Jaume Balmes Urpià

Jaume Balmes Urpià

viernes, 4 de noviembre de 2011

"Recordando a Balmes" - III - LA VANGUARDIA - 18-06-1910


LA VANGUARDIA


DIVAGACIONES


RECORDANDO Á BALMES



III



No faltará quien crea apasionado el testimonio de Balmes acerca de la religiosidad y el monarquismo de la sociedad española de su tiempo, como no faltará quien le acuse todavía de prevaricación por haber reconocido entonces el espíritude la época. Conviene no apresurar el juicio en este punto, ni aplicar á lo antiguo la medida de lo actual, ni aun exagerar imprudentemente dicha medida. Los tiempos han cambiado mucho y han alterado de una manera considerable nuestro mapa espiritual; la mutación, sin embargo, dista bastante de ser decisiva ni de poderse tomar como inversión complete.

Para corroborar las proporciones atribuidas por Balmes al problema español y al estado de hecho del país existen muchos términos de comparación. ¿Qué dicen, en suma, los viajeros de aquella década? ¿Cómo encontraron á España? Ahí están Gautier, Dumas, Borrow. Ahí están, sobre todo, Jorge Sand y Edgardo Quinet, los menos sospechosos de parcialidad tradicionalista. La visión de conjunto que nos ofrecen es substancialmente idéntica la consignada por el pensador de Vich. Podrá haber discrepancia de pormenores, pero la linea general aparece la misma es todos lados, así se trate de simples cronicas ú observadores de lo pintoresco como de espíritus arrebatados por el anra del proselitismo revolucionario. Quinet apenas ve otra figura relevante que la del tribuno don Joaquín María López, como Jorge Sand, algunos años antes, no había visto ni citado otra que la de Mendizábal, luchando las dos contra el ambiente de una gran mayoría hostil. Desde la incredulidad escéptica ó desde la restauración católico-romántica, esta imagen de la España cristiana, realista y caballeresca surge por igual de todos los libros y se repite hasta después de mediar la centuria, en Chateaubriand y Byron lo mismo que en Merimée y Ozanam.

¿Quién que haya leído las Vacances de Edgardo Quinet, por ejemplo, dejará de recordar su concepto de nuestra revolución literaria y de nuestra revolución política, uno de cuyos momentos más interesantes, el de la célebre acusación contra Olózaga, pudo presenciar y describir con tan dramática viveza? No debe olvidarse tampoco su semblanza de Fígaro, verdadera y luminosa anticipación de un juicio que no prevaleció en España hasta días muy recientes. En esta apreciación de Larra va envuelta la del romanticismo castellano y la de toda la revolución, en sentido de cosa ficticia, superficial y contradictoria con la índole de este pueblo. Aquella posición excepcional, única, del pobre Werther madrileño; aquel desencanto terrible de un revolucionario hastiado de la revolución, de un europeista que se siente casi más extranjero entre los modernizadores que entre los rancios de pura cepa, de un amante del progreso que ai verlo actuar aquí lo desconoce como si se lo hubieran cambiado, de un hombre, en fin, que apetece la substancia, la cultura, la civilización y no encuentra más que nombres, formas y vacío; aquella posición de espíritu, á ninguna comparable entre sus contemporáneos, es también una confidencia harto elocuente acerca de la esterilidad de la revolución española, sobre la cual se encuentran y coinciden Balmes y Larra procediendo de tan diversos caminos.

Con modesta timidez ha insinuado esta coincidencia, apuntando la posibilidad de un paralelo, el escritor gerundense don Narciso Roure, en el substancioso y elegante libro que acaba de dar á luz bajo el título de La vida y las obras de Balmes. Este volumen, digno de que lo lean todas las personas de buen gusto y en el cual campean hábilmente fundidas la depuración y la amenidad, está destinado á ser el más completo y asequible estudio biográfico y de critica que, para el público en general, produzca el centenario del filósofo vicense. Lo que allí indica de pasada y con suma cautela el señor Roure merece ser recogido y ampliado á lá luz de alguna nueva consideración El publicista ortodoxo y el satírico incrédulo tenían de común, aparte del talento claro y perspicaz, cierta nota de independencia constante respecto de los partidos organizados. Eran hombres de convicciones, de tendencias, de escuela filosófica, cada cual á su modo; pero no lo eran de bandería, de comité, de oposición ó ministerialismo cerrado. Escribían para el círculo vasto y libre de la opinión; y la opinión les sostuvo como á nadie más ha sostenido en España, ni antes de ellos ni después.

