Jaume Balmes Urpià

Jaume Balmes Urpià

domingo, 6 de septiembre de 2020

XVII) EL ORFEÓN CATALÁN. — LA LLEGADA DE LA INFANTA. — LA RECEPCIÓN. — EL ENSAYO DE LA MISA. — LAS LUMINARIAS. — COROS Y SARDANAS.

EN el ancho andén de la nueva estación había gran gentío alrededor de las cuatro de la tarde. Unos iban a recibir a los parientes, los otros a los amigos, muchos al Orfeón Catalán, a la gente oficial y otros que querían ver a la Infanta. Entre la llegada del tren-correo y del especial que llevaba a S. A. apenas había media hora de distancia. Por eso había en la Estación gran alboroto. Se veían fracs, levitas, lucidos uniformes y un gran negror de sombreros de copa. De medio andén para abajo se extendía un piquete de honor, con bandera y música. Los soldados iban de gran gala. En el barrio de la Estación esperaban los soldados a caballo, los civiles montados, los carruajes oficiales y multitud de particulares, entre coches y automóviles. El tren descendente había dejado ya a un montón de forasteros que aumentaban la confusión. El ascendente abocó a los andenes una gran multitud. Los orfeonistas obtuvieron un saludo cariñosísimo. El relampagueo de las barretinas rojas de los chicos era la nota que en aquel gran enjambre dominaba. Una docena de aposentadores preparados por el Comité se encargó de los Orfeonistas y fue a distribuirlos en los colegios de religiosas que ya de tiempo había preparados. Los hombres y chicos tenían dispuesto el alojamiento en Manlleu e irían a las diez horas, una vez cenados. Debíamos esta solución al simpático sacerdote y buen patricio de aquella villa Padre Javier Padrós y a la buena voluntad de los Hermanos de las Escuelas Cristianas que nos habían cedido por una noche los dormitorios de su colegio. A pesar de que el concurso que había en la Estación no se aflojó mucho, pero entonces dominó la gente mudada. En todo el extenso redil de aquella, hacia el paso a nivel, se extendía un gran cordón de curiosos y sus aplausos que llegaban de lejos llevados por la marea substituyeron el acostumbrado toque de cuerno anunciando la entrada en agujas del tren de la señora Infanta. Se oyó el sonido estridente de una corneta de órdenes y la banda del batallón de Alfonso XII empezó a tocar la marcha Real. Entonces estallaron las palmadas entre la muchedumbre reunida en el andén acompañadas de algunos vivas. Doña Isabel, vestida de un traje de color entre azul y lila, bajó del carruaje, seguida de la dama de honor, Duquesa de Nájera, del Ministro de Gracia y Justicia señor Ruiz Valar-no; del Gobernador Civil, señor Muñoz, del presidente de la Audiencia Territorial, señor del Río, de la representación de la Diputación provincial, compuesta del presidente, señor Prat de la Riba, y los diputados señores Fages y Sostres a los que se debía agregar el señor Pericas; de delegaciones de varias ilustres corporaciones barcelonesas, de varios diputados y senadores y del estado mayor de la administración oficial agrícola de la provincia. Es imposible enumerar una por una todas las distinguidas personalidades que venían en el tren, acompañando a la Infanta, para contribuir al gran y brillantísimo espectáculo de la fiesta del día siguiente, la verdaderamente eminente, que había de marcar época. Doña Isabel revistó primeramente al piquete de honor, saludando la bandera. Después el Alcalde se acercó a darle la bienvenida, acompañándola de la entrega de un hermoso ramo de flores: varas de jazmín, rosas y gardenias. A continuación se acercaron las demás autoridades y enseguida pasó S. A. por el cordón de honor que formaban los Prelados que, de uno en uno, la saludaron. Eran, después de nuestro señor Obispo, los Arzobispos de Tarragona y Valencia y los Obispos de Gerona, Lleida, Tortosa, Cindad-Real, Ciudad-Rodrigo, León y Calahorra. Al salir la Infanta de la Estación otro aplauso estalló entre la multitud. Subió S. A. al carruaje, acompañada del Ministro y del Alcalde e hizo su paseo triunfal hasta Casa Cortada. Todos los balcones y ventanas estaban cubiertos con colgaduras y rebosantes de gente, sobre todo de damas. En la Plaza Mayor la animación era grandiosa. En la torre del Palacio Municipal volaban, lado a lado, las banderas española y catalana. El recibimiento