Jaume Balmes Urpià

Jaume Balmes Urpià

domingo, 6 de septiembre de 2020

XXIX) LOS CONGRESISTAS EN RIPOLL.— LA SESIÓN DE DESPEDIDA AL CONGRESO.—LA FIESTA DE TIRO AL VUELO.—LA FUNCIÓN LÍRICA.—FINAL DE LAS LUMINARIAS.

A las ocho de la mañana, la flor innata de los Congresistas estaba en la Estación, para coger el tren expreso e ir a hacer la anunciada visita a nuestra Santa María de Ripoll. Entre vicenses y forasteros serían unos cuatrocientos. Iban con ellos los Obispos de Lérida, Tortosa y Ciudad-Real y los acompañaban, en nombre del Comité de las fiestas, el Alcalde, señor Font, y el señor Canónigo Collell. Por la carretera, en automóvil, fueron a la villa condal a juntarse a la expedición, el Arzobispo de Valencia y el Prelado de Barcelona. Recibidos cariñosamente por los ripollenses, los expedicionarios se dirigieron a la Basílica, dentro de la cual, admiradas las particularidades de la restauración que inmortalizará el nombre del gran Obispo Morgades, oyeron una misa rezada. Escucharon una ardorosa y entusiasta oración del congresista Padre Rabaza, incitando a todos los que habían concurrido a las fiestas Balmesianas a emprender con valor decidido, con creciente patriotismo y con fe inacabable la reconquista espiritual de la tierra. La fervorosa alocución del P. Rabaza animó fuertemente al distinguido auditorio. Durante la misma mañana, mientras los expedicionarios estaban en Ripoll, los forasteros que quedaban en la Ciudad llenaron el Museo Episcopal, visitando de paso la Biblioteca Balmesiana, ya bien poblada de libros y de recuerdos gráficos del filósofo inolvidable. Biblioteca Balmesiana Después de comer, los congresistas volvieron a Vic para llegar a tiempo de asistir a la llamada Sesión de Despedida del Congreso, en la que se esperaba entre otras cosas una disertación del apóstol de nuestra lengua Dr. Antoni Ma Alcover que prometía ser interesantísima. Hacia las seis horas se abrió la sesión, que fue presidida por los Obispos de Vic y Ciudad-Real. La concurrencia era tan numerosa y lucida como en las sesiones anteriores. Había en el programa una parte musical encomendada a la Schola Cantorum de la Catedral. Bajo la batuta de Mosén Romeu, cantó las canciones populares Sant Ramon y la Filadora, los motitos Ecce Sacerdos magnus, de Perosi y 0 quam gloriosum est regnum, de Victoria, acabando con la celebrada Patria nova, de Grieg. El Dr. Alcover hizo una hermosa pintura y comparación de las tres grandes figuras de Balmes, Quadrado y Bossuet, estudiando la obra de los tres, explicando la amistad y puntos de contacto del ilustre escritor mallorquín, más olvidado ciertamente de lo que cabría, con nuestro insigne compatricio, quien tan bellos elogios dejó escritos, y encareciendo en brillantes parrafadas la acción conjunta de los tres tan intensa y fecunda. Ni que decir tiene que el Dr. Alcover se expresó en nuestro idioma y que el numeroso concurso, dentro del cual contaba el disertante con muchos y buenos amigos y colaboradores fervorosos, sintió agrado y lo demostró muy expresivamente al acabar la lectura. Sobre Balmes filosoph habló después el doctor Dalmau, profesor del Instituto de Logroño, examinando con especialidad el trabajo criteriológico de nuestro compatricio, vindicándolo de las censuras de ciertos neoescolásticos. El Dr. Lladó, Catedrático del Seminario de Vic, quien durante los trabajos de preparación del Centenario había publicado en la prensa interesantes artículos sobre Balmes, habló de él en esta ocasión como en Sacerdot, y habló con mucho cariño y muy esponjosa palabra, refiriendo episodios de su vida que produjeron verdadera emoción en el auditorio. También la Poesía entró en esta fiesta. Se leyeron tres notables composiciones en verso, una en latín, otra en catalán y en castellano la última. El final de la sesión consistió en proclamar, el señor Canónigo Collell, el nombre del autor del trabajo que mereció un premio que había ofrecido el Cardenal Vives al mejor trabajo de Apologética, dejando al Congreso la facultad de juzgar a los que se presentasen a concurso. El autor premiado fue el Capuchino P. Francesch de Barbens, que triunfó con una colección de veinte proposiciones sacadas de las obras del Vble. Scoto y otras veinte arrancadas de las de Balmes, formando con ellas como un tejido de argumentos para combatir las doctrinas del modernismo religioso, plaga de nuestros días. El nombre del P. Barbens fue saludado con mucho afecto por la asamblea, y, según vimos después en la Revista de Estudios Franciscanos, esa distinción, en un lugar como el Congreso Apologético vicense, causó excelente impresión entre los Capuchinos de Cataluña. Este fue el punto final del Congreso, que, con esta de despedida, había celebrado siete sesiones, todas llenas, todas interesantísimas, todas inolvidables para los que pudieron asistir constantemente y lograron no perder ni uno solo de los grandes episodios que se expusieron. Durante la misma tarde y mientras en el Puig den Planas se hacía, muy animada y con distinguida concurrencia, la función de tiro al vuelo, en el teatro lírico (bien lo podemos llamar así) se había trabajado febrilmente para tenerlo todo listo a la hora de empezar la función. Durante toda la tarde, el tiempo había amenazado seriamente por la parte de Collsacabra. La lluvia había llegado hasta el Ter. Pero, habiéndose defendido continuamente y con valentía hasta la puesta del sol, el viento de S. O. que llamamos de Segarra y que popularmente se llama de la fam por la misma razón de ser enemigo implacable de la lluvia, creíamos todos que nos libraríamos de la