Les sostuvo en una forma inequívoca, inusitada entre nosotros: pagándolos con esplendidez. Todavía ahora nos parece inverosímil la tirada de los folletos de El pobrecito hablador, cada uno de los cuales producía un buen puñado de onzas á su autor imberbe. Suenan á cosa de fábula para ofrecidos en 1835, inmediatamente después de Calomarde y el terrible decenio, aquellos contratos de treinta y seis mil ó cuarenta mil reales anuales por un artículo á la semana, que Larra pudo obtener disputado por empresas y editores. No fue menor el buen éxito económico de Balmes. Desde Vich acude á Barcelona en 1840, con el borrador de sus Consideraciones políticas sobre la situación de España. Era un joven sacerdote rural, apenas conocido por su trabajo anterior sobre los bienes del clero, y su nombre no había sonado más allá de los nativos campos ausetanos ó de las aulas de Cervera.

Con todo, el editor Tauló, enamoróse del opúsculo primerizo y pagó por él ochenta pesos fuertes. La nombradía de Balmes se extendió rápidamente, como la de Fígaro, y su vida pública duró casi lo mismo: seis ó siete años. Balines enriqueció en poco tiempo. Se sucedían y agotaban las ediciones de sus obras grandes y obtenía no menor retribución su trabajo periodístico. Una simple revista semanal, como El Pensamiento de la Nación, le dejaba más de tres mil duros anuales según testimonio de sus biógrafos y según oí referir á Quadrado muchas veces. En fin: pasado apenas un lustro desde su aparición en el mundo intelectual, pudo contestar á las demandas de quien deseaba adquirir para lo sucesivo la propiedad de las obras publicadas, hablando de treinta mil duros como de cosa muy razonable y corriente á pesar de lo que habían ya producido.

Se dirá, acaso, que este signo del lucro editorial resulta contradictorio, incoherente y en ocasiones voluble ó inmerecido. Puede objetarse también que, en el caso de Larra, entraba por mucho el deleite literario, el mero estímulo de la amenidad cáustica y donairosa. Mas todo ello redundaría en abono de Balmes, que trataba materias arduas y profundas desprovisto de aquellas artes de seducción propias de un gran satírico ó un gran estilista. Balmes no fue un escritor, en el riguroso sentido de la palabra: careció de fantasía, de jugosidad y, en cierto modo, de genio artístico. En su prosa aforítica y sentenciosa no pudo emular aquella elegancia solemne y desnuda que caracteriza á muchos pensadores imbuidos en el gran ejemplo de Pascal. Alcanzaba casi siempre la eficacia y los efectos de la elocuen- cia; pero tal elocuencia era distinta de la literaria. Nacía de su inagotable abundancia de recursos dialécticos é históricos, de su plenitud de convicción,de su lucidez continua. A esta lucidez del pensamiento no acompañaba siempre una idéntica lucidez de palabra. Era más claro que preciso, aunque ello pueda estimarse paradógico. En no pocos momentos el concepto resulta más firme que el lenguaje y se adivina en sus párrafos cierta vacilación gramatical, como si la palabra escogida nos hiciera presentir otra todavia más propia y concluyente, que le era contigua, que estaba inmediatamente á su lado, á la derecha ó a la Izquierda, y que quedó silenciosa como una tecla pasada por alto en el ardor de la ejecución.

Fuese esto debido á falta de compenetración con el idioma adoptado ó á carencia de aptitudes literarias propiamente dichas; procediese de su temperamento de catalán ó de sus condiciones individuales en absoluto, el hecho no es menos cierto. Yo creo que contribuían al mismo las dos influencias. La diferencia del medio lingüístico en que vivió de continuo hasta los treinta años, poníale en estado de inferioridad respecto del castellano, con todo y no distinguirse aquella época por el esmero de la prosa, si se exceptúa uno que otro escritor de costumbres. Su educación filosófica, en cambio; sus abstracciones, sus puntos de vista universales, su manera de llamar á lo general en ayuda de lo concreto y de presentar lo transitorio á la luz de lo inmutable, escribiendo sub specie ceternitatis, le colocaban por encima del mismo castellano y de toda lengua nacional y pronunciadamente castiza. Hubiera escrito el italiano, el francés, el inglés, de haber nacido en esos países, con arreglo á la misma pauta, es decir, adoptando aquel vocabulario ideológico y sin sabor local que constituye un fondo común á todas las lenguas cuitas.

