Jaume Balmes Urpià

Jaume Balmes Urpià

domingo, 6 de septiembre de 2020

XXVII) LA PROCESIÓN EUCARÍSTICA.—CONFIANZA EN EL TIEMPO. —ANIMACIÓN.—EL CURSO.—LA BENDICIÓN EN LA PLAZA. —LA ENTRADA EN LA BASÍLICA.—LA RESERVA.

DESDE primera hora de la tarde los organizadores de la Procesión estaban en danza. Se había citado a todos a las cuatro. A pesar de que las nubes tendían a espesarse, se veía claro que el viento no les favorecía, pero había tranquilidad por parte de todos, los que tenían que ir a la Procesión y los que sólo querían verla. En las calles por donde tenía que pasar, la animación era grandísima. Los forasteros que ya no estaban aquí por la mañana, vinieron después de comer. De Viladrau, de Ribes, de Ripoll, de todos los rincones en donde había veraneantes. Llegaban en grandes grupos, y de los pueblos y de las masías de la zona venía la gente en rúa. Los forasteros de más distinción se habían ido a acomodar en los balcones señoriales de las primeras familias de la Ciudad, habiéndose aprovechado las más ligeras relaciones y conocimientos. Los más caracterizados miembros de algunas de las familias forasteras habían venido para asistir a la Procesión, contándose algunos de los nombres más granados de la nobleza catalana. Ni que decir si todas las casas estaban adornadas y empaliadas. Había muchas que no se habían contentado con los clásicos damascos en los balcones sino que habían completado el ornamento de estos con vistosas y artísticas guirnaldas. En esos balcones la gente se apretaba y oprimía para que todo el mundo, poco o mucho, pudiera presenciar la religiosa y brillante ceremonia. El curso que se había dictado se desavenía un poco de la tradición del Corpus, el cual se guardaba hasta la Plaza de D. Miquel de Clariana, es decir que, después de haber subido la Procesión desde la plaza de Santa María, por la calle del Cloquer, Bajada del Eraima y Plaza Vella (o de la Piedad), desde dicha Plaza de Clariana salía por la calle de Dos Soles en la Rambla de Santa Teresa, desde la que se encaminaba hacia la de Santa Clara pasando por lo alto del Paseo, continuando por la Rambla del Carmen y entrando en la Plaza Mayor por la calle de la Mare de Deu de la Llet (o de las Nieves). Desde la Plaza Mayor había intención de hacerla pasar hacia la calle de la Ramada por la primera sección de la calle de Verdaguer y Ramblas de las Devallades y Hospital, pero los adornos de estas Ramblas pareció que podían entorpecer el paso y se ordenó que la Procesión bajase por la calle de la Riera. Este acuerdo, sin embargo, no se tomó hasta última hora. Se había ordenado también que todos los elementos que habían de contribuir a la ceremonia, procedentes del interior de la Ciudad, se reunieran en el Claustro de la Catedral y que los que fueran a la Procesión como Congresistas, que serían especialmente los forasteros, se congregaran en el patio del Palacio Episcopal. Todos, unos y otros, habían recibido el ruego de que asistieran a la solemnidad luciendo la medallita pequeña del Centenario colgando de un bonito lazo blanco y amarillo. Y así lo cumplieron. Los más tardones la adquirieron, en el mismo portal de la Basílica. El modelado definitivo, y bien acertado, de esta medalla, y los ejemplares grandes y pequeños de la que se pusieron a la venta el primer día de las fiestas, había sido encargado definitivamente el reputado escultor de Barcelona D. Juan Carreras y confiada la acuñación a D. Desiderio Rodríguez, quien se había empeñado en hacer algo bien hecho que se pudiera guardar como una joya artística. Hacia las cuatro y media empezó a salir la Procesión, entre los toques majestuosos de las viejas campanas de la Basílica. La Plaza de Santa María estaba rebosante de gente. Iban delante los gigantes y las acostumbradas mojigangas; seguían cinco batidores de la guardia civil que abrían paso al abanderado de la Ciudad con la nueva bandera y, a cada lado, los heraldos tocando acompasadamente las trompetas; venía después una sección de la guardia municipal, con uniforme de gran gala, a pie, precediendo a los gonfalones de la Catedral y la bandera de San Pedro, y en seguida comenzaba la Procesión propiamente dicha por el siguiente orden: Chicos de la Casa de Caridad, con pendón; varias cofradías y gremios, con sus respectivas banderas; el Apostolado del Sagrado Corazón de Vic y Ripoll, también con ricas banderas; la Congregación del Inmaculado Corazón de María, llevando igualmente su hermosa bandera; los ex procuradores de San Miguel de los Santos, que estrenaron la bandera, recién bordada en el Noviciado de El Escorial; los Camilos de Santo Tomás; los Maristas; los Misioneros del I. C. de María, con sus novicios; los Franciscanos, precedidos de la acostumbrada cruz; las clases nobles, militares, etc., acompañando al pendón patronal de los Santos Mártires Luciano y Marciano; los Congresistas en dos larguísimas hileras, precedidos por la bandera de Santo Tomás, propia de la Academia del Cíngulo, que se fueron turnando, el P. Laviesca, dominico, el P. Lébréton, jesuita, y el P. Siguán, Franciscano. Venía después la riquísima cruz procesional gótica de las grandes fiestas, precedida por el tintinnabulum y el paviglione, insignias de la dignidad de Basílica romana; numerosísimo