Jaume Balmes Urpià

Jaume Balmes Urpià

domingo, 6 de septiembre de 2020

XXII) CONTINÚA LA FIESTA FOLCLÓRICA.—MODIFICACIONES INEXCUSABLES.—LA FALTA DE TIEMPO.—LLUVIA.—ORGANIZACIÓN DE LA COMITIVA.—LA FIESTA.—LAS DANZAS.—FINAL CON LUMINARIA.

MUY pronto vio la Comisión que, reducido a muy pocas horas el tiempo de que se dispondría por la organización de la comitiva, vestición nueva y especial de tanta gente e inevitable ensayo de cada una de las danzas, pues, cuando menos, se habían de ajustar los músicos y danzarines, era completamente imposible realizar las ceremonias exteriores que tenía pensadas. Además, la presencia de la señora Infanta en la fiesta, no prevista en el plan primitivo, y la marcha de S. A. en los momentos en que la fiesta debería de estar a pleno rendimiento, nos obligaban a ser avaros de ese tiempo que tanta carencia nos hacía. Consolados, pues, por perder algunos de los episodios más pintorescos de la ceremonia, nos pusimos de acuerdo con el conocido propietario y floricultor D. Pedro Cortinas, que puso a nuestra disposición su espaciosa casa y liza del camino de Gurri. Pero eso no lo hicimos público, por no tener estorbos en el trabajo, verdaderamente delicado y fatigoso, de la organización de la comitiva. Llegada la mañana del viernes, empezó a caer una lluvia con goterones poco halagüeña. Pero e1 cielo volvió a despejarse. Las cuadrillas de fuera habían llegado puntuales, haciéndose un lugar en donde estaban citadas, pero la puntualidad de los de la Ciudad había sido contrariada por la hora tardía de llegada, o, mejor dicho, matinal, en que se había acabado el Concierto de gala, después de un día de grandes ceremonias y de gran tráfico. Nadie que no haya pasado por la experiencia se puede hacer cargo de la fiebre que lleva la ejecución de un programa de fiestas como el de nuestro Centenario, en que los detalles del trabajo se multiplican inesperadamente a cada instante, privando hasta de pensar y sobre todo de mirar adelante para prevenir, dentro de la tarea del día, la del día siguiente. Cualquiera, por poco que se pare, adivinará qué día de trabajo fue para el Comité Ejecutivo el jueves, 8 de Septiembre. Pero al final, los grupos, los músicos y los directores comparecieron al ensayo, que fue, naturalmente muy extenso, tanto más cuando el Maestro Pujol, con la experiencia que tiene en estas cosas, tenía que dictar, en vista del mismo ensayo, la duración que había de tener en la Plaza cada una de las danzas. Llegó la hora de comer y no era cosa de salir pronto tanta gente, con la fiebre que había ese día en restaurantes y fondas. Pero, mientras se comía, vino la más negra. Las nubes se habían inflado otro vez y dejaron caer, no ya una llovizna, sino un chaparrón espeso que la verdad es que no duró mucho rato pero que originó gran confusión y causó nueva pérdida de tiempo, sobre todo viendo que les nubes no estaban dispuestas a deshacerse y se aguantaban amenazadoras. Mas todas las dudas se vencieron y la gente fue a vestirse, otra faena larga y minuciosa que dió lugar también a un montón de entorpecimientos. Mientras tanto, habían acudido a la liza de Can Cortinas las vistosas cabalgaduras que había arreglado el Reyet, y con paciencia y tiempo, mucha paciencia y mucho tiempo, se fue organizando la comitiva, con los afanes y sudores de Eduardo Subirá, de Juan Pietx y otros entusiastas folkloristas, algunos de los cuales, para abreviar la tarea, habían renunciado al honor de comer con S. A., y con el tormento incesante por los organizadores de recados obligatorios de Casa la Ciudad, donde, como sabemos, comía la Infanta. Primero vino a pie un portero del Ayuntamiento, después compareció en carruaje el Secretario, después el teniente de la guardia civil con cuatro a caballo, después... Pero ya entonces las primeras figuras de la cabalgata, con el orden convenido y publicado, iban subiendo por el camino de Gurri y llegaban a la Plaza de la Divina Pastora. Cuando ya todo el mundo ocupaba su lugar, dejamos que fuese haciendo su camino y la avanzamos para llegar pronto a la Plaza y calmar las ansias de la gente oficial. Muy cercana nos iba siguiendo la primera figura montada, el mozo que iba a caballo del mulo laceado, llevando las ropas y presentes de la Novia. Cuando nosotros penetrábamos en el recinto de la fiesta, él entraba por la calle de San Cristóbal. Imposible describir el aspecto de la Plaza en ese instante. Nunca se había visto una expectación como aquella, nunca un estallido de vida y una sinfonía de colores como la de esa hora. Pero cayeron cuatro gotas, cuatro gotas no más. En la tribuna oficial se abrieron paraguas y la Infanta se levantó para irse. Se había levantado y era inútil intentar detenerla. Fue un triste momento de desilusión, pero un momento no más; porque entonces la comitiva entraba en el recinto, y un aplauso atronador, extenso, repetido en cada nueva figura que iba apareciendo nos indemnizó de todas las contrariedades padecidas. La vista de todo el mundo se fijaba en los detalles de la comitiva. Los ojos buscaban preferentemente a la Novia, figura verdaderamente campesina, lujosamente vestida. Su cabeza estaba cubierta con