Porque ningún español durante el pasado siglo, ni antes de Balmes ni después de él, adquirió tan rápidamente el pleno aire europeo. Desde el primer día subió á las alturas del pensamiento universal, se hombreó con las grandes inteligencias, trató los grandes problemas transpirenaicos, mereció la amistad de los grandes hombres de todas las tendencias y respiró el aura de las cumbres, saludando ó siendo saludado desde ellas, viendo ó siendo visto. De Guizot á Chateaubriand, de Rossi á Monseñor Pecci, de Vissemann á Martínez de la Rosa y al gallardo aventurero don José Joaquín de Mora —que heredó su sillón de la Academia— estuvo en ideal correspondencia con los espíritus más elevados de su tiempo. Sus obras fueron inmediatamente vertidas á todos los idiomas europeos y se reimprimen todavía. Por el valor propio y por la estima ajena, por el mérito intrínseco y por el testimonio objetivo de la celebridad, se ha incorporado al patrimonio de la cultura humana y el mundo le ha reconocido por suyo.

¿Verdad que hay algo de ironía en este destino, en esta reputación? Hemos escuchado, en los últimos tiempos, exhortaciones fervorosas y ciertamente más precipitadas que reflexivas en sentido de la inmediata «universalización» de Cataluña y contra su espíritu local, contra su arte ruralista y de pesebre, contra el vigatanismo, encarnación y resumen de cuanto pueda imaginarse de más regresivo y antieuropeo.... Pues de Vich salió Balmes y desde Vich saltó en plena Europa civilizada y fue el español más universal del siglo XIX, tanto por su vasta capacidad como por su extensa nombradía. De Vich salió también Verdaguer y es el catalán que hasta ahora haya llevado más lejos, á la otra parte de la frontera, el nombre literario de su patria. Ante esos ejemplos, es cosa de vacilar un poco respecto de si es preferible tener vigatans conocidos en todo el planeta ó europeizantes conocidos tan solo en Vich.

MIGUEL S. OLIVER





LA VANGUARDIA, 18 de junio de 1910, pág 6

"Recordando a Balmes" - II - LA VANGUARDIA - 04-06-1910

LA VANGUARDIA

DIVAGACIONES

RECORDANDO Á BALMES

II

El publicista de Vich se lanza á la palestra en un momento solemne. Ha acabado la guerra civil, con el convenio de Vergara. El viaje de las reinas ha motivado los sucesos de Barcelona, la expatriación de María Cristina, la regencia de Espartero. Estamos en agosto de 1840. Entonces publica Balmes su opúsculo titulado Consideraciones políticas sobre la situación de España que produce, como ahora diríamos, una formidable sensación. En 1839 había dado á luz un estudio sobre el celibato eclesiástico, que obtuvo el premio ofrecido por un periódico de Madrid, y casi inmediatamente las Observaciones sobre los bienes del clero, que por la novedad de los puntos de vista allí tratados habíamerecido el elogio ó el respeto de la prensa de todos los matices. Ello no obstante, puede decirse que la vida pública de Balmes se inaugura coa las Consideraciones políticas y que este folleto trae en germen toda su labor futura, así en cuanto al pensamiento matriz, como á sus derivaciones concretas, como al tono general de elevación, en la forma y en los conceptos, que fue su constante distintivo.

 Dueño de sí, seguro de sus cualidades, pudo escribir en el frontispicio de su primera producción y al dar el primer paso de su carrera, estas palabras memorables: Quien se complazca en denuestos contra las personas y en calificaciones odiosas de las opiniones, no lo busque aquí: yo respeto demasiado á los hombres para que me atreva á insultarlos, y sé contemplar con serena calma el vasto círculo en que giran las opiniones, porque no tengo la necia presunción de que puedan ser verdaderas solamente las mías... Extraño á todos los partidos y exento de odios y rencores, no pronunciaré una sola palabra que pueda excitar la discordia ni provocar la venganza; y sea cual fuere el resultado de tantos vaivenes como agitan á esta nación desventurada, siempre podré decir con la satisfacción de una conciencia tranquila: «no has pisado el linde prescrito por la ley, no has exasperado los ánimos, no has atizado el incendio, no has contribuido á que se vertiera una gota de sangre ni á que se derramara una sola lágrima.» No es difícil escribir estas palabras. Lo difícil es sostenerlas durante el período más sangriento de nuestra historia contemporánea; lo inaudito es no quebrantarlas y lo increíble és poder reproducirlas en la colección completa de los escritos políticos del autor y que la posteridad las exhume sesenta años después sin que se vuelvan en oprobio de quien las dictara.