había sido serio, como es siempre en esta ciudad, pero sumamente cariñoso. La señora Infanta había quedado contenta. Hasta que se calmaron los ánimos durante una media hora no se supo en la Casa de la Ciudad, donde todos, naturalmente, esperaban órdenes, que la recepción fuera antes de cenar, hacia las siete horas. Se circuló el aviso, dando cita a todos en la misma Casa Consistorial, que, por su proximidad con la de la Infanta, podía considerarse una dependencia, facilitando esto el programa de la recepción que podía resultar muy ordenada. Por otra parte, de acuerdo con el joven Conde del Valle de Marlés, se estableció la forma de entrar y salir la gente sin estorbarse unos a otros, ya que estaba previsto que la concurrencia sería muy numerosa. Mientras unos subirían por la escalera principal, los demás, saliendo de la sala del trono, bajarían, pasando por el porche, por la escalera del jardín y volverían a la calle por la misma espaciosa entrada. De esta manera el orden fue completo y la ceremonia no resultó demasiado larga. Excusado es decir que se presentaron a la Infanta todos los elementos oficiales, incluyendo los Alcaldes venidos de las poblaciones cercanas; multitud de representaciones de la Ciudad y forasteras, gran número de congresistas, nacionales y extranjeros, los senadores y diputados, y una brillantísima hilera de señoras y señoritas suntuosamente ataviadas. También habían asistido a la recepción los muchos periodistas que habían venido a hacer crónica diaria y continua de las fiestas. Mientras se iba desarrollando ese fastuoso acto en el palacio de la Infanta, en la Catedral tenía lugar el gran ensayo de la Misa del Centenario. Todo el Orfeón y todo el coro popular estaban allí y multitud de dilettanti que no habían sabido resignarse a esperar al día siguiente para sentir obra ya tan famosa. En aquellos momentos acababa de salir la Gazeta Montanyesa acabando de encender la sed con este comentario previo de la Misa, firmado con unas iniciales que traicionaban al autor, uno de los que en la ejecución tenía asignada mayor responsabilidad: «La Misa del Centenario que ha compuesto el modesto y eminente maestro vicense es una composición notabilísima que realiza el ideal de la música litúrgica. Se ha hecho según un procedimiento modernísimo, pero tan bien llevado que, junto, encaja muy bien con el antiguo de las venerables composiciones gregorianas. Es un trabajo muy interesante que merece una rápida descripción. »E1«Kyries» comienza con un tema gregoriano muy devoto y propio de la plegaria cristiana. Se encuentra el humillado, la resignación y la fe y un estallido de confianza. La polifonía del maestro Romeu redondea las frases, las ensancha y las comenta de una manera nueva, y por fin, se va a buscar el canto gregoriano terminando el unísono. »E1«Gloria» cautivó a continuación con el unísono del polifónico, que, después de dos compases, divide con valentía las voces preparando el salto gracioso del «Laudamus te» gregoriano. En todo lo demás de esta parte, la polifonía se mueve recorriendo los diferentes grados del modo octavo gregoriano, y de tal manera se inspira en los giros melódicos, que es quizás la pieza de mayor unidad de la composición. Muestra la habilidad del maestro el preparar las entradas del coro popular, juntándose finalmente con él para armonizarlo al final con ese grandioso y conmovedor «Amen», uno de los más vibrantes y vigorosos que se conocen. »Los «Estribillos» del coro popular, como todas las armonizaciones de las partes gregorianas de la Misa, son del mismo Mosén Romeu y se avienen muy bien con el carácter polifónico de la composición. »En el «Credo» el autor ha dado pruebas de un gusto exquisito. Ha comprendido toda la sublimidad de la fe, y, juntando su inspiración con el más inspirado «Credo» gregoriano, el verdadero y tradicional «Credo de cuarto tono», le ha resultado una pieza musical de primer orden, que a buen seguro oiremos muchas veces en las solemnidades musicales. »Los coros, el popular y el polifónico, van alternando como en las demás partes de la Misa, juntando solamente algunos versos, para dibujar mejor el pensamiento musical. Desde el «Incarnatus», cada verso polifónico reviste su carácter muy especial