IX
Estos mismos contrastes y variedades que por fuerza resultan de la diversidad de épocas, de países, de costumbres, de clases, de sistemas científicos, políticos y sociales que van apareciendo en el mundo con el rodar de los siglos, dada la limitación de la inteligencia humana, ocasionan conflictos, antinomias aparentes, entre lo temporal y lo eterno, entre lo transitorio y lo permanente; y por razón de lo transitorio y variable, Dios ha establecido en la tierra su santa Iglesia, invariable y perpetua, siempre la misma; porque todo lo demás varía, y ella tiene la misión de guardar la unidad esencial de nuestro linaje entre lo pasado, presente y futuro, entre lo variable y lo invariable, entre lo temporal y lo eterno, entre Dios y el hombre; depura lo verdadero de lo falso, separa el oro de su escoria, y va enriqueciendo su tesoro con todo lo aprovechable que aparece en el decurso de los siglos y lo guarda para aplicar lo nuevo y lo viejo, según convenga, en bien del linaje humano, como aquel sabio padre de familias de que nos habla el Evangelio. (Math. XIII, 52.)
Todos los siglos, todas las razas, todos los pueblos han de contribuir á la gloria del reino eterno. Dios es el Señor de todos los siglos y de todos los pueblos, y hasta aquellos períodos de tiempo y aquellas razas de hombres, que á nuestra superficial mirada solo presentan deformidades y que en nuestra vanidad consideramos despreciables, presentarán en el día de la universal liquidación, riquísimas preciosidades que se produjeron ocultas entre la maleza, porque lo más precioso suele ser lo más oculto, y enseña San Agustín que el mal existe para colaborar á la producción del bien; y nos dice el Espíritu Santo que toda la hermosura de la hija del Rey, que simboliza la Santa Iglesia, está en lo interior. La monstruosidad y la perfección suelen convivir en el mundo, y a veces están la una cabe la otra, y la humanidad perfecta destinada á reinar para siempre en la gloria, será de procedencia de todos los siglos y de todos los pueblos, pues Santo Tomás (1ª. 2.ae Q. 106, a. I. ad tertium.) enseña, comentando el libro de la Sabiduría, que esta ley no escrita, el Espíritu Santo, ha ejercido su influencia de santificación en todas las generaciones, aunque siempre en virtud de la fe implícita en Cristo.
La mezcla del bien y del mal en el mundo, los contrastes y variedades que aún dentro del respectivo orden de cosas se manifiestan en el mismo, hacen necesaria la apologética, es decir una táctica, un arte para adquirir el predominio en las almas; y como la lucha es universal y complicadísima, y se extiende á todos los elementos humanos, cuya síntesis es la vida, los medios de sostenerla han de ser también variados aunque todos contenidos en la enseñanza sublime con que Jesús Señor nuestro encargó á sus discípulos la conquista espiritual del linaje humano hasta la consumación de los siglos. Y como con la sucesión de los siglos cambian las costumbres, las aficiones y las ideas de nuestro linaje, y con ellas varían también las instituciones sociales, el oficio del apologista no consiste en derribarlas, sino en trabajar para que sean honestas y equitativas, á fin de que sean animadas por aquel Espíritu omnipotente por cuyo soplo fue criado el mundo, magnificadas todas las criaturas y el hombre es conducido á su perfección.
Por esto la apología de la Ley de gracia no resulta tanto de la elocuencia de la palabra y de la sabiduría de los escritos, como de la excelencia de las obras por ella producidas. El Espíritu Santo que vivifica á la Iglesia se manifiesta más por la santidad y la virtud, que por hermosas palabras y sabias teorías; por esto San Pablo decía que en su predicación no se valía de las palabras persuasivas del humano saber, sino de los efectos sensibles del espíritu y de la virtud de Dios, para que la fe del pueblo no estribase en saber de hombres, sino en el poder de Dios, pues que las cosas que son de Dios, dice maravillosamente el grande apóstol, nadie las ha conocido, sino el Espíritu de Dios, que por esto las tratamos no con palabras estudiadas de humana ciencia, sino conforme nos enseña el Espíritu Santo, acomodándolas ó adaptándolas á palabras espirituales. Porque el hombre animal no puede hacerse capaz de las cosas que son del Espíritu de Dios : pues para él todas son una necedad y no puede entenderlas : puesto que se han de discernir con una luz espiritual, (1.ª ad Cor. cap. II.) que no tiene. Así hablaba el apóstol de los gentiles á aquellos griegos de espíritu refinado, dados totalmente al deleite literario y á la especulación intelectual; á unos hombres ávidos de novedades y que se pasaban la vida buscando cada día una nueva emoción con doctrinas peregrinas que se iban publicando. Hombres muy parecidos á nuestros intelectuales, y á aquellos académicos, de que habla San Agustín, contemporáneos suyos, que no quieren fundar su vida en la roca granítica de la verdad sólida, sino que no quieren fundarse en nada, no creen en la verdad, y van vagueando por las formas movibles, que aparecen y desaparecen : todo es relativo, dicen, y prefieren pasar la vida como si esta fuera solo una larga y variada sesión de cinematógrafo.