«No has exasperado los ánimos, no has atizado el incendio, no has contribuído á que se vertiera una gota de sangre ni á que se derramara una sola lágrima»... He aquí el mejor epitafio para la tumba de Balmes, su gloria inmarcesible, su corona cívica. A poquísimos mortales fue dado exhibir estas palabras de oro, antes como programa y después como balance y finiquito de toda una existencia consagrada á influir en la opinión. Por reacción contra el principio de herencia ó de casta en que habían llegado á petrificarse las sociedades del antiguo régimen, entronizó el siglo pasado la idolatría de la inteligencia. La santidad, el valor, la energía y demás atributos de la vida noble y elevada de nuestra especie, pasaron á segundo término, ante esa fascinación ejercida por el talento puro. Pero el talento en sí mismo y divorciado de las demás potencias y resortes del alma, rompiendo la armonía de la vida, considerándose unas veces substraído a ella y otras por encima de ella, vino á parar en «intelectualismo», esto es, en concupiscencia ó gula de la mente, en estéril voluptuosidad del cerebro, nutriéndose, como un pólipo, á costa de las restantes facultades y determinando la parálisis de la voluntad. De aquí una nueva reacción contra esa parálisis ó abulia y una nueva idolatría de la voluntad por la voluntad y como fuerza independiente. De aqui la apología del luchador, del hombre fuerte, del super-hombre, como valores absolutos y hecha abstracción de toda finalidad y enlace con el orden general de la existencia, que informa una gran parte de las modernas doctrinas.

El flujo y reflujo del pensamiento suele ofrecer estas oposiciones extremas y en ellos naufraga y desaparece momentáneamente el sentido humano de la vida, el sentido perenne y eterno de las cosas, que no hay que confundir con las transacciones artificiales y burdas del «justo medio». Así, la ciega adoración de la voluntad no es menos desatinada ni pernicio-sa á menudo que la ciega adoración del talento, por aquella sustituida. Restablezcamos, pues, ese sentido humano, ese sentido perenne, —que no es en definitiva más que el buen sentido, —proclamando que la admiración y la gratitud de los hombres se deben en primer término, no al talento ni á la voluntad en abstracto y como si fueran agentes de una naturaleza irresponsable y fatal, sino al talento generoso y á la buena voluntad, de donde quiera que salgan y donde quiera que aparezcan. Sí; hay algo en la formación de los grandes hombres, superior al espectáculo de una voluntad indomable y sin intermitencias superior á la pompa del talento y á la gracia y lucidez del discurso, chispeando por todas sus facetas diamantinas. Existe un factor de índole más elevada y excelsa que la inteligencia pura y la voluntad pura y el arte deslumbrador y la sabiduría prodigiosa; algo que procede del centro del alma en su esencia, de alli donde se confunden y templan y unifican las potencias todas del espíritu para producir el fenómeno, irreductible y jamás idéntico á otro alguno, de la individuación, de la propia personalidad. Este algo es la nobleza ó elevación de carácter.

Túvola Balmes en grado eminente y superior á su misma firmeza, á su capacidad vastísima, —vastísima al propio tiempo como fábrica y como almacén, —para seguir una ingeniosa distinción suya. Esa elevación de alma es el secreto hechizo de su figura y la secreta explicación de su ascendiente sobre todo linaje de espíritus. Ella irradia y actúa á través de sus ideas y razonamientos, como un fluido imponderable á través de un hilo conductor. Ella es superior á sus mismas concepciones; y entiéndase que me refiero á su intervención de publicista en la gran contienda española, antes que á su personalidad de filósofo puro. Ella acaba por apoderarse de nuestra atención y por interesarnos di- rectamente y en sí misma más aun que por operación intelectual é indirecta. Ella se impone con una superioridad que no nace exclusivamente del vigor mental ni de la abundancia de recursos dialécticos ni de la lucidez continua, sino que parece regirlos y coordinarlos en una especie de triunfo de lo pragmático sobre lo puramente ideológico, como ahora se diría.Ella hace, en fin, que espíritus en apariencia muy distantes según el cuadro vulgar de las opiniones, puedan saludarse y verse realmente muy próximos según la pauta más compleja é inmaterial de las «afinidades electivas.»

