Jaume Balmes Urpià

Jaume Balmes Urpià

lunes, 27 de junio de 2011

Bisbe de Vic- JOSEP TORRAS y BAGES – Discurso titulado "Nuestra Unidad y Nuestra Universalidad" - X

X

La coincidencia de las ideas de Balmes, que acabamos de extractar, con el contenido de la Encíclica de Nuestro Santísimo Padre Pío X, que antes hemos citado, y cuya enseñanza no es más que la perpetua enseñanza de la Iglesia católica, prueba la penetración y fidelidad de nuestro escritor en la interpretación del espíritu del Cristianismo, y demuestra la unidad y universalidad de la ley no escrita, de la ley evangélica, que permanece la misma y es aplicable á todas las situaciones que presenta el linaje humano en su desenvolvimiento temporal en este mundo. Porque nuestra Ley, la Ley de gracia, única en el mundo, es aquella Ley de los corazones por la cual tanto suspiraban los antiguos profetas (Jerem. XXXI, 33.) y con tanta elocuencia por el apóstol de las gentes predicada (Hebr. X, 16 et alibi.); no es sólo una regla del entendimiento, sino una ley de todo el hombre, que por esto Santo Tomás (1.ª 2.ae Q. CX, a. IV.) enseña, que la gracia radica no en las potencias sino en la esencia del alma, de modo que la misma fe que es una forma del entendimiento comprende igualmente la voluntad (2.ª 2.ae Q. IV. a. II.) é interesa el sentimiento.

En consonancia con estos principios acerca de la gracia y de la fe, es la conducta que la Iglesia viene observando en la propagación de la doctrina de salud eterna desde los tiempos apostólicos. Por esto escribe nuestro apologista que «la Iglesia no esparció sus doctrinas generales arrojándolas como al acaso... sino que las desenvolvió en todas sus relaciones, las aplicó á todos los objetos, procuró inculcarlas á las costumbres y á las leyes, y realizarlas en instituciones que sirviesen de silenciosa pero elocuente enseñanza á las generaciones venideras» (Protestantismo, t. I.). La contemplación de la vida de la Iglesia que Balmes con superior talento había hecho, y que tenía siempre en cuenta al lado de las doctrinas teológicas y canónicas, porque juntas, la doctrina y la práctica de la vida, proporcionan la visión de la verdad, le dio un profundo convencimiento del proceder de la Iglesia en todo el decurso de su historia. La Iglesia no es una escuela filosófica ó científica. Dentro de ella se crían lozanamente la filosofía y la ciencia y todas las artes y disciplinas de la civilización, porque su horizonte abarca la totalidad humana; pero ella en sí no es más que escuela de salvación eterna y precisamente porque es escuela de salvación eterna abarca la totalidad humana, pues siendo el hombre inteligente y libre, es claro que debe usar de sus facultades orientándolas hacia el fin de su propia existencia.

Pero como la Iglesia, por la luz divina de que goza, comprende perfectamente la naturaleza humana, en la diseminación de la doctrina que ha de informar la vida, procede según las exigencias de nuestra complexión. «...Por más poderosa que sea, dice Balmes, la fuerza de las ideas, tienen, sin embargo, una existencia precaria hasta que han llegado á realizarse, haciéndose sensibles, por decirlo así, en alguna institución, que, al paso que reciba de ellas la vida y la dirección de su movimiento, les sirva á su vez de resguardo contra los ataques de otras ideas ó intereses. El hombre está formado de cuerpo y alma, el mundo entero es un complexo de seres espirituales y corporales, un conjunto de relaciones físicas y morales; y así es que una idea, aun la más grande y elevada, si no tiene una expresión sensible, un órgano por donde pueda hacerse oír y respetar, comienza por ser olvidada, queda confundida y ahogada en medio del estrépito del mundo, y, al cabo, viene á desaparecer del todo. Por esta causa, toda idea que quiere obrar sobre la sociedad, que pretende asegurar un porvenir, tiende, por necesidad, á crear una institución que la represente, que sea su personificación; no se contenta con dirigirse á los entendimientos, descendiendo así al terreno de la práctica sólo por medios indirectos; sino que se empeña, además, en pedir á la materia sus formas, para estar de bulto á los ojos de la humanidad» (Protestantismo, t. II. c. XXX.).