Es claro que también San Pablo recomienda á su discípulo Timoteo, encargado de evangelizar á unas gentes de igual ligereza de espíritu, que no ceje en su predicación, que hable de Dios, con fuerza y valentía, con ocasión ó sin ella, que reprenda, ruegue y exhorte con paciencia y sabiduría (1.ª Tim. cap. IV.).
Porque siendo la palabra el medio de comunicación de unos hombres con otros, el cultivo de la palabra, oral ó escrita, es una necesidad de la apologética, y el estudio de las ciencias un auxiliar poderoso para la propagación de la Verdad evangélica; pues la verdad natural es como un preámbulo de la sobrenatural, como la tierra es un vestíbulo ó atrio del Cielo, como el tiempo es un preliminar de la eternidad. Pero la adaptación de nuestra palabra á las cosas de Dios, que San Pablo nos predica, exige que nuestra palabra evangelizados sea un eco de la palabra, del Verbo de Dios, que por esto Él la habló al mundo, y que aun cuando cultivemos las ciencias profanas con libertad, cuidando de no entrar en los dominios de la fe que están fuera de su jurisdicción, no obstante nunca podemos perder de vista á Dios, porque, como dice San Pablo, ya durmamos, ya vigilemos, del Señor somos.
Pero el abuso de la palabra es en detrimento de la idea, y un peligro en situaciones de refinamiento social. Nuestro Santísimo Padre Pío X, en su Encíclica de 26 de Mayo último, pone en contraste á los que con estrépito de palabras y queriéndose hacer un nombre pretenden reformar la sociedad cristiana, y los reformadores sinceros que comienzan por reformarse á sí mismos, dando santos ejemplos, y fían más de la gracia divina y del ejercicio de la caridad hacia el prójimo que de la elocuencia de la palabra. Hasta entre los gentiles encontramos la reprobación de los excesos literarios. El austero Juvenal quería emigrar de Roma para escapar de los poetas que pululaban por todas partes y le acosaban en aquella inmensa y cultísima urbe. En los tiempos cristianos el acre genio del sublime poeta florentino se exacerbaba contra los literatos discípulos del gran patriarca de nuestra civilización occidental, porque con el cultivo de las letras se les había enfriado el primitivo fervor contemplativo, y ponía en boca del glorioso San Benito aquellas palabras :
...e la regola mia
Rimassa é giú per danno delle carte (Paradiso, C. 22.).
Nuestro Balmes pone en evidencia el lado flaco, el peligro de esta especie de flujo que padece la actual civilización con el exceso de producción literaria, naturalmente estimulada por las enormes facilidades que proporciona la imprenta y nuestro complicado sistema de vida civil y político. Conviene, Señores, que oigamos la palabra textual de nuestro insigne escritor:
«...prevengo la objeción que se me podría hacer, fundándose en la mucha fuerza adquirida por las ideas por medio de la prensa. Esta propaga, y por lo mismo multiplica extraordinariamente, la fuerza de las ideas; pero tan lejos está de conservar, que antes bien es el mejor disolvente de todas las opiniones... Desde la época de este importante descubrimiento se echará de ver que el consumo de las opiniones ha crecido en una proporción asombrosa... Esta rápida sucesión de ideas, lejos de contribuir al aumento de la fuerza de las mismas, acarrea necesariamente su flaqueza y esterilidad... Nunca como ahora ha sido más legítima una profunda desconfianza en la fuerza de las ideas, ó sea en la filosofía, para producir nada de consistente en el orden moral;... se concibe más pero se madura menos... la brillantez teórica contrasta lastimosamente con la impotencia práctica. ¿Qué importa que nuestros antecesores no fuesen tan diestros como nosotros para improvisar una discusión sobre las más altas cuestiones sociales y políticas, si alcanzaron á fundar y organizar instituciones admirables? » (Protestantismo, t. II, c. XXX.).
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