 Elevación, generosidad, nobleza de espíritu, puntos de vista desinteresados y grandes, subordinación de todos nuestros actos é ideas á un objetivo digno de este nombre, esto es lo qué da valor á una existencia, á una pluma, a un publicista. En tal sentido ninguno merece la consideración que Balmes, juzgúesele desde el partido ó posición filosófica que se quiera. Ese es el timbre de oro, que distingue á la pureza de la bastardía y de la escoria. Hay genios, verdaderos genios por su potencia mental, que son hondamente repulsivos y aun ordinarios y rastreros por la baja ley de su carácter, por la falta de calor humano que en ellos advertimos y que produce una sensación análoga al contacto de un hemacrima ó bicho de sangre fría. Hay medianías intelectuales á quienes la elevación de espíritu redime de su mediocridad y, por la delicadeza de los afectos y la rectitud de las intenciones, ascienden á la región de lo superior y selecto. Así hubiera pasado con Balmes si su inteligencia no hubiese sido de primer orden y así se duplica su eficacia por medio de la conjunción insólita de un gran corazón y un preclaro entendimiento.

¡Un gran corazón! Es posible que sea esta la peor antigualla que muchos encuentren en el fondo del pensador de Vich. Acudió á la lucha por un impulso del corazón y, ¿quién los escucha hoy día? Había acabado la guerra carlista con el abrazo de Espartero y Maroto; se habían depuesto las armas; después de siete años empezaba á renacer la paz en las ciudades y en los campos, aunque no en los espíritus. Y Balmes deseaba la paz en los espíritus: una paz real y efectiva, no simplemente material y de apariencia. Amaba el orden, pero no un falso orden opuesto á la falsa libertad. Amaba la civilización, pero la substancia de la civilización y no el barullo ni la garrulería. Sentía repugnancia por toda violencia y crueldad; y para evitarla, desde la derecha con una nueva guerra civil y desde la extrema izquierda con las convulsiones de la anarquía ó de una revolución eternamente infecunda y estéril, se interpuso entre ios dos bandos para traerlos á términos de conciliación, dispuesto á recibir las balas perdidas ó desleales de los dos fanatismos y los dos campamentos.Quería, en suma, el progreso, un progreso de contenido y no de palabra, que consistiera en «la mayor inteligencia, la mayor moralidad y el mayor bienestar posible para el mayor número posible». Ex abundantia cordis os loquitur. Por esto y para esto escribió Balmes y esta plenitud del ánimo determinó la vocación del publicista y ia ejemplaridad de su sacrificio. Si ahora volvemos la vista enrededor y nos preguntamos y preguntamos á los demás: ¿por qué escribís? ¿por qué escribimos?, la contestación no podrá ser franca ni categórica las más de las veces, aun concediendo á la «profesión» actual la amplitud de móviles de que carecía la«vocación» antigua. Si toda una generación de escritores y publicistas fuesen citados ahora á juicio de residencia é interrogados al tenor de las palabras de Balmes; si se les dijera: ¿estáis seguros de no haber exasperado los ánimos, de no haber atizado el incendio, de no haber contribuido á que se derramara una lágrima ni una gota de sangre?, la vacilación, cuando menos, había de turbarles á todos.

No ya el impulsivo y el inconsciente, no ya el hidrófobo y el terrorista intelectual —atacados de esta ferocidad que toman algunos como distintivo de fortaleza de ingenio—serían incapaces de dar una explicación completamente reflexiva de su obra. Estos últimos escriben, al fin y cabo, con la misma inconsciencia fisiológica con que el perro rabioso entiende aliviar el prurito de sus encías clavando los dientes en el primer cuerpo duro ó blando que se le pone por delante, con la misma inconsciencia fisiológica que excita en el alacrán la secreción de su veneno. Pero los otros, los normales, podríamos decir, no están menos expuestos á la desorientación ni menos tocados de ella, porque por regla general es la rutina y no el ideal, es la parcialidad y no la elevación de miras, es la ambición ó la vanidad y no la fiebre de un alto pensamiento, lo que actualmente recluta y conduce el ejército de la pluma. En una palabra, porque no adoptamos un punto de vista elevado y constante y porque prescindimos del sentimiento de la responsabilidad, que es la contrición anticipada por nuestros yerros futuros.