lluvia y que tendríamos una velada quizás un poco fría, pero serena y tranquila. Y, sin embargo, cuando salíamos del Congreso llovía! Y llovía granuladamente, mucho más de lo que era preciso para estorbar la representación a cielo raso. Ni que decir tiene que con el tren de la tarde había llegado todo el numeroso personal que tenía que tomar parte en la función: actores, músicos, figurantes, etc., etc. Esto ocurría a las siete y media de la tarde. Se había hecho solemne promesa de que, si la función no se podía hacer fuera, se haría dentro, en el Teatro Principal, y no había más remedio que cumplir la promesa. En casa del mayordomo del Teatro había un jubileo de gente preguntando qué resolución se trataba de tomar, y, después de varias idas y venidas, los inevitables momentos de duda y de indecisión, consultados el señor Alcalde y la Junta del Teatro, se hizo un pregón público haciendo saber que Ton y Guida se cantaría en el Teatro Principal, de lo cual se alegró la mayoría de los que tenían localidades ocupadas. Pero ese cambio llevaba una considerable dilación y un conflicto: dilación, porque se tenía que llevar al Principal todos los elementos que podían servir para la representación y que el señor Manció se apresuró a guardar tanto como pudo de la lluvia; conflicto, porque no se podía prescindir de compensar las cualidades distintas de las localidades del teatro abierto y las del Principal, y este conflicto sólo se podía resolver al llegar la gente y con buena armonía con esta. Todo se arregló satisfactoriamente, pero la función no pudo comenzarse hasta las diez y media, de lo que con loable paciencia se consolaron los numerosos concurrentes, que olvidaron todas las molestias y contrariedades al oír las primeras notas de la orquesta afinada y sonora que dirigía el Maestro Lamotte de Grignon, a quien se hizo una ovación al empuñar la batuta. En la representación todos cumplieron, cantantes y músicos. Incluso los señores Casanovas y Manció hicieron prodigios en la mise en scène, al utilizar los viejos y mezquinos recursos del teatro. El auditorio lo subrayó todo con sus continuos y devotos aplausos. Resultó una función en todas sus facetas simpática. Al salir, se felicitaron los dilettanti de haber podido escuchar con tanta comodidad y con tan agradable temperatura la gentil ópera de Humperdink. El pesar fue para la Comisión de fiestas cívicas. El arte había quedado satisfecho, pero el pensamiento de la Comisión lo había destruido la malignidad del tiempo. La Comisión había soñado una función popular, un público de miles de personas que pudieran contemplar gratuitamente el atrayente espectáculo público, entre las que había mucha gente que habría oído ópera por primera vez, y algunos probablemente por no la volverían a oír nunca más. Muy agradable fue el aspecto del Teatro Principal, con tanta gente elegida y conocedora de la música, pero faltaba el encanto de la animación popular y el resultado, inevitablemente halagüeño, de una generosa probatura. Será, si Dios quiere, otro día. Ocasiones no deben faltar. Cerca de las dos de la madrugada se terminó el espectáculo. Aquella noche se habían encendido por última vez las luminarias y quedaban todavía algunas al salir del Teatro la masa de los concurrentes. Después, cuando salieron de él los artistas y los músicos, ya todo estaba oscuro. Sólo ahí arriba, en la esquina de la calle Verdaguer, luciría poderosamente, como un gigantesco farol, el Bar Nogué. Allí fueron a refugiarse los expedicionarios artistas, para esperar, en agradable tertulia, la hora del primer tren de Barcelona. Nosotros embocamos la Plaza Mayor, a la que el espesor de las tinieblas daba inmensidad y misterio. Las luces de los cafés todavía abiertos servían de guía en aquel mar de oscuridad. Al salir al Paseo de Santa Clara la negrura era aún más tupida. Hacía rato que no había llovido. La Ciudad comenzaba el gran sueño que había de suceder en los días brillantes y febriles que acababan de pasar. También nosotros tres, aquella noche, podíamos ir a descansar con quietud y libres de todo sobresalto. Habíamos ejecutado todo el Programa. Ya no se tenía más que ir al día siguiente a estrechar manos y decir adiós o hasta pronto a los forasteros que aún nos hacían compañía. Todo tiene fin en este mundo. Y habían tenido también fin las fiestas del Centenario de Balmes, durante las cuales Dios Nuestro Señor nos había hecho la gracia. Él nos dio fuerzas para agradecer, para guardarnos la salud y la vida, y para poder contar con cooperadores tan valientes, tan abnegados y, sobre todo, tan serenos como Lluís Bayés, el infatigable Secretario del Ayuntamiento y del Comité, bien acompañado del personal de la Secretaría, especialmente del entusiasta y firme Juan Pietx y del adicto Juan Salarich, y en último término de todos los empleados de la casa, que tuvieron pocos momentos de reposo durante aquellos días verdaderamente laboriosos. Aquella benefactora salud con que vimos transcurrir las fiestas fue general en la Ciudad, alargándose, según autorizados testigos facultativos, hasta fin de año, como si fuera una gracia especial de Nuestro Señor. Y sepan los venideros por la lectura de esta Crónica, que dejamos escrita con todo espíritu de verdad, el cómo la antigua, gloriosa y de nosotros tan estimada Ciudad de Vic quiso y supo honrar, al venir la ocasión, la memoria inmortal de aquel Hijo insigne que en una vida de treinta y ocho años le dio, delante de Dios y de los hombres, envidiable, universal y perpetuo renombre. FIN DE LA CRÓNICA

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