LA VANGUARDIA
DIVAGACIONES
RECORDANDO Á BALMES
I
¿Hasta qué punto interesa este recuerdo á la actual generación? ¿Podrá cautivar, ó cuando menos entretener, á un público tan heterogéneo como el que forman los lectores de este diario y de todos los diarios de su misma índole? No sé... Balmes nació en 1810 y falleció en 1848. Su vida pública fue breve; no duró más allá de treinta y siete años. Entre su labor de publicista y nuestro tiempo, median ya cosa de sesenta y cinco años. El mapa espiritual de España ha sufrido desde entonces una modificación importantísima, que fuera insensato desconocer ó negar. El estado de hecho en que Balmes conoció á la sociedad española y que le sirvió de punto de partida, se ha alterado profundamente desde entonces. Algunos de los principios de su constitución interna, que él encontraba vivos y apenas arañados en la superficie, como el de la unidad religiosa, han sufrido después rudos ataques y el menoscabo consiguiente en los grandes centros de población, donde ya se hallaba planteada la lucha. Ésta lucha, en fin, ha empezado á invadir las ciudades secundarias y los campos.
Cierto que el combate continúa á estas horas y que nos encontramos en uno de sus momentos culminantes. Pero esto mismo, que presta actualidad al recuerdo del ilustre pensador, no permite acaso que se pueda dar al reconocimiento de sus altos méritos, á la comprensión de su vida y de su obra, aquella amplitud y unanimidad de pareceres á que tienen derecho indiscutible. Vivimos en un momento de pasión política, de encono doctrinal muy agudo. Los combatientes de uno y otro lado, por natural inclinación del instinto, juzgarán á Balmes desde su política y su escuela respectivas, como enemigo ó como aliado, afectando no reconocer las demás excelencias en que se funda su titulo á la gratitud de los españoles, como tales españoles y por encima de todo partido, de toda tendencia filosófica y aun estoy por decir que de toda filiación religiosa ó confesional. Porque el rasgo supremo de su intervención fue el punto de vista constantemente nacional, esencialmente patriótico que adoptó y mantuvo, con heroica persistencia, desde el principio al fin de su campaña y de sus días.
Sobre este aspecto versan, principalmente, mis consideraciones de hoy y de los dos ó tres artículos que seguirán. Y no porque pretenda desfigurar su carácter ni presentar á Balmes como un publicista laico, que escribiera vuelto de espaldas á su ministerio y de cara á la popularidad ó al viento de la secularización. Nada de esto. Balmes fue un doctor de la Iglesia católica y escribió constantemente dentro de ella, aunque no limitándose á ella. Hablaba desde el templo, pero su voz alcanzaba hasta más allá del templo. Puso singular empeño en que no quedase ahogada y como muerta dentro de la comunión de los fieles, por extensa y general que se presentara entonces. Comprendió la gravedad del conflicto que se abría para el principio cristiano; y vio que no fuera más que mantenerse pasivamente á la defensiva el limitar su acción al círculo de la creencia sin intentar una generosa incursión en el campo de la incredulidad y del escepticismo. No se encerró, en suma, ni en el claustro, ni en la sacristía, ni en la congregación devota, sino que levantó su voz por encima de ellas y para que resonara mucho más lejos: en toda la nación, en la sociedad, en el mundo civilizado.
Las dimensiones y el carácter de una crónica de diario no permiten, por desgracia, entrar en los pormenores indispensables para reconstituir el momento social y político de la aparición de Balmes. Aun así, la reincidencia en los doctrinarismos inflexibles y pétreos de la anterior centuria, que caracteriza el instante de ahora, haría bastante difícil esa apreciación y sincera estima que debe merecernos la memoria del insigne vicense. El jacobinismo mental, en su doble aspecto revolucionario y reaccionario, ha dado al traste, temporalmente, con una de las conquistas más legítimas y puras del espíritu contemporáneo. La estética, la historia, la crítica modernas se habían enriquecido, de una manera definitiva al parecer, con el principio fecundo de la nacionalidad y de la época, del elemento territorial y del elemento isócrono aplicados á la comprensión de los hechos, las manifestaciones artísticas y la vida de los grandes hombres. Hombres, ideas y hechos eran y deben ser juzgados y entendidos, no á la luz de nuestras modas, de nuestros caprichos, de nuestras actuales preferencias; no aislándoles violentamente de su tiempo, de su patria y del estado mental ó anímico que encontraron al nacer, sino relacionándolos con ellos, cotejándolos con ellos y determinando, en suma, por comparación y aprecio de todos los obstáculos y posibilidades, de todas las fuerzas y resistencias, el peso real de la personalidad y la obra.
