Jaume Balmes Urpià

Jaume Balmes Urpià

lunes, 6 de junio de 2011

Bisbe de Vic- JOSEP TORRAS y BAGES – Discurso titulado "Nuestra Unidad y Nuestra Universalidad" - VIII

VIII

En una época de refinamiento como la nuestra, hay una inclinación á las divagaciones del espíritu, y aun en el terreno de la religión, a pesar del positivismo de que se hace alarde, se huye de lo concreto en el orden de la creencia y se ama una especulación ilimitada, una creencia sin objeto fijo; y por esto hoy se encuentran tantos que reducen su vida espiritual á lo que llaman el sentimiento religioso. Ya en los comienzos de la Iglesia el apóstol San Pedro (2.ª, Petri, I, 16.), el Príncipe de los apóstoles, tuvo que combatir esta desviación de la fe cristiana, que no consiste, dice el Santo, en fábulas ingeniosas, en especulaciones de sabio, sino en hechos muy reales é históricos, de que ellos, los apóstoles, fueron testigos; de manera que los hechos que presenciaron los apóstoles, y de los cuales dan testimonio, son la confirmación y la ratificación de las antiguas profecías. Quiso la bondadosa Providencia hacer palpables al hombre los misterios de Dios, quiso que su Verbo se hiciese sensible. Él, que es espíritu, adoptó la manera de ponerse al alcance de los sentidos, quiso entrarse por los ojos del hombre á fin de que pudiesen del mismo aprovecharse filósofos y populares, ya que vino al mundo para salvar á todos. El origen, pues, de nuestra religión cristiana no es una nebulosa enigmática, sino hechos reales y palpables, la vida, pasión, muerte y resurrección gloriosa de Nuestro Señor Jesucristo, una realidad histórica sobre la cual, como en piedra solidísima, se funda todo el edificio de la Iglesia católica.

Y aunque lo que acabo de decir, Señores, lo sabe todo cristiano, hoy es necesario insistir en ello, y conviene que la apologética se afiance en este terreno, porque el subjetivismo, tan del gusto de nuestros contemporáneos, va ideando sistemas especulativos de religión, una santidad fantástica, fábulas doctas, como decía el apóstol San Pedro; cuando la esencia de nuestra religión, la gracia de Jesucristo, consiste en nuestra íntima unión con la Sagrada Persona del Verbo hecho carne, unión no sólo de alma sino de alma y cuerpo, unión que se perfecciona no sólo mediante vínculos internos é invisibles, sino que también con vínculos exteriores y sensibles, con sagrados ritos y ceremonias; vehículo de sobrenaturales influencias que conducen al hombre, espiritual y corporal, á las sublimidades de la vida divina.

En la filosofía, en la literatura, en el arte y en ciertos elementos de la actual sociedad tiende á prevalecer una forma religiosa que no pretende un fin trascendental, sino que se contenta con un consuelo pasajero que la experiencia demuestra que es inconsistente, pues la aspiración del hombre sólo se satisface con la seguridad de una vida inmortal, que no se encuentra fuera del cristianismo.

Por esto aun cuando el modernismo religioso sea realmente un hechizo que ha seducido á muchos intelectuales, como ahora dicen, nunca será una forma espiritual de la muchedumbre humana, que, porque es humana, necesita un Dios hecho hombre, cual es Nuestro Señor Jesucristo, y una autoridad visible que la rija, cual es la Iglesia, plantada en la tierra por una mano divina y sostenida por un Espíritu igualmente divino.

Conviene que tengamos muy presente la moda actual del anticristianismo que latente ó manifiesto es tan antiguo como el cristianismo, y durará tanto como este mundo.

San Agustín aplicaba el hecho de que cada legumbre tenga su gusano especial que la destruye, á los hombres y á las cosas humanas. Así cada época tiene su gusano especial, un principio de destrucción que se desarrolla por virtud de las circunstancias y condiciones propias de la misma. El espíritu de investigación de los tiempos modernos, la cultura hoy tan general como superficial, los adelantos industriales, las magníficas aplicaciones de las ciencias naturales al desarrollo material del mundo, las mismas ideas cristianas sobre el valor y la dignidad del hombre que, despojadas de su origen divino, son creídas por muchos un producto espontáneo de la naturaleza, cuando consta históricamente que provienen de la revelación, todas estas excelencias hinchan al hombre y le desvanecen y le alientan á prescindir de Dios, y á hacer del mundo su dios.

Y toda influencia malsana, toda peste que se extiende por el mundo busca invadir la sociedad cristiana, la Iglesia de Dios en la tierra. El laicismo y el modernismo, que en el fondo se identifican, son una manifestación de ese mal contra del cual clama el Padre universal de los fieles, para que estos no sean víctimas de una influencia que con suavidad de formas y con artificiosa elegancia, es destructora de la fe cristiana y aun de toda vida sobrenatural.

Ignoran la sustancia de nuestra Ley de vida eterna. Ignoran que el cristianismo hace del hombre una nueva criatura, que consiste en una transformación interna del mismo, que afecta á la misma sustancia humana, que ya no es solamente una educación de nuestras facultades, sino que es nuestra vida misma, de tal manera que tenemos por muerto á quien abandona la gracia y la verdad de Jesucristo. Por esto donde quiera que estemos, en todos nuestros momentos, cualquiera que sea la función que ejercitemos siempre somos cristianos. Nunca perdemos la condición de ciudadanos de la ciudad de Dios, ciudad inmensa, sin fronteras, donde se hablan todas las lenguas, donde viven todas las razas, y que comprende todas las épocas de la historia humana.

