Jaume Balmes Urpià

Jaume Balmes Urpià

domingo, 6 de septiembre de 2020

XVIII) EL GRAN DÍA. — LA DIANA. — LA MISA PONTIFICAL. — EL SERMÓN. — DESPUÉS DE LA CERIMONIA. — LA COPLA DE PERELADA. — NOTA SEÑORIAL.

ACONTECIÓ en una noche de poco descanso, vino el gran día. El programa anunciaba un amanecer musical y las bandas municipal y militar se pasearon por la Ciudad despertando a los dormilones. El tiempo no se presentaba franco y nacían fundados temores de lluvia, que no se veía inmediata. En las calles, en el teatro, en la misma aula del Congreso de Apologética se estaba trabajando febrilmente para que todo quedara listo cuanto antes mejor para las ceremonias del día. En la Catedral, Mosén Romeu, el P. Sunyol y el maestro Pujol dictaban las últimas disposiciones, de acuerdo con el M. Iltre. Decano del Capítulo, para que todo se armonizara fácilmente y no hubiera confusión al llegar los invitados y el pueblo y las comitivas oficiales. Se tenía que decir la última palabra sobre el lugar que debían ocupar unos y otros, haciéndolo de modo que el espacio destinado al coro popular, ante el banco llamado de los consejeros no pudiera ser invadido por la multitud a la hora del Oficio. Era ya seguro que ese coro pasaría de 400 personas, las cuales, naturalmente, por bien situadas que estuvieran, llenarían un buen trozo de las naves. Pero ya estaba ordenado que los coros estuvieran a buena hora y no faltaría quien se cuidara del orden y de evitar intrusiones molestas y censurables abusos. La nave central, entre el Coro de los Canónigos y el presbiterio, se había distribuido así: Las secciones de hombres y chicos del Orfeón Catalán, que tenían que formar el coro, digamos artístico, se situarían, como en el ensayo del día anterior, en el coro alto o de la Capilla. Sabida la lección por todos, no podía venir, como no vino, la confusión de ningún tipo. Otra cosa era precisa: que la confusión no viniera de parte del pueblo. Al efecto se dispuso que éste, desde primera hora, no pudiera ocupar más que la nave del Evangelio. La otra se dejaría libre para que pudieran pasar con libertad los invitados y las comitivas oficiales, sin perjuicio de franquearla el público cuando éstas fueran dentro de la Basílica. Así, con el concurso de los empleados y acomodadores del Comité y, sobre todo, con los buenos oficios de la Comisión de honores y obsequio, que se multiplica durante aquellos momentos de compromiso, se evitó todo incidente y el orden fue completo. Claro que el espacio no sobró, pero tampoco habría sobrado si hubiera habido el doble de lo que había. Se comprende que fuera inmensa el ansia de estar presente en tan grande solemnidad. Entretanto se estaba trabajando febrilmente en la Casa de la Ciudad en la difícil tarea de organizar la comitiva. Los del Comité, con Bach Alavall a la cabeza que también se multiplicaba, iban terminando el trabajo, procurando evitar todo conflicto de etiqueta, cosa de más mal lograr para el éxito total de las fiestas. Pero todo, gracias a Dios, se superó. La organización, iniciada en la Secretaría, se refinó en la Sala de la Columna. Abría la comitiva una sección de batidores del escuadrón venido de Granollers, seguido de toda la farándula de Llúpies, Nanos y Gegants; venían detrás dos heraldos a caballo, con las trompetas empaliadas, tocando; la Bandera de la Ciudad llevada por un abanderado, vestido de terciopelo negro, también a caballo. Seguía a continuación, a pie, toda la comitiva oficial, compuesta de las Comisiones y del Comité del Centenario; de las corporaciones de la Ciudad y forasteras que habían venido para honrar la fiesta; de las representaciones de las Universidades de Barcelona y Zaragoza; de las delegaciones de varias Ordenes religiosas; de la plana mayor de congresistas, nacionales y extranjeros; de las Comisiones delegadas de la