y son de mayor interés que los anteriores. El «Amen» lo dice la polifonía sola, con giros de factura palestriniana. »E1 motete del «Ofertorio» es una de las melodías más encantadoras y que más unen lo sublime con lo sencillo. El texto ha sido aplicado modernamente a la original melodía del siglo X. »La nota característica del «Sanctus» y del «Agnus» es la popular. Las cadencias son de un hermoso cariz catalán y se avienen muy bien con el canto gregoriano. «Esta manera de alternar el coro del pueblo con el coro de los músicos es una práctica que dulcemente reconcentra más a los fieles para mejor comprender los misterios de la Santa Misa, es de una sublimidad que difícilmente puede obtenerse de otra manera, es una obra educativa para la que deben trabajar todos los maestros que se sienten con fuerzas suficientes.» Para los que amamos la pintoresca intimidad de las cosas, las fiestas tuvieron dos notas de preparación que vieron pocos y que son inolvidables: el ensayo de la Misa y la organización de la cabalgata folclórica. Ya hablaremos de esta cuando le toque. En cuanto a la Misa, los momentos reveladores de cada uno de los efectos escondidos por todo el mundo hasta entonces, en aquellas rayas negras del pentagrama, fueron de emoción inexplicable: por encima de todos resalta aquel Amen del Gloria, aquellas filigranas del Credo y aquella dulce y singular impresión del motete del Ofertorio en que el arte moderno borraba de un solo golpe de pluma el paso de diez centurias. Las sensaciones de ese ensayo son difíciles de explicar. Los técnicos se hablarán entre ellos satisfechos en voz baja, los profanos se buscaban el uno al otro con actitudes de gran admiración. Cuando saldremos de dudas del Maestro Millet, se habían desvanecido todos y nos íbamos con él, participando de su satisfacción, a cenar con la masa total de orfeonistas a la gran carpa del Restaurante del Centenario. Había un ambiente fresco demasiado acentuado, pero había tanta juventud y tan buen humor que al final todo el mundo se encontró bien. Tan bien se estaba que, cuando vino Mosén Padrós a dar prisa para llevarse a hombres y chicos a Manlleu, todos ronceaban. Se repitieron las intimaciones, Mosén Padrós insistió, la campana de la Estación hacía las últimas señales y aún había rezagados que hacían el mojigato. Entonces con un poco de sacudida de servilletas se consiguió sacar de allí a todos los renitentes y pronto se oyó el silbar del tren. Al poco rato los manlleuenses recibían cariñosamente, con fantástica iluminación de hachas de cera, a los alegres Coristas, mientras en Vic las mozas, con sus acompañantes, se esparcían por las calles iluminadas, deteniéndose las más a bailar sardanas. Le faltaba bastante a la luminaria oficial para estar completa. Entre otras cositas menos importantes, Lazzoli nos debía aquella noche toda la caprichosa iluminación del Paseo de Santa Clara. Sin embargo, ya era lo que se veía esa noche bastante hermosa para entusiasmarse. La señora Infanta quiso salir a verlo después de la cena íntima en que sólo la acompañaron las principales personalidades oficiales y la familia Oriola. La animación se concentró especialmente en aquella velada en la Plaza Mayor, donde debutó el nuevo coro constituido expresamente en ocasión de las fiestas con el título de Unión Coral Vicense, bajo la dirección de D. Jacinto Dinarés. Este coro estrenó un Himno a Balmes, de música originalísima, compuesta por el padre Romeu y en la que acompañaban el canto tenores y otros instrumentos populares. Este himno, a pesar de la precipitación con que se tuvo que ensayar, obtuvo tanto éxito para la multitud de oyentes, que hubo de cantarse por segunda vez. En fin, la primera jornada de las fiestas había resultado muy satisfactoria. El programa se había cumplido con creces. La gente se retiraba animadísima, esperando con ansia el solemnísimo día siguiente. Únicamente el tiempo había hecho un poco de cara adusta. Por la tarde, hubo momentos en que parecía que la lluvia lo estropearía todo, pero el peligro se esfumó. La última nota de ese día la daban los tenores de las coplas vicenses, incapaces de obedecer las ansias interminables de los sardanistas.

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