Repasando, hace tiempo, la colección de un viejo periódico doceañista —y he citado ya este caso en otra ocasión —encontró una página de maravilloso candor literario. Era un examen del Sancho Ortiz de las Roelas, representado en el teatro con motivo de no se qué solemnidad patriótica; y aquel anónimo Lessing de provincia se encaraba con Lope y le dirigía durísimos Cargos por haber dado de la obediencia de los subditos y del poder de los reyes una idea tan contraria «á los sabios principios de la inmortal Constitución que acababan de votar las Cortes de Cádiz». Pues esto, que nos hacia reír hace diez años y que saludábamos todos como una nota regocijada y pintoresca de la candidez intelectual de nuestros abuelos y como una franquicia de nuestro espíritu respecto del suyo, se reproduce ahora con caracteres menos regocijados y más alarmantes. He visto, no há mucho, á enten- dimientos en extremo cultivados y poderosos desarrollar análogas consideraciones acerca de personajes tales como Jaime I el Conquistador, discurriendo acerca de su existencia y sus hazañas, no con arreglo al estado de hecho y á la mentalidad qué dominaban en Cataluña y en todo el mundo durante el siglo XIII, sino con arreglo al estado de hecho y la mentalidad que dominan ahora en París y que reflejan diariamente las páginas de L'Humanité. Dentro de esta atmósfera, ¿será posible comprender á Balmes, sin que muchos insinúen un rutinario gesto de desdén, exclamando: «bah! un escritor neo»; sin que otros no vean más que un «campeón de la buena causa» en sentido no menos rutinario que el anterior, y sin que un tercer grupo de gentes desconfiadas no se lo represente como á un suspecto precursor del «modernismo» eclesiástico, que anduvo bordeando los linderos de la apostasía?
Balmes fue un apologista de la religión y un defensor del principio monárquico; lo fue constantemente, sinceramente. Pero lo fue en una forma y con una amplitud desconocidas antes en España y casi me atrevo á decir que después. Antes de Balmes, la revolución había suscitado ya en la península una multitud de defensores de las creencias é instituciones tradicionales. Cuando, á los dos años del alzamiento de 1808, la libertad de imprenta, admitida de hecho, y la convocatoria de Cortes, desataron la primera polémica, aparecen montones de folletos y libros, surgen vindicaciones y alegatos, salen á la palestra campeones tales como el P. Alvarado, el P. Vélez, el P. Strauch. Mas estos defensores de lo antiguo se mantenían en los límites de la defensa de un estado posesorio y de una disputa con la Enciclopedia, que acababa de hacer franca irrupción en nuestro país. Vivían ya dentro del siglo XIX, pero hablaban todavía el lenguaje del régimen antiguo. En algunos momentos y á juzgar por no pocas manifestaciones de esta apologética, se diría que no habían pasado por el horizonte español Isla ni Feijóo. La argumentación, el estilo, el desarrollo son silogísticos, cuando no ergóticos y gerundianos. Es la escolástica que discute todavía con el filosofismo francés, el siglo XVIII dialogando con el siglo XVIII.
Pero mientras en España el espíritu religioso sufre el primer ataque formal, Europa está de vuelta. Mientras aquí ensayamos la revolución, el mundo entero siente el hastío de la revolución y hasta una especie de repugnancia física por sus últimos horrores y por el encharcamiento de sangre de que quedan húmedas las ciudades y los campos de batalla. Mientras aquí se intenta el primer asalto contra la Iglesia, Napoleón se consagra aparatosamente como Carlomagno, restablece el culto en Nuestra Señora de París, arregla el concordato con Roma. Mientras aquí se escriben y se leen las Cartas del filósofo rancio, la Apología del Altar y el Trono, la traducción de las Memorias del abate Barruel, producto de una táctica defensiva y de un sistema de ideas que se ve cercado por todas partes, hace ya muchos años que corre por el mundo el Genio del Cristianismo, producto de una táctica nueva y de un impulso agresivo ó de reconquista. Hace tiempo que Europa experimenta un temblor desconocido, una corriente sentimental de intensidad nunca de antes experimentada en la historia de los pueblos modernos: el romanticismo.
No; la restauración religiosa y espiritualista, que constituye una de las principales fases del romanticismo y que se caracteriza en Alemania por una especial acentuación católica, aún en los escritores que no desertaron prácticamente del protestantismo, y en Francia por la aparición de grandes apologistas seglares; esa restauración no fue un movimiento simplemente defensivo, organizado tan sólo por un poder ó por una jerarquía teocrática. Fue también, por manera muy clara y perceptible, un movimiento hondamente popular, espontáneo, de abajo arriba. No consistió tanto en el esfuerzo de la Iglesia para conservar y recobrar el dominio de las conciencias y de las sociedades, como en un retorno de las sociedades y de las conciencias, extraviadas y espantadas, en busca de la Iglesia. La so- ciedad misma dio alientos á Chateanbriand, á De Maistre, á Bonald. De las entrañas de la sociedad laica surgieron los acentos de querub y el arpa angélica de Lamartine, en la cual se presentaron ornadas de virginal juventud la poesía cristiana y las más puras elevaciones del neo-platonismo. En esa corriente se alimentó la primera musa de Víctor Hugo; y hasta cuando suscitaba un incrédulo incurable, un pobre «hijo del siglo», como Musset, hacíalo en forma que el espectáculo de su propia desolación fuese acaso tan ejemplar y persuasivo como el de la piedad más profunda. Era el pelícano de las leyendas zoológicas, abriéndose el pecho, mostrando sus entrañas dilaceradas y sangrientas, la total ruina psicológica de Rolla, el libro maligno, el corrosivo volteriano, y el suicidio individual ó el ansia de destrucción de la especie como última fase del proceso. En esa escuela y en ese ambiente se forjaron las figuras culminantes del futuro sacerdocio. Así surgieron, antes Lamennais y, poco después, el espíritu balsámico y la palabra de fuego de Lacordaire. Y unos y otros explican y preparan también, en España, la aparición de Jaime Balmes.
MIGUEL S. OLIVES LA VANGUARDIA,
28 de mayo de 1910, pág. 6
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