Tomás de un modo eminentísimo, no son la obra de un hombre aislado, una creación personal, al conocer la cual conocemos un hombre más, aunque sea de mayor talla intelectual que sus contemporáneos; las obras de nuestros grandes escritores nos dan á conocer ciertamente un espíritu individual, pero fecundado por una influencia universal y plena, de manera que ellos se universalizan, son representaciones de la humanidad, que por esto decimos la ciencia católica, porque nuestra ciencia no tiene limitaciones, siendo una acusación falsa la de que la Iglesia pone límites á la ciencia, pues la deja toda su espontaneidad; que si limitaciones tiene la ciencia no dependen de disposiciones ó preceptos externos de la Iglesia, sino de insuficiencia de nuestra naturaleza, de la intrínseca limitación de nuestras facultades; porque la revelación divina no es una limitación, antes al revés es una dilatación de los horizontes, nos da conocimiento más luminoso del mundo de los espíritus, explica las antinomias de nuestra naturaleza, nos da la clave de la historia y nos manifiesta el principio de nuestro linaje, y su fin; y con certitud nos señala el camino que debemos seguir para alcanzarle.

Y este carácter que distingue á la ciencia católica, este carácter universal y comprensivo que llama á sí todos los elementos sanos humanos, es una consecuencia de que el Verbo se hiciese carne y habitase con nosotros, porque ya dijo nuestro Jesús: «cuando seré elevado sobre la tierra todo lo atraeré hacia mí» (Joan. XII, 32.). Y la apologética cristiana tiene por objeto llevar á los hombres al conocimiento y amor de Dios, declarando las excelencias de la religión, combatiendo los errores que se le oponen, enlazando la humanidad con la divinidad, como el Verbo tomando carne juntó la naturaleza divina y la humana. Y como la Iglesia es un cuerpo vivo, según nos enseña San Pablo, se asimila todo lo bueno nuevo que va apareciendo en la humanidad con el desenvolvimiento de los siglos, porque el Espíritu Santo nunca la abandona y va vivificando todas las generaciones, aquellas inmensas generaciones que fueron prometidas á Abraham y que son la descendencia espiritual del Ungido del Señor, que perseverarán en la tierra a pesar de todas las persecuciones hasta el último día del mundo, hasta que quede triunfante el divino Restaurador, y establecido definitivamente su reino eterno.

Porque la ciencia católica es una ciencia de vida, una y universal, es el resplandor de la Iglesia viva, una y universal, que quiere que la humanidad sea una, juntando todos los elementos con un lazo inmenso de vida, que es Dios. Por esto el Romano Pontífice, Vicario de Cristo y cabeza visible de la cristiandad, ha proclamado á Santo Tomás maestro de las escuelas cristianas, por la unidad y la universalidad de la doctrina del santo doctor, doctrina siempre viva y vivificante en su sustancia, porque recibió de Dios el don de descubrir el misterio que enlaza toda la jerarquía de la existencia, aquel misterio de la mística unidad universal, por la cual con sublime ternura en la hora más solemne de su vida, rogó Jesús al Padre celestial: ego in eis, et tu in me: ut sint consummati in unum; como nos explica el evangelista San Juan en su capítulo XVII.

Y este misterio, que es el misterio constitutivo del cristianismo, llena las páginas que escribió el Angélico Maestro, y como el misterio es inefable y de una comprensión infinita, la razón se queda corta; y por esto, guiado por el Espíritu Santo, el Maestro de las escuelas cristianas reúne todas las luces de la tierra con la luz del Cielo, y... fecit utraque unum, unió la razón y la fe llevando la inteligencia humana hasta los límites del infinito, siendo su ciencia una de las irradiaciones más fieles del Verbo hecho carne.

martes, 10 de mayo de 2011

Bisbe de Vic- JOSEP TORRAS y BAGES – Discurso titulado "Nuestra Unidad y Nuestra Universalidad" - IV

IV

Para la defensa de la Religión, en su labor apologética, Balmes se coloca en el verdadero terreno. No sin merecerlo se le califica de filósofo, y sin perder nunca de vista la revelación divina, se entregó á la contemplación metafísica, y concede suma importancia á la filosofía. «Cuando todos los filósofos disputan, dice textualmente, disputa en cierto modo la humanidad misma.» Más en la misma página escribe: «no doy demasiada importancia á las opiniones de los filósofos, y estoy lejos de creer que deban ser considerados como legítimos representantes de la razón humana » (Filosofía Fundamental, c. I.).