Estas palabras de Balmes son como un preludio de las enseñanzas del actual maestro supremo de la Cristiandad, nuestro amadísimo Papa Pío X. Dios le ha puesto en la cátedra de San Pedro, y el espíritu práctico, positivo, como dicen ahora, del Pontífice se revela tanto en las Encíclicas más encumbradas que sobre la doctrina ha publicado, como en toda su gestión gubernativa, en todos, sus actos disciplinares. Encargado de sostener en nuestros agitados tiempos la doctrina de salvación, sigue el sistema tradicional de la Iglesia de que da testimonio nuestro apologista: «se empeña en pedir á la materia sus formas, para estar de bulto á los ojos de la humanidad.»

Jesucristo no quiso hacer una escuela, sino un mundo, y por consiguiente la apología del mundo cristiano no se ha de referir sólo al orden intelectual, sino á todos los órdenes de la vida. Por esto Balmes para defender á la Iglesia católica hizo la apología de la civilización procedente de la misma, pues que en la palabra civilización se comprende todo el conjunto de la vida social. Por esto Pío X exhorta á los fieles á la acción social católica, es decir, á la enseñanza, á la beneficencia, á la organización popular, á la justicia y equidad entre todos los elementos que integran la vida de nuestro linaje. Por esto la acción pastoral de Pío X se ha dirigido de un modo preferente á fomentar las fuentes sobrenaturales de la piedad, que ponen en comunicación los hombres con el Espíritu de vida; y Balmes el apologista filósofo, pero profundamente creyente, escribe las siguientes palabras, que nosotros, Señores, todos los que empleamos la vida en la dilatación y gloria del reino eterno debemos siempre tener muy presentes, y que no vacilamos en repetir segunda vez en este discurso: «para creer no basta haber estudiado la religión, sino que es necesaria la gracia del Espíritu Santo. Mucho fuera de desear que de esta verdad se convenciesen los que se imaginan que aquí no hay otra cosa que una mera cuestión de ciencia, y que para nada entran las bondades del Altísimo» (Carta VII á un escéptico.).

Son estas palabras una elocuente alusión á aquella Ley no escrita, como dice Santo Tomás, á la gracia del Espíritu, que es la que rige la sociedad cristiana, ó sea el cuerpo místico de nuestro Señor Jesucristo; y mezclando con la ciencia divina las opiniones humanas, tal vez con cierta exactitud podemos aquí aplicar aquella máxima de los positivistas cuando afirman ellos en mal sentido, que la necesidad crea el órgano. La abundancia y la fortaleza del espíritu sobrenatural que vivifica la sociedad cristiana ha de ser la garantía de su desarrollo y lozanía. La vida interior es la esencia de la vida cristiana, hoy por desgracia amortiguada por los esplendores ó seducciones de nuestra civilización espléndida pero materialista; por esto realzar la vida interior es la gran necesidad de nuestro siglo, y uno de los objetos á que con preferencia ha de dedicar sus esfuerzos la apologética contemporánea; sin la vida interior que es como el alma de la Iglesia, de la sociedad cristiana, la vida de ésta languidece. Al revés, su organismo se robustece, sus miembros se desarrollan y su acción es activa cuando las almas están más íntimamente unidas con el Espíritu Santo que todo lo vivifica. La necesidad crea el órgano. La gracia de la fe y de la caridad abundando en el interior se exterioriza con el desarrollo espontáneo de instituciones que propagan la vida sobrenatural en el linaje humano, socorriendo sus necesidades espirituales y corporales.