Diputación provincial de Barcelona, presidida esta por su presidente, D. Enric Prat de la Riba, y precedida de sus maceros propios; y del Ayuntamiento de la misma Ciudad, acompañado este último de una sección de guardias urbanos precedida por su jefe, señor Ribé, y del Ayuntamiento y autoridades de la Ciudad, bajo la presidencia del Gobernador Civil, D. Buenaventura Muñoz. Tres parejas de maceros, lujosamente equipados, dividían las tres órdenes de la comitiva, que era acompañada también por las bandas municipal y militar, que tocaron alternativamente durante toda la carrera. Al pasar la presidencia de la comitiva delante del portal del palacio de la señora Infanta, ésta se agrega con el Ministro y su cortejo de honor, seguida de una escolta de caballería. Así, siempre al paso, en medio de las repetidas aclamaciones de la gente situada en el tráfico, pasó la Comitiva por la Plaza Mayor, la calle de Verdaguer, la Rambla del Hospital y la calle de la Ramada, que lucían todas las galas de las grandes fiestas. La multitud reunida en la Plaza de Santa María era imponente. Los numerosos Prelados asistentes a la fiesta esperaban en el portal de la Basílica la llegada de la Infanta divididos en dos filas de honor. En la de la Diócesis, el Doctor Torras tenía que dar a S. A. el agua bendita. Al desembocar su carruaje por la calle de la Ramada, una gigantesca aclamación salió de los cuatro lugares de la Plaza y volaron multitud de palomas. Doña Isabel, como la Duquesa de Nájera, llevaba mantilla negra. Descabalgó al pie de los escalones del atrio y por el paso alfombrado se dirigió al gran portal de la Basílica, donde esperaban la Vera Cruz y el tálamo. Tomó del señor Obispo el agua bendita, mientras las músicas tocaban la marcha Real, y seguida de los Prelados y del jefe de la comitiva civil, entró ceremoniosamente en la Iglesia, dentro de la cual, el gran órgano tocó también la marcha Real, que aún se oía afuera. Subió Doña Isabel al trono que tenía preparado en la parte del Evangelio, acompañándola en las gradas el Ministro y su séquito, y se acomodó el Ayuntamiento en el lugar de costumbre, al lado de la Epístola, acompañado del Capitán General, que acababa de llegar, y de las delegaciones de la Diputación y Ayuntamiento de Barcelona. Las otras comisiones y personalidades, junto con los militares de la guarnición, se acomodaron en los sitiales de preferencia situados debajo de la nave, junto al pasadizo del Coro, brillando a cada lado la multitud de invitados severamente vestidos y las notas multicolores de las invitadas. En último término blanqueaban las mantillas de las orfeonistas, destacando sobre el coro popular, dominado por la ascética figura del P. Sunyol. Al pie del presbiterio, dentro y fuera respectivamente, ondeaban la Bandera de la Ciudad y la Señera del Orfeón Catalán. Un sensible incidente había perturbado el acto de acomodar a los diferentes elementos de tan brillante comitiva. El secretario particular de la señora Infanta, señor Coello, había patinado en el presbiterio y se había torcido una muñeca. Inmediatamente los distinguidos facultativos de la Ciudad, Doctores Bayés y Terricabras, se encargaron de la cura que fue tan rápida y tan satisfactoria para el paciente que éste les obsequió con un delicado presente que les sirvió de recuerdo. Todo el mundo en su lugar, se dio orden de que se franqueara al pueblo la nave de la Epístola y un rumor de huracán se oyó por breves momentos dentro de la Iglesia. Las voces de los monaguillos, iniciando la Tertia, le pusieron fin. Inmediatamente reinó el mayor silencio, interrumpido sólo por los esfuerzos de algún invitado tardón empeñado en encontrar sitio. Oficiaba, como era de justicia, el señor Arzobispo de Tarragona, asistido de los Canónigos Martí y Corbella y rodeado de la corte de Prelados que habían tomado