Y Balmes pensaba así, como todos los grandes talentos, porque consideraba al hombre en toda su integridad, le veía en todos sus aspectos y no creía que la inteligencia, que la voluntad, que los sentidos, que el alma, que el cuerpo, cada cosa de por sí, fuera todo el hombre; sino que el hombre es una complejidad de alma y cuerpo, de potencias y sentidos, de cielo y tierra. De manera que es la antítesis del sectario, del hombre que considera solo pedazos de la existencia y la divide; y que es racionalista ó positivista y se guía ó por la especulación mental ó por la experiencia, y anda en busca de la verdad ó en las interioridades de su propia conciencia ó en los poblados espacios del mundo exterior, y oye solamente ó el lenguaje con que le hablan las cosas de la tierra, ó las voces que vienen del cielo.
Balmes, como la Iglesia, de la cual el grande escritor sólo aspiraba á ser un eco fiel, no se dirigía á una sola clase de hombres, á disecciones humanas ó á complicaciones humanas, se dirigía al hombre tal cual es, no al hombre dividido ó deformado, sino á la criatura espiritual y corporal á la vez, intermedia entre el cielo y la tierra, centro armónico de un sistema universal del cual es un maravilloso compendio, criatura viadora en período de trabajoso perfeccionamiento, en situación de revoluciones internas acérrimas, pero iluminado y auxiliado por interiores comunicaciones, que en la plenitud de los tiempos estableció en la tierra con medios visibles y permanentes el Hijo del Eterno hecho hombre. Por esto Balmes al formular su Criterio, al establecer las reglas del arte de pensar, no es fantástico, sino muy realista, muy humano, como la Iglesia nuestra madre; y ahora permitidme que sujete á vuestro juicio, pues muchos de los que me escucháis sois más competentes que yo en la filosofía, una observación acerca de una cierta semejanza general de fondo entre nuestro Balmes y otro gran espíritu contemporáneo suyo, cuya influencia en una buena parte del mundo justifica la importancia que se le tributa, aunque no siempre con intención pura. Entre el Criterio de Balmes y la Grammar of Assent de Newman me parece que hay una cierta analogía de procedimiento apologético, y que establecen una preparación semejante como camino para llegar á la verdad sobrenatural. Procedimiento de que el antiguo hereje de Oxford, después cardenal de la Santa Iglesia romana, da como un símbolo en el lema que pone al frente de su libro, sacado del gran Padre de la Iglesia San Ambrosio: «non in dialectica complacuit Deo salvum facere populum suum». Balmes es más claro, más sólido, más al alcance de todo el mundo, menos expuesto al abuso que el excelso fundador de los filipenses ingleses; pero ambos coinciden á su manera cuando trazan el camino para llegar á la Verdad. Indudablemente Balmes manifiesta más su filiación tomista, cuya doctrina constituía, y aun afortunadamente constituye, el ambiente teológico de esta nuestra querida tierra; pero el tomismo, como todas las grandes doctrinas, es comprensivo y asimilativo, no tiene atados á sus discípulos, posee extensísimos horizontes, y moviéndose generalmente Balmes dentro de los mismos, se aprovecha, como continuamente lo hace el angélico Maestro, de la experiencia, del sentido común, de las exigencias de nuestra conciencia, de la tradición humana; y reconociendo en la inteligencia la supremacía entre todas nuestras facultades, oye no obstante la voz de las restantes, porque ni la inteligencia es infalible, ni las otras facultades nulas; y tanto Balmes como Newman explícitamente enseñan que á la Verdad divina puede llegarse por distintos caminos. Y no sin motivo en este Congreso, que es un homenaje á Balmes, me entretengo en hacer observar la semejanza apologética que encuentro entre nuestro insigne escritor y el famoso escritor de Oxford, á quien Balmes cita (I.a Sociedad, vol. I, pág. 204, edic. 1ª.) con amor en sus escritos, contemplando la evolución por la que entonces ya se dirigía á nuestra santa madre la Iglesia católica y romana, dentro de la cual ya Newman, tuvo comunicación espiritual con los piadosísimos filipenses de Vich; no sin motivo, repito, hago observar la cierta analogía del Criterio de Balmes y de la Gramática del asentimiento de Newman, libros ambos que contienen el procedimiento que sus respectivos autores consideraban adecuado para conducir los hombres á la Verdad, porque el procedimiento de Newman queda avalorado por el ejemplo de el mismo, pues andando por su camino, él, el hereje anglicano y enemigo acérrimo de la Iglesia Romana, llegó felizmente á la misma, donde llevó santa vida y mereció que el Papa León XIII le condecorase con la púrpura cardenalicia.

