Jaume Balmes Urpià

Jaume Balmes Urpià

domingo, 6 de septiembre de 2020

VIII) URBANIZACIÓN. –MEDALLA. –SOBRES ANUNCIADORES. – CARTEL Y SU HISTORIA.

ERA natural que la Ciudad se ordenase, como hacen las casas particulares cuando se acerca una fiesta grande. De esto se había hablado muy al principio en las Comisiones, pero todo el mundo había convenido en que era cosa del Ayuntamiento. Y, definitivamente, este, en sesión de 14 de Marzo, trató de tan vital asunto, acordando, como así se hizo, excitar el celo de los vecinos para que renovasen las fachadas de sus casas, siempre que, naturalmente, hubiera motivo o necesidad reconocida. Para sacar mejor provecho de esta disposición se resolvió eximir a los vecinos que atendieran a la súplica del Consistorio de los derechos municipales que se cobran ordinariamente por razón de este tipo de obras. No sabemos si esto, hecho con anterioridad, habría dado un fruto más copioso, a lo mejor no; pero sí se debe consignar que a última hora había tantas empresas de restauración de este tipo, con falta, naturalmente, de trabajadores que, de durar más entonces el tiempo hábil, seguro que el aspecto de la Ciudad se habría notado mucho más espléndido. Ya es sabido que en esto, como en todo, el ejemplo de uno se contagia a otro. Incluso, indirectamente, algunos edificios ganaron, como por ejemplo, la Iglesia de Santo Domingo que ha sacado del Congreso la fachada nueva, y el Teatro, que completó el orden de los palcos de la platea, ganando en comodidad y perspectiva y dando pie al aumento de los ingresos ordinarios. Y ya hablaremos de la gran mejora hecha en la Plaza de Santa María. Paletas, carpinteros, cerrajeros, pintores –sobre todo pintores- llegaron a no entenderse de trabajo: todo el mundo tenía que remendar una cosa u otra. Puede decirse que en un mes se hizo el trabajo de un año y era en gran manera curioso el tráfico de los últimos días. Otra de las cosas que se tenían que reparar con tiempo era remodelar y encuñar una Medalla conmemorativa del Centenario. Ya había hablado también de inicio la Comisión de fiestas cívicas, de cómo había resuelto que se hicieran unos sobres anunciadores, que dibujó D. Manuel Puig y que no circularon con la abundancia que se quería, con todo el buen acierto de dejar espacio para poderse anunciar el comercio o negocio de cada casa. En cuanto a la Medalla, dominó en el Comité el pensamiento de dar al escultor o escultores que quisieran hacerla, el asunto de una y otra cara. Porque la experiencia ha demostrado en muchos casos que no son siempre los artistas los más afortunados en adivinar estas cosas, y aún después tropiezan inevitablemente con el haber de someter su idea con la que le da el que encarga la obra, y, si se trata de una Comisión muy numerosa, id calculando... Por eso se consideró preferible avanzar trabajo y dar a los tres escultores que se habían ofrecido al pensamiento del Comité en seguida. Por su parte el Comité no discurrió mucho: en rigor la Medalla ya venía hecha. En una cara el busto de Balmes; en la otra el bonito sello del siglo XV que el mismo Comité había adoptado para su uso y que daba pie al modelador para hacer una cosa seria y bien acabada. Mientras los escultores trabajaban, el Comité se entendería con el encuñador que mejores proposiciones le hiciera y que fuese considerado más capaz de completar la obra del escultor, circunstancia que tampoco podía olvidarse. Entretanto, llegó de París el Cartel que Sert, el tan discutido y por otra parte tan admirado decorador de nuestra Catedral, se había ofrecido a pintar. Era de esperar que este Cartel sería, dentro de sus proporciones, otra obra peculiar suya, es decir capaz también de dar motivo a largas y encontradas discusiones. Llegó cerca de la Semana Santa, de manera que, después del examen por todos los miembros del Comité y los de la Comisión de fiestas cívicas, se pudo hablar de él y adoptarlo en las sesiones de los días de Pascua. Como el Cartel había sido enviado directamente al Museo Episcopal, allí fue expuesto con buenas luces; de manera que todo el que quiso de entre los interesados lo pudo ver y examinar de arriba abajo y de todos los lados y lo pudo juzgar con completo conocimiento de causa. El primer efecto había sido de sorpresa, porque en la imaginación de cada cual había un cartel y el de Sert no tenía ningún parecido con el de nadie. Lo cual ya valía algo. Después vinieron las apreciaciones más o menos competentes de cada uno, conviniendo, no obstante, todo el mundo en que no se le podían negar dos cualidades: la novedad y la riqueza. Y esto iba aumentando su prestigio. Corregiré la fama de que las figuras que había no cabían dentro de la estrecha moralidad que pedían unas fiestas vicenses. Pero esta fama, nacida de la inconsciencia de pocos, se tuvo que desdecir delante del cartel, y todos los moralistas sin título se pusieron de acuerdo con los que sí lo tenían, y la obra de Sert fue declarada por este lado impecable. Lo cual era otra gran ventaja. Y, aunque anatómicamente se le puso también alguna tara, con todo, al trasladarse la discusión del Cartel al Comité y a la Comisión, no se tenía que hacer nada más que decir si gustaba o no gustaba. Es decir, ni tanto; porque el Cartel era una oferta graciosa aceptada sin distingos sobre, la competencia y la reputación para todos reconocida del artista. Lo que se debía hacer era solamente acordar un voto de gracias por el regalo tan rumboso y enviarlo al pintor en la forma para él más sugestiva posible, como fue una soberbia caja de longanizas a la cual, según él escribió después, hizo, al llegar a París, solemne sombrerazo. Esto es lo que hizo la Comisión y el Comité, pero no sin rebajarse en larga discusión artística que acabó con el natural acuerdo de enviar cuanto más pronto mejor el cartel a la delegación del Comité en Barcelona para que esta llamase a concurso a algunas casas litográficas y les pidiera precios y condiciones para el tiraje, que convenía acabar rápido. La delegación de Barcelona, tanto para facilitar el examen del Cartel a los directores de litografías como para recibir impresiones de gente competente, hizo una exposición privada. Y de la suma de estas impresiones resultó la opinión unánime que la obra de Sert era una obra artística notabilísima, tanto por la valentía y su factura y el sello personal del autor como por la novedad y originalidad del tema. Lo que observaron algunos fue que no era un cartel de calle, que era más para lucirlo en un interior, aplicándole las luces convenientes. Y todo el mundo, finalmente, lo consideró propio de las fiestas que venía a anunciar y de la Ciudad donde estas iban a celebrarse. La adjudicación del tiraje fue dada al impresor-litógrafo D. Joaquín Horta, de Barcelona, que fue quien había hecho entrega de la propuesta más económica. En cambio tenía en perjuicio de sus rivales en concurso, la falta de renombre en este tipo de obras pues, desde entonces, no había tirado, rigurosamente hablando, un solo cartel, lo cual no dejaba de ser un peligro para los que se lo encomendaban. Pero Horta es un hombre de empresa y de voluntad y con el tiraje del Cartel de Sert indudablemente no hizo ningún negocio pero se ganó una reputación que todo el mundo hubo de acatar ante la obra terminada. Eso sí, no costó a todos un montón de tiempo y de paciencia. El Cartel de las fiestas será para siempre un gran y hermoso recuerdo del Centenario. Y, teniendo Cartel, podíamos decir que ya teníamos las fiestas comenzadas. Mucho trabajo avanzado había cuando apareció tan insinuante invitación a los ojos del público.

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