trono cara a cara al altar, vestidos con manteletas. Cantaron los chantres el Introit de la Misa, y de inmediato el coro popular inició el Kiries. Una intensa impresión dominó el numerosísimo y apretado concurso. El Kiries es una filigrana, pero no es efectista. Los dos coros se ajustaban admirablemente, y la organización tocada por el padre Romeu, facilitaba la labor de los gregorianistas. El Gloria, fogueados ya los coreros, salió admirablemente ejecutado y el grandioso Amen resonó como un grito de triunfo y golpeó ya todos aquellos miles de corazones que guarecían las bóvedas de la Basílica. El sermón, pronunciado con voz clara y con noble continente por el señor Obispo de Ciudad-Real, Doctor Gandásegui, desde el púlpito de la Epístola, fue extenso y lleno de erudición y de gigantescos conceptos. Fue una glosa admirable de la obra integral de Balmes, un estudio de la Escolástica y de la Apologética y una alusión fina y discreta, por otra parte muy bien situada y oportuna, a la actitud de los gobernantes actuales en materias religiosas, actitud no muy buena, ya presentida y anunciada por Balmes. Una calurosa salutación a Cataluña, llena de frases hermosas y flamantes, cerró la granada oración del Prior de las Órdenes militares, quien sostuvo durante una hora y media la atención del heterogéneo auditorio. El Credo, el fragmento más artístico de la Misa del Centenario, en el que dominó el canto polifónico a cargo del coro superior, salió maravillosamente ejecutado, y el Incarnatus marcó un momento de singular fervor entre los concurrentes que la escucharon con atención verdaderamente religiosa. Para el Ofertorio había encajado Mosén Romeu, como queda ya indicado, a su Misa el Psallite Deo nostro psallite con notación del siglo X, que parecía acabada de nacer. Ese fue momento de singular emoción en el auditorio. Aquel alegre y animado diálogo entre los dos coros infundía una singular beatitud que tenía algo de superior en la vida terrenal. La adopción de ese cántico milenario tenía que considerarse como una inspiración digna de la gran ocasión que la había motivado. Primero el Sanctus y después el Benedictus habían de contribuir valientemente al éxito de la Misa. El momento solemnísimo de levantar a Dios fue, como ya es antigua costumbre en nuestra Catedral, completamente silencioso. Sólo se oyeron las campanadas del rodonell, rodeado por los monaguillos de la cota roja. Completa el efecto del Agnus Dei, cantado con igual perfección que los fragmentos anteriores. Y, finalmente, hay que notar que los estribillos a la voz del celebrante, a cargo del coro popular, fueron cantados y cuidados tan escrupulosamente como lo otro, empeñándose en gran medida el P. Sunyol, que pudo quedar satisfecho de la obediencia a su batuta. Acabado el Oficio, la gente se apresuró a vaciar la Basilica y llenar la Plaza de Santa María para presenciar la salida de la Infanta y de la comitiva oficial. Eran verdaderas riadas de gente vertidas al atrio. La comitiva se organizó como a la venida, faltando la Infanta, que se avanzó con su séquito, dirigiéndose a su alojamiento para cambiarse de traje y volver al Palacio Obispal para comer con los Prelados y las autoridades superiores. En las calles había aun más gente que antes. El tiempo había mejorado y en la Plaza Mayor, delante del Palacio Municipal, iniciaba sus tandas de sardanas la famosa copla de Perelada, recién llegada. La animación era grandísima. Los forasteros habían acudido de todas partes, aprovechando todos los medios de locomoción. Era realmente una fiesta excepcional: la fiesta mayor de toda una centuria. El concurso de la Catedral, esparcido por las calles, llevaba a todas partes una nota señorial pocas veces vista. La Ciudad podía estar gozosa por los actos hasta ahora vistos.

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