La fe es un obsequio racional que la criatura limitada debe al Ser infinito, de quien ha recibido la existencia; por esto entre la revelación y la razón hay una íntima alianza, por esto existe una verdadera y solidísima ciencia de la fe, de manera que es indudable que el edificio científico más sólido y más harmónico que ha construido la inteligencia humana es la ciencia de la doctrina revelada; y Santo Tomás es tan alabado de la Iglesia y propuesto por ella como maestro de la ciencia católica, porque juntando harmónicamente la razón y la fe, la verdad natural y la sobrenatural, produjo una manifestación sublime del pensamiento cristiano: uno y universal. Pero una cosa es el castillo inexpugnable de la ciencia de la fe, y otra la difusión de esta virtud sobrenatural en las almas que desgraciadamente están lejos de la misma. Ha de haber una táctica en la lucha de los espíritus como la hay en todos los pugilatos. Ya San Pablo nos da algunas instrucciones sobre este punto. La táctica se basa en el conocimiento de los puntos flacos de nuestro contrario, de sus aficiones, de sus costumbres y de sus buenos principios y cualidades naturales, y en el perfeccionamiento de nuestras virtudes y aptitudes.

Nuestra fe es inmutable y ha de durar hasta el día de la perfecta revelación, de la visión divina. Pero para preparar los hombres á recibir la fe ha de tenerse en cuenta el estado de los espíritus, que varía. Por esto siendo siempre la fe una misma en todas las épocas de la historia humana, el método de atracción hacia la misma varía, por lo cual la apologética que comienza en los primeros días del cristianismo, y durará hasta los últimos días del mundo, se presenta con caracteres muy distintos correspondiendo á las diversidades humanas, siendo no obstante siempre idéntico su propósito: ayudar á los espíritus en la sublime ascensión á la Verdad, que el Verbo eterno ha enseñado al mundo.

La conversión de Newman y la del gran San Agustín, hombres ambos de vida intelectual tan intensa, demuestran que el procedimiento silogístico no es el que con más frecuencia conduce á nuestra santa fe católica, porque el hombre no es una pura inteligencia, no es una inteligencia separada usando la nomenclatura escolástica, sino un ser complejo; y que á la Verdad revelada se llega por caminos misteriosos y distintos, siempre bajo el impulso de la divina gracia, á la cual por obrar en el hombre de maneras muy distintas, la sagrada liturgia caracteriza llamándola gracia multiforme.

La infinidad de Dios se manifiesta particularmente en sus llamamientos. Cada criatura es á su manera; y así como los atributos divinos son infinitos, las maneras de ser de la criatura son innumerables, manifestándose así la riqueza del Criador. Rige el Señor á cada uno, enseña Santo Tomás, según la manera como él es, por esto la preparación de las vías del Señor (parare vias Domini) tiene una amplitud indescriptible, y en la historia de los santos vemos una pasmosa variedad de caminos por los cuales los escogidos, siempre mediante Cristo, han ido hacia este centro de las almas, que llamamos Dios. En el orden material de nuestra existencia terrena es cierto que principalmente nos orientamos por la vista, pero no obstante todos los demás sentidos sirven para la acertada dirección de nuestra vida mundana; así también para encaminar los hombres á una vida sobrenatural, es claro que en primer término hemos de hablar á la razón, pero nunca debemos descuidar las demás facultades humanas, á todas las cuales Dios habla con su lenguaje muy distinto del lenguaje humano, y de una penetración infinitamente superior al mismo, pues según la enérgica expresión de San Pablo (Hebr. IV. 12.) se introduce hasta los tuétanos y llega hasta los más íntimos pliegues del alma.

Por esto la apologética católica teniendo unidad de principio, el sagrado depósito de la revelación divina, y unidad de fin, la gloria de Dios y la salvación de los hombres, tiene no obstante una acción universal, porque cada cosa posee su lengua, por lo cual usa tanta amplitud de medios para obtener el nobilísimo objeto que se propone, que es cooperar á los designios de la Providencia en la formación del reino eterno de los escogidos, facilitando los caminos que á él conducen.