Este testimonio exterior y visible de la existencia de un elemento sobrenatural en el Cristianismo, de la existencia de una ley interna grabada en los corazones, la gracia del espíritu Santo, posee una gran fuerza de convicción para los espíritus escépticos que tanto abundan en los tiempos modernos. Los argumentos dialécticos é históricos es indudable que son un arma poderosísima de la apologética cristiana; pero la manifestación externa y por obras palpables de la existencia del espíritu sobrenatural en la Iglesia Católica, es de una evidente oportunidad en estos tiempos de libre examen. Los argumentos de razón se discuten, se contradicen, las alegaciones históricas se interpretan en distintas maneras; pero la manifestación de una plenitud de vida humana que no procede de un sistema filosófico, ni de un interés político, ni de un espíritu de clase, ni de circunstancias históricas, sino que se mantiene vivo en la sucesión de los tiempos, que indica un espíritu sobrehumano, que no procede ni de la sangre, ni de la carne, ni de voluntad de hombre, que el mundano siente, pero que no sabe de donde viene ni á donde va, se impone, y escapa á la impugnación porque es un hecho sensible, y en épocas de escepticismo es indudable que el método positivo tiene oportunidad para preparar los espíritus á recibir la verdad sobrenatural templando las excesivas excitaciones racionales, á veces demasiado presuntuosas; por lo cual el Cardenal González en su historia de la filosofía afirma que el positivismo que se lisonjea hoy de llevar de vencida a la metafísica, se verá precisado á cejar en su empeño, al menos en lo que tiene de absoluto y exclusivo, si bien es posible que comunique á la metafísica futura un sedimento experimental.

De otra parte la sentencia de nuestro Señor Jesucristo, si mihi non vultis credere operibus credite, parece una ratificación divina de este procedimiento apologético, y podemos, sin vacilación, asegurar que la multiplicación de los pueblos cristianos se ha obtenido y se obtiene por este camino: por la acción evangélica. Sin duda los que redactaron el Elenco de este Congreso movidos por un espontáneo instinto cristiano, pusieron como tema VI del mismo: «Apología del catolicismo por las obras sociales». Por esto también nuestro Santísimo Padre Pío X exhorta á sus fieles á trabajar, revestidos de un espíritu sobrenatural, en el alivio de las miserias corporales y espirituales de nuestro linaje. El Cristianismo, repetimos, no es una pura concepción intelectual, sino que es una vida. El hombre está compuesto de alma y cuerpo, y así la apología de nuestra religión divina ha de ser como ésta, un complejo en que entre todo, las virtudes y las ciencias, todos los pueblos y todas las edades, unificado todo por un mismo espíritu, un cosmos espiritual que por mil lenguas distintas cante la gloria de Dios y de su Cristo y de su reino en el mundo que es la Iglesia nuestra madre.

La unidad, la santidad y la universalidad son las características de la Iglesia católica, estas mismas notas han de distinguir á la apologética: la doctrina del angélico Maestro, síntesis gloriosa de la sabiduría divina y humana, ha de ser la escuela donde se formen los apologistas, introduciendo en ella el tesoro de los nuevos conocimientos que vayan apareciendo con el desarrollo de los tiempos: y Balmes puede dignamente ser el dechado del atleta de la fe en los tiempos modernos, del apologista, del luchador por las ideas y las costumbres cristianas, que ha de conocer la situación del enemigo, las armas de que dispone y la estrategia que usa, y provisto su arsenal de todos los medios ofensivos y defensivos propios de la milicia evangélica, confiando más en Dios que en sí mismo, cubierta su cabeza con el yelmo de la fe y embrazando el escudo de la equidad, ha de entrar en la batalla en unidad de espíritu y dirección con la Iglesia militante cuyo jefe visible es el Romano Pontífice, Vicario en la tierra del que en definitiva ha de prevalecer en la antigua lucha entre el bien y el mal que se agita en el mundo desde los principios de nuestro linaje, y que durará hasta que se acaben las humanas generaciones y se constituya el eterno reino de la Verdad.