MIGUEL S. OLIVER

LA VANGUARDIA, 4 de junio de 1910, pág. 6

"Recordando a Balmes" - I - LA VANGUARDIA - 28-05-1910

LA VANGUARDIA

DIVAGACIONES

RECORDANDO Á BALMES

I

¿Hasta qué punto interesa este recuerdo á la actual generación? ¿Podrá cautivar, ó cuando menos entretener, á un público tan heterogéneo como el que forman los lectores de este diario y de todos los diarios de su misma índole? No sé... Balmes nació en 1810 y falleció en 1848. Su vida pública fue breve; no duró más allá de treinta y siete años. Entre su labor de publicista y nuestro tiempo, median ya cosa de sesenta y cinco años. El mapa espiritual de España ha sufrido desde entonces una modificación importantísima, que fuera insensato desconocer ó negar. El estado de hecho en que Balmes conoció á la sociedad española y que le sirvió de punto de partida, se ha alterado profundamente desde entonces. Algunos de los principios de su constitución interna, que él encontraba vivos y apenas arañados en la superficie, como el de la unidad religiosa, han sufrido después rudos ataques y el menoscabo consiguiente en los grandes centros de población, donde ya se hallaba planteada la lucha. Ésta lucha, en fin, ha empezado á invadir las ciudades secundarias y los campos.

Cierto que el combate continúa á estas horas y que nos encontramos en uno de sus momentos culminantes. Pero esto mismo, que presta actualidad al recuerdo del ilustre pensador, no permite acaso que se pueda dar al reconocimiento de sus altos méritos, á la comprensión de su vida y de su obra, aquella amplitud y unanimidad de pareceres á que tienen derecho indiscutible. Vivimos en un momento de pasión política, de encono doctrinal muy agudo. Los combatientes de uno y otro lado, por natural inclinación del instinto, juzgarán á Balmes desde su política y su escuela respectivas, como enemigo ó como aliado, afectando no reconocer las demás excelencias en que se funda su titulo á la gratitud de los españoles, como tales españoles y por encima de todo partido, de toda tendencia filosófica y aun estoy por decir que de toda filiación religiosa ó confesional. Porque el rasgo supremo de su intervención fue el punto de vista constantemente nacional, esencialmente patriótico que adoptó y mantuvo, con heroica persistencia, desde el principio al fin de su campaña y de sus días.

 Sobre este aspecto versan, principalmente, mis consideraciones de hoy y de los dos ó tres artículos que seguirán. Y no porque pretenda desfigurar su carácter ni presentar á Balmes como un publicista laico, que escribiera vuelto de espaldas á su ministerio y de cara á la popularidad ó al viento de la secularización. Nada de esto. Balmes fue un doctor de la Iglesia católica y escribió constantemente dentro de ella, aunque no limitándose á ella. Hablaba desde el templo, pero su voz alcanzaba hasta más allá del templo. Puso singular empeño en que no quedase ahogada y como muerta dentro de la comunión de los fieles, por extensa y general que se presentara entonces. Comprendió la gravedad del conflicto que se abría para el principio cristiano; y vio que no fuera más que mantenerse pasivamente á la defensiva el limitar su acción al círculo de la creencia sin intentar una generosa incursión en el campo de la incredulidad y del escepticismo. No se encerró, en suma, ni en el claustro, ni en la sacristía, ni en la congregación devota, sino que levantó su voz por encima de ellas y para que resonara mucho más lejos: en toda la nación, en la sociedad, en el mundo civilizado.

 Las dimensiones y el carácter de una crónica de diario no permiten, por desgracia, entrar en los pormenores indispensables para reconstituir el momento social y político de la aparición de Balmes. Aun así, la reincidencia en los doctrinarismos inflexibles y pétreos de la anterior centuria, que caracteriza el instante de ahora, haría bastante difícil esa apreciación y sincera estima que debe merecernos la memoria del insigne vicense. El jacobinismo mental, en su doble aspecto revolucionario y reaccionario, ha dado al traste, temporalmente, con una de las conquistas más legítimas y puras del espíritu contemporáneo. La estética, la historia, la crítica modernas se habían enriquecido, de una manera definitiva al parecer, con el principio fecundo de la nacionalidad y de la época, del elemento territorial y del elemento isócrono aplicados á la comprensión de los hechos, las manifestaciones artísticas y la vida de los grandes hombres. Hombres, ideas y hechos eran y deben ser juzgados y entendidos, no á la luz de nuestras modas, de nuestros caprichos, de nuestras actuales preferencias; no aislándoles violentamente de su tiempo, de su patria y del estado mental ó anímico que encontraron al nacer, sino relacionándolos con ellos, cotejándolos con ellos y determinando, en suma, por comparación y aprecio de todos los obstáculos y posibilidades, de todas las fuerzas y resistencias, el peso real de la personalidad y la obra.