clero detrás acompañando la bandera del Santísimo, y en medio la Schola Cantorum de la Catedral, dirigida por el Maestro de Capilla Padre Luís Romeu. Asistían, además, en la Procesión todos los Prelados presentes en Vic, aparte del señor Arzobispo de Tarragona que se sintió indispuesto, por lo que fue aquella presidida por el señor Arzobispo de Valencia. El Santísimo Sacramento venía en la riquísima y elegante Custodia del Corpus, joya del siglo XIV, que ha inmortalizado el nombre de su generoso donador, el sacristán Despujol, y que, montada en las lujosas angarillas de plata, venía al abrigo del soberbio tálamo, llevado, según costumbre, por los beneficiados de la Basílica, con capa pluvial. En muchos lugares, siguiendo la antigua usanza, se echaban flores al paso de la Custodia. Detrás de todo seguía el cortejo civil, presidido por el Alcalde. Acompañando a los Regidores del Ayuntamiento estaba la comisión de la Diputación Provincial con su Presidente, señor Prat de la Riba, y varios Senadores y Diputados a Cortes. Un piquete de honor del Batallón de Cazadores de Alfonso XII, con escuadra de gastadores, bandera y música, cerraban la procesión, el paso de la cual duraba, como es natural, muy largo rato. Y tenemos que advertir que era una verdadera procesión y no una manifestación entre religiosa y civil como otras que en varias ocasiones similares se están celebrando en poblaciones distintas. Cuando apenas había empezado a salir de la Catedral, una sección del Comité Ejecutivo de las fiestas, acompañada de cuatro jóvenes de la Comisión de honores y obsequios, subió a la Plaza Mayor para preparar allí personalmente el acto solemnísimo de la Bendición. En esos instantes había en la gran Plaza un hormiguero de gente esperando con ansia vivísima la llegada de la Procesión. Cuatro civiles a caballo, puestos a las órdenes de dicha sección del Comité, desalojaron lentamente todo el espacio cuadrado comprendido dentro del marco de la rumbosa empaliada de las fiestas. La gente fué retrocediendo y creando un hueco, aunque con evidente pesar, sin entender muchos a lo que venía. Al poco rato entró el jefe de la Procesión por la calle de las Nieves. Un gran movimiento de expectación se notó en la concurrencia. La comitiva, con las antorchas encendidas, fue siguiendo el camino dictado por el Comité a los arregladores y de esta manera toda la Procesión, sin confusiones, sin un momento de duda, se fue uniendo y concentrando dentro de aquel gran cuadro para recibir en el momento debido la bendición solemne. Los civiles a caballo se cuidaban de que la multitud no pasara de la línea marcada. La gente contemplaba esa concentración con interés vivísimo, como cosa aquí completamente nueva. Toda la parte de Procesión que venía delante de las insignias de la Basílica y de la cruz capitular quedó situada a la izquierda de la gran tribuna levantada delante de las bóvedas de poniente; y toda la otra parte: clero, Autoridades, militares, etc., se quedó en el lado derecho. Encima de la tribuna, donde sube todo el acompañamiento de la Custodia, no se había hecho más que adornar un pequeño zócalo, encima del cual se pusieron las angarillas de plata que sostenían el riquísimo y ostensorio dosel por el mismo tálamo de la Procesión que era el dosel más indicado y, hablando con rigor, el más noble y más artístico. Cayendo ya la luz del día, la iluminación del acto sublime que se estaba preparando lo harían las mismas y numerosas antorchas agrupadas al pie de la tribuna, que se extendían como un reguero de luz por todo el recinto de la Plaza. Entonado por la Schola Cantorum, todo aquel inmenso conjunto de voces cantó el Credo gregoriano de la Misa De Angelis. El efecto fue verdaderamente grandioso e intensísima la emoción del pueblo, de donde salieron también numerosas voces, juntándose con el cántico de la profesión de Fe. Después, en la misma forma, se cantó el Tantum ergo. Terminando el acto, puesto el viril en una pequeña custodia de mano, el Arzobispo dio solemnemente la Bendición, arrodillados todos, mientras la banda militar saludaba al Señor de cielo y tierra con los acordes de la marcha Real. Nadie de los que estuvieron presentes olvidará nunca más, en toda su vida, ese momento augusto en que todo un pueblo hacía ardiente manifestación de su fe vivísima. Enseguida, con la orden y la sencillez de antes, la Procesión se fue moviendo, embocando la calle de la Riera, para llegar a la Catedral hacia las ocho horas. La fachada de la Basílica, el Palacio Episcopal y todas las casas de la Plaza de Santa María, lucían iluminación clarísima. La entrada de la Procesión en la Iglesia fue también pomposa y emocionante. Después, las naves de esta se llenaron, y en medio del gigante resplandor de las antorchas se hizo la solemne reserva, acompañando a los asistentes a la Schola Cantorum en el canto del Tantum ergo. La gente, al salir de la Basílica y esparcirse por las calles vecinas, no encontraba palabras para ponderar la grandiosidad del acto que acababa de presenciar, más que suficiente por sí solo para dejar memoria perdurable de las fiestas del Centenario, de la que ese solemnísimo acto religioso era sin duda la mejor y más hermosa corona.

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