FIN del discurso

miércoles, 15 de junio de 2011

Bisbe de Vic- JOSEP TORRAS y BAGES – Discurso titulado "Nuestra Unidad y Nuestra Universalidad" - IX

IX

Estos mismos contrastes y variedades que por fuerza resultan de la diversidad de épocas, de países, de costumbres, de clases, de sistemas científicos, políticos y sociales que van apareciendo en el mundo con el rodar de los siglos, dada la limitación de la inteligencia humana, ocasionan conflictos, antinomias aparentes, entre lo temporal y lo eterno, entre lo transitorio y lo permanente; y por razón de lo transitorio y variable, Dios ha establecido en la tierra su santa Iglesia, invariable y perpetua, siempre la misma; porque todo lo demás varía, y ella tiene la misión de guardar la unidad esencial de nuestro linaje entre lo pasado, presente y futuro, entre lo variable y lo invariable, entre lo temporal y lo eterno, entre Dios y el hombre; depura lo verdadero de lo falso, separa el oro de su escoria, y va enriqueciendo su tesoro con todo lo aprovechable que aparece en el decurso de los siglos y lo guarda para aplicar lo nuevo y lo viejo, según convenga, en bien del linaje humano, como aquel sabio padre de familias de que nos habla el Evangelio. (Math. XIII, 52.)

Todos los siglos, todas las razas, todos los pueblos han de contribuir á la gloria del reino eterno. Dios es el Señor de todos los siglos y de todos los pueblos, y hasta aquellos períodos de tiempo y aquellas razas de hombres, que á nuestra superficial mirada solo presentan deformidades y que en nuestra vanidad consideramos despreciables, presentarán en el día de la universal liquidación, riquísimas preciosidades que se produjeron ocultas entre la maleza, porque lo más precioso suele ser lo más oculto, y enseña San Agustín que el mal existe para colaborar á la producción del bien; y nos dice el Espíritu Santo que toda la hermosura de la hija del Rey, que simboliza la Santa Iglesia, está en lo interior. La monstruosidad y la perfección suelen convivir en el mundo, y a veces están la una cabe la otra, y la humanidad perfecta destinada á reinar para siempre en la gloria, será de procedencia de todos los siglos y de todos los pueblos, pues Santo Tomás (1ª. 2.ae Q. 106, a. I. ad tertium.) enseña, comentando el libro de la Sabiduría, que esta ley no escrita, el Espíritu Santo, ha ejercido su influencia de santificación en todas las generaciones, aunque siempre en virtud de la fe implícita en Cristo.

La mezcla del bien y del mal en el mundo, los contrastes y variedades que aún dentro del respectivo orden de cosas se manifiestan en el mismo, hacen necesaria la apologética, es decir una táctica, un arte para adquirir el predominio en las almas; y como la lucha es universal y complicadísima, y se extiende á todos los elementos humanos, cuya síntesis es la vida, los medios de sostenerla han de ser también variados aunque todos contenidos en la enseñanza sublime con que Jesús Señor nuestro encargó á sus discípulos la conquista espiritual del linaje humano hasta la consumación de los siglos. Y como con la sucesión de los siglos cambian las costumbres, las aficiones y las ideas de nuestro linaje, y con ellas varían también las instituciones sociales, el oficio del apologista no consiste en derribarlas, sino en trabajar para que sean honestas y equitativas, á fin de que sean animadas por aquel Espíritu omnipotente por cuyo soplo fue criado el mundo, magnificadas todas las criaturas y el hombre es conducido á su perfección.