Repasando, hace tiempo, la colección de un viejo periódico doceañista —y he citado ya este caso en otra ocasión —encontró una página de maravilloso candor literario. Era un examen del Sancho Ortiz de las Roelas, representado en el teatro con motivo de no se qué solemnidad patriótica; y aquel anónimo Lessing de provincia se encaraba con Lope y le dirigía durísimos Cargos por haber dado de la obediencia de los subditos y del poder de los reyes una idea tan contraria «á los sabios principios de la inmortal Constitución que acababan de votar las Cortes de Cádiz». Pues esto, que nos hacia reír hace diez años y que saludábamos todos como una nota regocijada y pintoresca de la candidez intelectual de nuestros abuelos y como una franquicia de nuestro espíritu respecto del suyo, se reproduce ahora con caracteres menos regocijados y más alarmantes. He visto, no há mucho, á enten- dimientos en extremo cultivados y poderosos desarrollar análogas consideraciones acerca de personajes tales como Jaime I el Conquistador, discurriendo acerca de su existencia y sus hazañas, no con arreglo al estado de hecho y á la mentalidad qué dominaban en Cataluña y en todo el mundo durante el siglo XIII, sino con arreglo al estado de hecho y la mentalidad que dominan ahora en París y que reflejan diariamente las páginas de L'Humanité. Dentro de esta atmósfera, ¿será posible comprender á Balmes, sin que muchos insinúen un rutinario gesto de desdén, exclamando: «bah! un escritor neo»; sin que otros no vean más que un «campeón de la buena causa» en sentido no menos rutinario que el anterior, y sin que un tercer grupo de gentes desconfiadas no se lo represente como á un suspecto precursor del «modernismo» eclesiástico, que anduvo bordeando los linderos de la apostasía?

Balmes fue un apologista de la religión y un defensor del principio monárquico; lo fue constantemente, sinceramente. Pero lo fue en una forma y con una amplitud desconocidas antes en España y casi me atrevo á decir que después. Antes de Balmes, la revolución había suscitado ya en la península una multitud de defensores de las creencias é instituciones tradicionales. Cuando, á los dos años del alzamiento de 1808, la libertad de imprenta, admitida de hecho, y la convocatoria de Cortes, desataron la primera polémica, aparecen montones de folletos y libros, surgen vindicaciones y alegatos, salen á la palestra campeones tales como el P. Alvarado, el P. Vélez, el P. Strauch. Mas estos defensores de lo antiguo se mantenían en los límites de la defensa de un estado posesorio y de una disputa con la Enciclopedia, que acababa de hacer franca irrupción en nuestro país. Vivían ya dentro del siglo XIX, pero hablaban todavía el lenguaje del régimen antiguo. En algunos momentos y á juzgar por no pocas manifestaciones de esta apologética, se diría que no habían pasado por el horizonte español Isla ni Feijóo. La argumentación, el estilo, el desarrollo son silogísticos, cuando no ergóticos y gerundianos. Es la escolástica que discute todavía con el filosofismo francés, el siglo XVIII dialogando con el siglo XVIII.

Pero mientras en España el espíritu religioso sufre el primer ataque formal, Europa está de vuelta. Mientras aquí ensayamos la revolución, el mundo entero siente el hastío de la revolución y hasta una especie de repugnancia física por sus últimos horrores y por el encharcamiento de sangre de que quedan húmedas las ciudades y los campos de batalla. Mientras aquí se intenta el primer asalto contra la Iglesia, Napoleón se consagra aparatosamente como Carlomagno, restablece el culto en Nuestra Señora de París, arregla el concordato con Roma. Mientras aquí se escriben y se leen las Cartas del filósofo rancio, la Apología del Altar y el Trono, la traducción de las Memorias del abate Barruel, producto de una táctica defensiva y de un sistema de ideas que se ve cercado por todas partes, hace ya muchos años que corre por el mundo el Genio del Cristianismo, producto de una táctica nueva y de un impulso agresivo ó de reconquista. Hace tiempo que Europa experimenta un temblor desconocido, una corriente sentimental de intensidad nunca de antes experimentada en la historia de los pueblos modernos: el romanticismo.