Por esto su ley es una y universal. Por esto enseña Santo Tomás que esta ley no es ley escrita, porque la ley escrita, dice Fray Luis de León, es cabezuda, y nuestra ley es para todos los hombres, y para los hombres de todos los siglos, y su flexibilidad hace que pueda envolver todo el orbe de la tierra.

Es como una sombra deforme de esta verdad, el error de aquellos modernistas que confunden la ley cristiana con la naturaleza humana. En realidad el hombre es naturalmente cristiano en el sentido en que se viene repitiendo desde la antigüedad, porque nuestra naturaleza tiene nativa propensión á su perfeccionamiento, desea elevarse, dignificarse, usando la expresión de San Pablo, no quiere desnudarse sino revestirse, revestirse de inmortalidad, porque aborrece la muerte, y esto sólo lo encuentra en el cristianismo. Pero los modernistas quieren convertir el cristianismo en naturalismo, hacer de él un producto de la conciencia humana; y la doctrina de la Iglesia, tan exactamente formulada por Santo Tomás, nos explica el engaño modernista que confunde nuestra divina religión con nuestra propia naturaleza. La ley nueva en sí misma no es una ley escrita, lo es sólo la preparación de la ley y los efectos de la misma; en sí misma principalmente, usando la propia frase del Angélico (1.ª 2.ae. Q. CVI, a. 1.), es la gracia del Espíritu Santo que penetra al hombre y queda grabada en el mismo hombre, no como lo está la ley natural en virtud de nuestra complexión humana, sino por una influencia ó don divino que no solo enseña é ilustra por medio de la fe, sino que auxilia é impele la voluntad por la sobrenatural fuerza de su procedencia.

Por esto la unidad y la universalidad resplandecen evidentemente en la Ley evangélica. Uno es el espíritu de todos los cristianos, es el Espíritu Santo, aquel mismo que descendió visiblemente el día de la Pentecostés y que se difunde por todas las generaciones de cualquier lugar de la tierra que habiten, y cualquiera que sea la raza ó la clase social á que pertenezcan.

Solo lo divino puede tener esta inmensa comprensión, porque es infinito y dentro de lo infinito cabe todo, fuera del pecado y de la muerte; que por esto dice San Pablo que en Dios vivimos, nos movemos y existimos, y por esto la Ley cristiana, la buena nueva del Evangelio, nos hace asequible una sublime y real unidad, de la cual la unidad fantástica de panteístas y modernistas solo es una sombra monstruosa, un sueño que únicamente puede complacer, no satisfacer, á unos cuantos soñadores, no á la masa general de nuestro linaje.

Quizás no estará fuera de lugar hablar aquí de aquella doctrina que Balmes expone, acerca de la formación de la conciencia pública existente en los pueblos de Europa, que ha sido como una novedad, dice él, en la historia humana, y que nuestro insigne escritor demuestra que es debida á la influencia de la Iglesia. «En esta conciencia, dice, dominan generalmente hablando, la razón y la justicia. Revolved los códigos, observad los hechos, y ni en las leyes, ni en las costumbres, descubriréis aquellas chocantes injusticias, aquellas repugnantes inmoralidades que encontraréis en otros pueblos. Hay males, por cierto, y muy graves; pero al menos nadie los desconoce, y se los llama por su nombre. No se apellida bien al mal y mal al bien; es decir que está en ciertas materias la sociedad como aquellos individuos de buenos principios y de malas costumbres». (Protestantismo, vol. II, cap. 28.)

Es indudable que este sentido moral de los pueblos de Europa superior al de otros pueblos, como pondera nuestro insigne apologista, se debe á la fe. Es la realización de la antigua profecía aducida por San Pablo (Hebr., cap. VIII. v. 11.) cuando dice, que esta ciencia la tendrán todos desde el mayor al más pequeño, es la manifestación de la ley nueva, no escrita, pero grabada en los corazones, porque la fe es la única sabiduría universal, es el único medio que tiene el linaje humano para que se posesionen de las más sublimes y necesarias verdades tanto el sabio como el ignorante; es la vulgarización de la ciencia trascendental que nos enseña nuestros eternos destinos y los caminos que debemos seguir para alcanzarlos, vulgarización que nadie más puede lograr fuera del Espíritu Santo; por esto la Iglesia es una inmensa escuela en la cual, sin aceptación de personas, todos los hijos de Adán son instruidos en una misma doctrina, en la ciencia de salvación de que nadie puede prescindir.

Las ciencias humanas nunca serán patrimonio del vulgo; nuestros utopistas nunca llegarán á socializarlas, como ellos pretenden; en cambio la socialización de la divina ciencia de la fe cristiana, su vulgarización, su penetración en todos los espíritus, su extensión á todos y á cada uno del pueblo, es un hecho evidente por espacio de largos siglos en todos los pueblos de la cristiandad; hecho que constituye una manifestación de carácter de unidad y de universalidad que distingue á la Ley evangélica.

Y la manifestación indestructible de que el Espíritu Santo es una ley que de un modo invisible y eficacísimo, por vínculo interno, une á los hombres entre sí, es la unidad de la Iglesia, que el venerable Fray Luís de Granada llama el mayor milagro del Espíritu Santo, pues salvando y ratificando el libre albedrío, junta, une é identifica á hombres de tan distintas épocas, países, razas, lenguas y clases, opuestos entre sí por temperamento, educación ó intereses; y a pesar de tales contrastes, movidos todos por un mismo Espíritu, al unísono cantan un mismo credo y orientan sus vidas hacia una misma dirección que es el reino eterno de la gloria.

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