Por esto la apología de la Ley de gracia no resulta tanto de la elocuencia de la palabra y de la sabiduría de los escritos, como de la excelencia de las obras por ella producidas. El Espíritu Santo que vivifica á la Iglesia se manifiesta más por la santidad y la virtud, que por hermosas palabras y sabias teorías; por esto San Pablo decía que en su predicación no se valía de las palabras persuasivas del humano saber, sino de los efectos sensibles del espíritu y de la virtud de Dios, para que la fe del pueblo no estribase en saber de hombres, sino en el poder de Dios, pues que las cosas que son de Dios, dice maravillosamente el grande apóstol, nadie las ha conocido, sino el Espíritu de Dios, que por esto las tratamos no con palabras estudiadas de humana ciencia, sino conforme nos enseña el Espíritu Santo, acomodándolas ó adaptándolas á palabras espirituales. Porque el hombre animal no puede hacerse capaz de las cosas que son del Espíritu de Dios : pues para él todas son una necedad y no puede entenderlas : puesto que se han de discernir con una luz espiritual, (1.ª ad Cor. cap. II.) que no tiene. Así hablaba el apóstol de los gentiles á aquellos griegos de espíritu refinado, dados totalmente al deleite literario y á la especulación intelectual; á unos hombres ávidos de novedades y que se pasaban la vida buscando cada día una nueva emoción con doctrinas peregrinas que se iban publicando. Hombres muy parecidos á nuestros intelectuales, y á aquellos académicos, de que habla San Agustín, contemporáneos suyos, que no quieren fundar su vida en la roca granítica de la verdad sólida, sino que no quieren fundarse en nada, no creen en la verdad, y van vagueando por las formas movibles, que aparecen y desaparecen : todo es relativo, dicen, y prefieren pasar la vida como si esta fuera solo una larga y variada sesión de cinematógrafo.

Es claro que también San Pablo recomienda á su discípulo Timoteo, encargado de evangelizar á unas gentes de igual ligereza de espíritu, que no ceje en su predicación, que hable de Dios, con fuerza y valentía, con ocasión ó sin ella, que reprenda, ruegue y exhorte con paciencia y sabiduría (1.ª Tim. cap. IV.).

Porque siendo la palabra el medio de comunicación de unos hombres con otros, el cultivo de la palabra, oral ó escrita, es una necesidad de la apologética, y el estudio de las ciencias un auxiliar poderoso para la propagación de la Verdad evangélica; pues la verdad natural es como un preámbulo de la sobrenatural, como la tierra es un vestíbulo ó atrio del Cielo, como el tiempo es un preliminar de la eternidad. Pero la adaptación de nuestra palabra á las cosas de Dios, que San Pablo nos predica, exige que nuestra palabra evangelizados sea un eco de la palabra, del Verbo de Dios, que por esto Él la habló al mundo, y que aun cuando cultivemos las ciencias profanas con libertad, cuidando de no entrar en los dominios de la fe que están fuera de su jurisdicción, no obstante nunca podemos perder de vista á Dios, porque, como dice San Pablo, ya durmamos, ya vigilemos, del Señor somos.

Pero el abuso de la palabra es en detrimento de la idea, y un peligro en situaciones de refinamiento social. Nuestro Santísimo Padre Pío X, en su Encíclica de 26 de Mayo último, pone en contraste á los que con estrépito de palabras y queriéndose hacer un nombre pretenden reformar la sociedad cristiana, y los reformadores sinceros que comienzan por reformarse á sí mismos, dando santos ejemplos, y fían más de la gracia divina y del ejercicio de la caridad hacia el prójimo que de la elocuencia de la palabra. Hasta entre los gentiles encontramos la reprobación de los excesos literarios. El austero Juvenal quería emigrar de Roma para escapar de los poetas que pululaban por todas partes y le acosaban en aquella inmensa y cultísima urbe. En los tiempos cristianos el acre genio del sublime poeta florentino se exacerbaba contra los literatos discípulos del gran patriarca de nuestra civilización occidental, porque con el cultivo de las letras se les había enfriado el primitivo fervor contemplativo, y ponía en boca del glorioso San Benito aquellas palabras :
...e la regola mia
Rimassa é giú per danno delle carte
(Paradiso, C. 22.).
Nuestro Balmes pone en evidencia el lado flaco, el peligro de esta especie de flujo que padece la actual civilización con el exceso de producción literaria, naturalmente estimulada por las enormes facilidades que proporciona la imprenta y nuestro complicado sistema de vida civil y político. Conviene, Señores, que oigamos la palabra textual de nuestro insigne escritor:

«...prevengo la objeción que se me podría hacer, fundándose en la mucha fuerza adquirida por las ideas por medio de la prensa. Esta propaga, y por lo mismo multiplica extraordinariamente, la fuerza de las ideas; pero tan lejos está de conservar, que antes bien es el mejor disolvente de todas las opiniones... Desde la época de este importante descubrimiento se echará de ver que el consumo de las opiniones ha crecido en una proporción asombrosa... Esta rápida sucesión de ideas, lejos de contribuir al aumento de la fuerza de las mismas, acarrea necesariamente su flaqueza y esterilidad... Nunca como ahora ha sido más legítima una profunda desconfianza en la fuerza de las ideas, ó sea en la filosofía, para producir nada de consistente en el orden moral;... se concibe más pero se madura menos... la brillantez teórica contrasta lastimosamente con la impotencia práctica. ¿Qué importa que nuestros antecesores no fuesen tan diestros como nosotros para improvisar una discusión sobre las más altas cuestiones sociales y políticas, si alcanzaron á fundar y organizar instituciones admirables? » (Protestantismo, t. II, c. XXX.).

lunes, 6 de junio de 2011

Bisbe de Vic- JOSEP TORRAS y BAGES – Discurso titulado "Nuestra Unidad y Nuestra Universalidad" - VIII

VIII

En una época de refinamiento como la nuestra, hay una inclinación á las divagaciones del espíritu, y aun en el terreno de la religión, a pesar del positivismo de que se hace alarde, se huye de lo concreto en el orden de la creencia y se ama una especulación ilimitada, una creencia sin objeto fijo; y por esto hoy se encuentran tantos que reducen su vida espiritual á lo que llaman el sentimiento religioso. Ya en los comienzos de la Iglesia el apóstol San Pedro (2.ª, Petri, I, 16.), el Príncipe de los apóstoles, tuvo que combatir esta desviación de la fe cristiana, que no consiste, dice el Santo, en fábulas ingeniosas, en especulaciones de sabio, sino en hechos muy reales é históricos, de que ellos, los apóstoles, fueron testigos; de manera que los hechos que presenciaron los apóstoles, y de los cuales dan testimonio, son la confirmación y la ratificación de las antiguas profecías. Quiso la bondadosa Providencia hacer palpables al hombre los misterios de Dios, quiso que su Verbo se hiciese sensible. Él, que es espíritu, adoptó la manera de ponerse al alcance de los sentidos, quiso entrarse por los ojos del hombre á fin de que pudiesen del mismo aprovecharse filósofos y populares, ya que vino al mundo para salvar á todos. El origen, pues, de nuestra religión cristiana no es una nebulosa enigmática, sino hechos reales y palpables, la vida, pasión, muerte y resurrección gloriosa de Nuestro Señor Jesucristo, una realidad histórica sobre la cual, como en piedra solidísima, se funda todo el edificio de la Iglesia católica.

Y aunque lo que acabo de decir, Señores, lo sabe todo cristiano, hoy es necesario insistir en ello, y conviene que la apologética se afiance en este terreno, porque el subjetivismo, tan del gusto de nuestros contemporáneos, va ideando sistemas especulativos de religión, una santidad fantástica, fábulas doctas, como decía el apóstol San Pedro; cuando la esencia de nuestra religión, la gracia de Jesucristo, consiste en nuestra íntima unión con la Sagrada Persona del Verbo hecho carne, unión no sólo de alma sino de alma y cuerpo, unión que se perfecciona no sólo mediante vínculos internos é invisibles, sino que también con vínculos exteriores y sensibles, con sagrados ritos y ceremonias; vehículo de sobrenaturales influencias que conducen al hombre, espiritual y corporal, á las sublimidades de la vida divina.

En la filosofía, en la literatura, en el arte y en ciertos elementos de la actual sociedad tiende á prevalecer una forma religiosa que no pretende un fin trascendental, sino que se contenta con un consuelo pasajero que la experiencia demuestra que es inconsistente, pues la aspiración del hombre sólo se satisface con la seguridad de una vida inmortal, que no se encuentra fuera del cristianismo.

