Jaume Balmes Urpià

Jaume Balmes Urpià

domingo, 6 de septiembre de 2020

XIX) LA COMIDA EPISCOPAL. — VISITA AL SEPULCRO DEL PADRE CLARET.—APERTURA DEL CONGRESO DE APOLOGÉTICA.— ANIMACIÓN PÚBLICA.— LAS LUMINARIAS. — EL CONCIERTO DE GALA.

LA comida con que el señor Obispo obsequiaba a la señora Infanta, a todos los Prelados que aquel día estaban en Vic y a las autoridades superiores y locales, tuvo lugar a las dos horas. Lo sirvió la casa La Palma, de Barcelona, y la lista de platos fue muy escogida. Reinó en la comida la seriedad natural en comensales de tan elevado carácter, que no excluía una expansión respetuosa. Terminada la comida, doña Isabel pidió como podía cumplir un honroso deseo: visitar el sepulcro del inolvidable P. Claret, que, como es sabido, guardan los PP. Misioneros del I. C. de María en la capilla fonda de la Iglesia de la Merced. El tributo que la señora Infanta quería ir a rendir ante ese sencillo sepulcro podía casi considerarse como un tributo de familia. Todo el mundo sabe que el V. Claret había sido confesor de la Reina Isabel, el cual en tiempos de la Revolución de 1868 le había valido dicterios que servían más bien para ensalzarlo a él deprimiendo a los malhablados revolucionarios. Pero en la memoria de S. A. había una nota muy halagüeña para ella y que hizo presente entonces: el haber recibido de dicho P. Claret la Primera Comunión, a causa de sus estrechas relaciones con la Real familia. Ni que decir con que prontitud y satisfacción fue dado el noble deseo de la señora Infanta. Fue acompañada a la Mercè y, delante del humilde sepulcro, rezó un ratito por el alma de aquel santo varón a quien el aura popular, ya desde antes de su muerte, considera digno de figurar en los altares. Esta generosa visita, que pronto fue conocida por el público, aumentó aún las simpatías de este hacia la señora Infanta. Mientras, se iba acercando la hora de apertura del Congreso, que era la de las cuatro de la tarde. Doña Isabel volvió a su señorial posada para esperar a la comitiva que la había de acompañar a la ceremonia. Aquella revestía la misma pompa de la mañana, con la variante de ir las autoridades y las personalidades de mayor jerarquía en carruaje. Venía precedida de los heraldos y de la Bandera de la Ciudad, con los batidores y escolta de caballería que por la mañana habían acompañado al cortejo en la Basílica. Mientras bajaba este cortejo por la Plaza Mayor, calle de Verdaguer y Ramblas, los Congresistas iban entrando, provistos de su carné, al aula de Santo Domingo. En la testera, adornado todo el presbiterio de arriba abajo de suntuosos paños de pélouche rojo, orlados de oro, se veía un cuadro gigantesco de Santo Tomás, el Ángel de las Escuelas, que venía a ocupar la primera presidencia. Más abajo resaltaba sobre el fondo oscuro un blanco busto de Balmes, surgiendo de un macizo de plantas decorativas. Y al pie del busto, en medio de dos soberbios candelabros, estaba la mesa presidencial, en la cual había dos hileras de pomposos sillones destinados a los Prelados. En el mismo nivel del presbiterio se había levantado una gran tarima, que llenaba todo el espacio del crucero, destinada a las autoridades, corporaciones, delegaciones y congresistas protectores. Al lado izquierdo se alzaba un trono sencillo, lujosamente adornado con plantas, surmontado por el escudo Real. Al lado había sitiales de honor para el Ministro de Gracia y Justicia, delegado del Gobierno, y para los acompañantes de la señora Infanta. En uno y otro lado de esta tarima, llenando los dos lados del crucero, se había construido una doble tribuna, vestida igualmente de ricos paños de pelouche y adornada de artísticas guirnaldas de laurel, hecha por el jardinero decorador de Barcelona D. Ramón Perez. Abajo, en la nave, bajo la bóveda de las capillas, brotaban dos tribunas más a cada lado, destinadas especialmente a las señoras. Los congresistas numerarios se acomodarían en los numerosos sitiales del centro de la nave, más que suficientes para los que estuvieran presentes en las varias sesiones de la asamblea. La ornamentación del aula del Congreso, hecha con su acostumbrada destreza por los acreditados adornistas señores Vinyals, había sido dictada y dirigida, por encargo de la Junta organizadora de la asamblea, por el padre José