una redecilla azul, la cual, al descabalgar, con las ceremonias de rúbrica y con el auxilio de los solteros mayores, fue objeto de saludos entusiastas. Pero lo que más entusiasmó al público era la variedad de detalles en el vestir de los hombres y mujeres que componían el cortejo nupcial. Junto a las vistosas barretinas rojas de los supuestos hermanos del Novio y la Novia pasaban las severas barretinas moradas de los suegros; en medio las redecillas de color de rosa de las hermanas negreaban las redecillas severas de las madres, y, después, alternándose con más redes y con más barretinas, iban compareciendo los anticuados sombreros con copa baja, exageradas alas y gran llano en la cima, adornados con el curioso lazo negro con hebilla detrás, y mantillas y capuchas largas, y variopintas corbatas con flecos y lentejuelas, y las cintas de las almarrazas volandeando en las manos de las gentiles bailarinas. Todo ello en medio de la alegría y del entusiasmo del público, y los suspiros penetrantes de las tenoras y el sonido jubiloso de los cascabeles de los mulos que iba creciendo y alargándose... Descabalgados todos, Novios, acompañantes y danzadores se sentaron en las amplias gradas de la tribuna oficial y salieron en medio de la plaza los bailadores de Campdevánol, precedidos por el primer danzador con capote, sombrero alto y la almarraja en los dedos. Y empezó la danza a desovillarse en medio de la gran curiosidad del público. Pero las nubes seguían goteando y las gotas iban creciendo y espesándose. Y esta fue la causa inicial del mayor de los muchos conflictos con que había tropezado la Fiesta folclórica. Cerraba el espacioso cercado elíptico donde se tenía que desarrollar la fiesta una triple hilera de sillas de alquiler que, pagadas o invadidas en medio de la espesor de la gente, formaban la barrera que contenía la multitud que estaba de pie en la fila de atrás, contrariada por la incomodidad, por la perfidia de las nubes y por no poder ver a sus anchas los numerosos detalles de la fiesta. Quienes estaban sentados, aguantaban con toda la serenidad y la paciencia posibles la insistencia de las nubes, pero llegó un momento en que la llovizna era demasiado cuantiosa para recibirla con conformación. Repentinamente una muralla de paraguas privó completamente la vista a los de atrás. Los bailarines de Campdevánol continuaban indiferentes la danza, pero detrás de la Infanta se habían ido todos los que en mayor o menor grado tenían encargo de velar por el orden público, desde el civil de caballería hasta el último municipal. La multitud impaciente no encontró a nadie que la privara de romper la barrera de sillas, invadir el recinto de la fiesta, llegar hasta la misma tribuna oficial y sembrar por todas partes la confusión y el desorden. La fiesta se suspendió por ella misma. Las figuras de la cabalgata, congregándose espontáneamente cada una con su pandilla, se cobijaron en los cafés o fueron a refugiarse a la Casa de la Ciudad, mientras los espectadores de balcones y ventanas entraban a esperar dentro de las habitaciones y la gente a pie plano se concentraba bajo las bóvedas. Los más devotos de las sesiones del Congreso se fueron a presenciar la sesión de la tarde. La Comisión folclórica no se dio por vencida, dejó a las nubes que desbravasen su humor, esperó que el elemento oficial y los agentes del orden volviesen de despedir la Infanta, y media hora o tres cuartos después de la suspensión, el Alcalde mandó hacer un pregón público anunciando que iba a continuarse la fiesta. Entonces, en un instante, la misma multitud que lo había lisiado todo se apresuró a recoger las esparcidas sillas y a rehacer en la misma forma de antes el recinto de la ceremonia. La Comisión, con el auxilio de sólo cuatro mozos del escuadra y, esta vez, con la entusiasta cooperación del celebrado pintor D. Dionisio Baixeras, reorganizó todos los elementos, mandó volver a comparecer a todos los grupos de bailadores, mandó que se encendiera inmediatamente toda la espléndida luminaria de la Plaza, y el programa de las danzas se cumplió de arriba abajo sin faltar ni una, obligando al elegante grupo de Vic a repetir el Ballet y premiando con atronadoras palmadas a todas las otras collas. El atractivo estallido de la festiva luminaria dio a la ceremonia un tinte inesperado de poesía y misterio que acabó de hacerla simpática, y podríamos decir que todos esos incidentes y todos los reseñados conflictos, no sirvieron más que para dar mayor realce a esa solemnidad folclórica que tanta gente deseaba ver repetida. Terminadas las danzas, los grupos de bailadores, saliendo de la Plaza, donde se dio por terminada la fiesta, siguieron a pie las más céntricas vías, también iluminadas, tirando confites y encomendando a toda la población el gozo y la satisfacción que sentían por haber salido al final triunfantes de tantas contrariedades inesperadas. Después se fueron a cenar para comparecer todos a la hora conveniente en el Teatro Principal, donde tenían palcos reservados para poder presenciar la función dramática gratuita que el Programa señalaba para aquella noche.

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