Por esto aun cuando el modernismo religioso sea realmente un hechizo que ha seducido á muchos intelectuales, como ahora dicen, nunca será una forma espiritual de la muchedumbre humana, que, porque es humana, necesita un Dios hecho hombre, cual es Nuestro Señor Jesucristo, y una autoridad visible que la rija, cual es la Iglesia, plantada en la tierra por una mano divina y sostenida por un Espíritu igualmente divino.

Conviene que tengamos muy presente la moda actual del anticristianismo que latente ó manifiesto es tan antiguo como el cristianismo, y durará tanto como este mundo.

San Agustín aplicaba el hecho de que cada legumbre tenga su gusano especial que la destruye, á los hombres y á las cosas humanas. Así cada época tiene su gusano especial, un principio de destrucción que se desarrolla por virtud de las circunstancias y condiciones propias de la misma. El espíritu de investigación de los tiempos modernos, la cultura hoy tan general como superficial, los adelantos industriales, las magníficas aplicaciones de las ciencias naturales al desarrollo material del mundo, las mismas ideas cristianas sobre el valor y la dignidad del hombre que, despojadas de su origen divino, son creídas por muchos un producto espontáneo de la naturaleza, cuando consta históricamente que provienen de la revelación, todas estas excelencias hinchan al hombre y le desvanecen y le alientan á prescindir de Dios, y á hacer del mundo su dios.

Y toda influencia malsana, toda peste que se extiende por el mundo busca invadir la sociedad cristiana, la Iglesia de Dios en la tierra. El laicismo y el modernismo, que en el fondo se identifican, son una manifestación de ese mal contra del cual clama el Padre universal de los fieles, para que estos no sean víctimas de una influencia que con suavidad de formas y con artificiosa elegancia, es destructora de la fe cristiana y aun de toda vida sobrenatural.

Ignoran la sustancia de nuestra Ley de vida eterna. Ignoran que el cristianismo hace del hombre una nueva criatura, que consiste en una transformación interna del mismo, que afecta á la misma sustancia humana, que ya no es solamente una educación de nuestras facultades, sino que es nuestra vida misma, de tal manera que tenemos por muerto á quien abandona la gracia y la verdad de Jesucristo. Por esto donde quiera que estemos, en todos nuestros momentos, cualquiera que sea la función que ejercitemos siempre somos cristianos. Nunca perdemos la condición de ciudadanos de la ciudad de Dios, ciudad inmensa, sin fronteras, donde se hablan todas las lenguas, donde viven todas las razas, y que comprende todas las épocas de la historia humana.

Por esto su ley es una y universal. Por esto enseña Santo Tomás que esta ley no es ley escrita, porque la ley escrita, dice Fray Luis de León, es cabezuda, y nuestra ley es para todos los hombres, y para los hombres de todos los siglos, y su flexibilidad hace que pueda envolver todo el orbe de la tierra.

Es como una sombra deforme de esta verdad, el error de aquellos modernistas que confunden la ley cristiana con la naturaleza humana. En realidad el hombre es naturalmente cristiano en el sentido en que se viene repitiendo desde la antigüedad, porque nuestra naturaleza tiene nativa propensión á su perfeccionamiento, desea elevarse, dignificarse, usando la expresión de San Pablo, no quiere desnudarse sino revestirse, revestirse de inmortalidad, porque aborrece la muerte, y esto sólo lo encuentra en el cristianismo. Pero los modernistas quieren convertir el cristianismo en naturalismo, hacer de él un producto de la conciencia humana; y la doctrina de la Iglesia, tan exactamente formulada por Santo Tomás, nos explica el engaño modernista que confunde nuestra divina religión con nuestra propia naturaleza. La ley nueva en sí misma no es una ley escrita, lo es sólo la preparación de la ley y los efectos de la misma; en sí misma principalmente, usando la propia frase del Angélico (1.ª 2.ae. Q. CVI, a. 1.), es la gracia del Espíritu Santo que penetra al hombre y queda grabada en el mismo hombre, no como lo está la ley natural en virtud de nuestra complexión humana, sino por una influencia ó don divino que no solo enseña é ilustra por medio de la fe, sino que auxilia é impele la voluntad por la sobrenatural fuerza de su procedencia.