No; la restauración religiosa y espiritualista, que constituye una de las principales fases del romanticismo y que se caracteriza en Alemania por una especial acentuación católica, aún en los escritores que no desertaron prácticamente del protestantismo, y en Francia por la aparición de grandes apologistas seglares; esa restauración no fue un movimiento simplemente defensivo, organizado tan sólo por un poder ó por una jerarquía teocrática. Fue también, por manera muy clara y perceptible, un movimiento hondamente popular, espontáneo, de abajo arriba. No consistió tanto en el esfuerzo de la Iglesia para conservar y recobrar el dominio de las conciencias y de las sociedades, como en un retorno de las sociedades y de las conciencias, extraviadas y espantadas, en busca de la Iglesia. La so- ciedad misma dio alientos á Chateanbriand, á De Maistre, á Bonald. De las entrañas de la sociedad laica surgieron los acentos de querub y el arpa angélica de Lamartine, en la cual se presentaron ornadas de virginal juventud la poesía cristiana y las más puras elevaciones del neo-platonismo. En esa corriente se alimentó la primera musa de Víctor Hugo; y hasta cuando suscitaba un incrédulo incurable, un pobre «hijo del siglo», como Musset, hacíalo en forma que el espectáculo de su propia desolación fuese acaso tan ejemplar y persuasivo como el de la piedad más profunda. Era el pelícano de las leyendas zoológicas, abriéndose el pecho, mostrando sus entrañas dilaceradas y sangrientas, la total ruina psicológica de Rolla, el libro maligno, el corrosivo volteriano, y el suicidio individual ó el ansia de destrucción de la especie como última fase del proceso. En esa escuela y en ese ambiente se forjaron las figuras culminantes del futuro sacerdocio. Así surgieron, antes Lamennais y, poco después, el espíritu balsámico y la palabra de fuego de Lacordaire. Y unos y otros explican y preparan también, en España, la aparición de Jaime Balmes.

MIGUEL S. OLIVES LA VANGUARDIA,

28 de mayo de 1910, pág. 6

Article escrit per mi i publicat a El 9 Nou referent als inicis de La Caixa a Vic

És molt interessant l’exposició que hi actualment a La Caixa sobre els 100 anys de l’obertura de la primera oficina a Vic; però trobo a faltar més dades que aclareixin els passos previs que ens informin del com i qui va tenir la iniciativa per a que s’obrís la Caixa de Pensions per a la Vellesa i d’Estalvis.

 Casualment jo, que no sóc historiador, ni investigador professional, en les meves recerques en diaris antics que faig habitualment a l’Arxiu Episcopal de Vic, vaig trobar les següents referències del diari La Gazeta Montanyesa, que ens aclareixen una mica aquestes qüestions:

“Sessió d’Ajuntament: En la sessió del dimecres se feu... acceptantse una proposició suscrita pel Sr. Terricabras y altres demanant al Ajuntament interposi el seu concurs per lograr l’establiment d’un sucursal de la Caixa de Pensions per la Vellesa, de Barcelona”. (Dissabte 12 de març de 1910)

“El Consell directiu de la Caixa de Pensions per la Vellesa y d’Estalvis, que’s reuní divendres a Barcelona baix la presidencia y ab assistencia de distingides personalitats, secundant l’iniciativa de nostre Ajuntament, acordá la creació d’una sucursal en aquesta ciutat (Vic)”. (Dimecres 13 d’abril de 1910)

“La Junta del Patronat de la Sucursal que la Caixa de pensions pera la Vellesa y d’Estalvis que s’estableix en aquesta ciutat ha quedat constituida en la següent forma: President, l’Alcalde d’aquesta població (D. Josep Font i Manxarell), i 15 vocals entre els quals puc citar a D. Antoni Arumí i Blancafort, D. Josep Comella i Colom, D. Josep Fatjó i Vilas, i D. Joaquim de Rocafiguera, entre d’altres. “Han comensat ja’ls trevalls pera establir dita sucursal en un lloch molt centrich d’aquesta ciutat.” (Dissabte 23 de juliol de 1910)

O sigui, la proposta d’establir La Caixa a Vic va ser del “Sr. Terricabras y altres” i es va fer efectiva a través de la iniciativa de l’Ajuntament encapçalat per l’Alcalde, D. Josep Font i Manxarell.