Por esto la unidad y la universalidad resplandecen evidentemente en la Ley evangélica. Uno es el espíritu de todos los cristianos, es el Espíritu Santo, aquel mismo que descendió visiblemente el día de la Pentecostés y que se difunde por todas las generaciones de cualquier lugar de la tierra que habiten, y cualquiera que sea la raza ó la clase social á que pertenezcan.

Solo lo divino puede tener esta inmensa comprensión, porque es infinito y dentro de lo infinito cabe todo, fuera del pecado y de la muerte; que por esto dice San Pablo que en Dios vivimos, nos movemos y existimos, y por esto la Ley cristiana, la buena nueva del Evangelio, nos hace asequible una sublime y real unidad, de la cual la unidad fantástica de panteístas y modernistas solo es una sombra monstruosa, un sueño que únicamente puede complacer, no satisfacer, á unos cuantos soñadores, no á la masa general de nuestro linaje.

Quizás no estará fuera de lugar hablar aquí de aquella doctrina que Balmes expone, acerca de la formación de la conciencia pública existente en los pueblos de Europa, que ha sido como una novedad, dice él, en la historia humana, y que nuestro insigne escritor demuestra que es debida á la influencia de la Iglesia. «En esta conciencia, dice, dominan generalmente hablando, la razón y la justicia. Revolved los códigos, observad los hechos, y ni en las leyes, ni en las costumbres, descubriréis aquellas chocantes injusticias, aquellas repugnantes inmoralidades que encontraréis en otros pueblos. Hay males, por cierto, y muy graves; pero al menos nadie los desconoce, y se los llama por su nombre. No se apellida bien al mal y mal al bien; es decir que está en ciertas materias la sociedad como aquellos individuos de buenos principios y de malas costumbres». (Protestantismo, vol. II, cap. 28.)

Es indudable que este sentido moral de los pueblos de Europa superior al de otros pueblos, como pondera nuestro insigne apologista, se debe á la fe. Es la realización de la antigua profecía aducida por San Pablo (Hebr., cap. VIII. v. 11.) cuando dice, que esta ciencia la tendrán todos desde el mayor al más pequeño, es la manifestación de la ley nueva, no escrita, pero grabada en los corazones, porque la fe es la única sabiduría universal, es el único medio que tiene el linaje humano para que se posesionen de las más sublimes y necesarias verdades tanto el sabio como el ignorante; es la vulgarización de la ciencia trascendental que nos enseña nuestros eternos destinos y los caminos que debemos seguir para alcanzarlos, vulgarización que nadie más puede lograr fuera del Espíritu Santo; por esto la Iglesia es una inmensa escuela en la cual, sin aceptación de personas, todos los hijos de Adán son instruidos en una misma doctrina, en la ciencia de salvación de que nadie puede prescindir.

Las ciencias humanas nunca serán patrimonio del vulgo; nuestros utopistas nunca llegarán á socializarlas, como ellos pretenden; en cambio la socialización de la divina ciencia de la fe cristiana, su vulgarización, su penetración en todos los espíritus, su extensión á todos y á cada uno del pueblo, es un hecho evidente por espacio de largos siglos en todos los pueblos de la cristiandad; hecho que constituye una manifestación de carácter de unidad y de universalidad que distingue á la Ley evangélica.

Y la manifestación indestructible de que el Espíritu Santo es una ley que de un modo invisible y eficacísimo, por vínculo interno, une á los hombres entre sí, es la unidad de la Iglesia, que el venerable Fray Luís de Granada llama el mayor milagro del Espíritu Santo, pues salvando y ratificando el libre albedrío, junta, une é identifica á hombres de tan distintas épocas, países, razas, lenguas y clases, opuestos entre sí por temperamento, educación ó intereses; y a pesar de tales contrastes, movidos todos por un mismo Espíritu, al unísono cantan un mismo credo y orientan sus vidas hacia una misma dirección que es el reino eterno de la gloria.