Gudiol, quien estuvo a punto de sacar de dicha dirección un funesto recuerdo. En el acto de bajar provisionalmente del altar mayor la gran imagen, de San Pío V, no pudiendo los que le hacían contener el balance, se pone aquel a ayudarles, no logrando vencer incruentamente la resistencia de la pesada escultura. De esta pelea con San Pío V, que refería humorísticamente el mismo Mosén Gudiol, salió él con una fuerte contusión en la frente sobre el ojo, que pudo lucir todos aquellos días de fiesta, consiguiendo ser compadecido incluso por la señora Infanta; pero el Santo salió aún peor, pues le quedó rota una mano que se le tuvo que añadir al devolverlo a su lugar, después de las fiestas. La luz adoptada para iluminar el pomposo y severo local fue la de gas acetileno, y la instalación, muy acertadamente realizada por D. Sebastián Garriga, de Granollers del Vallés, completaba el efecto grandioso de aquella aula improvisada. Los aparatos de acetileno colgados a suficiente altura para no ofender a la vista, proyectaban sobre el concurso una luz limpia, suave y tranquila que satisfacía el deseo de los organizadores y siendo generalmente alabada. Los congresistas entraban, como hemos dicho, por el portal principal de la Iglesia, donde había acudido la Comisión de honores y obsequios para guiar a todos y preocuparse de que cada uno ocupara el lugar que le correspondía. La banda militar, situada en el paso del portal, tocaba la marcha del Homenaje de Tannhäuser. Por el portal del Claustro, entraron las tres secciones del Orfeón Catalán que subieron por la escalera de la Casa de Caridad a ocupar el coro de la Iglesia, donde, con algún trabajo, pudieran meterse. Hacia las cinco de la tarde, la comitiva llegó al portal de Santo Domingo. La banda militar saludó a la señora Infanta con la marcha Real. Los Prelados y la Comisión de honores y obsequios la esperaban en el mismo portal y la acompañaron hasta el trono. Todos los concurrentes se pusieron de pie, recibiendo ceremoniosamente a S. A. Se acomodaron los Prelados, las Autoridades y demás personajes, cada uno en el lugar que le correspondía y ocuparon la presidencia los señores Arzobispos de Tarragona y Valencia y Obispo de Vic. Ocupó la mesa secretarial el señor Canónigo Collell, cerca de la barandilla de mármol del presbiterio. A una señal de la presidencia se entonó el Credo y el Orfeón Catalán, obediente más que nunca a la enérgica batuta del Maestro Millet, cantó el símbolo de la Fe con la grandiosa e inmortal nota de la Misa del Papa Marcelo de Pierluigi Palestrina. Pocas veces el Orfeón la había interpretado con tanto nervio y entereza. No valieron etiquetas: el público se sintió lleno de aquella música incomparable, transportado por aquel Amén que talmente eriza el pelo y concentra la sangre del cuerpo, el entusiasmo rompió todas las convenciones y un inmenso aplauso resonó dentro de la espaciosa aula. El comienzo de las tareas de la asamblea había sido bien discurrido y la aprobación era unánime. El señor Canónigo Collell leyó el telegrama de adhesión que en nombre de los Congresistas se enviaba al Santo Padre. Enseguida el señor Ministro de Gracia y Justicia se acercó a la barandilla del presbiterio e hizo un breve discurso, en lengua castellana, bien pensado y bien dicho, reconociendo el derecho que tenía Balmes, como filósofo, teólogo, polemista, escritor y patriota en la conmemoración que actualmente se le hacía y al grandioso homenaje que se le tributaba. Le hizo un acertado retrato, estudiando sus principales escritos, y acabó haciendo constar solemnemente que el Rey y su Gobierno, al asociarse al homenaje, favoreciéndolo materialmente y enviando sus representantes directos, lo hacían con singular complacencia y enteramente convencidos de que cumplían un deber que el patriotismo les imponía. La perorata del señor Ruiz Valarino, que había despertado como se comprende, singular expectación y que a él mismo, como nos consta muy bien, le había preocupado hasta el momento de pronunciarlo, fue recibida con general aplauso e incondicional elogio. Para que nadie pudiera negar ese éxito, algunos de los más cualificados congresistas, la gran mayoría distanciados de las ideas políticas del orador y de las del Gobierno que representaba, le hicieron constar, con lealtad en un telegrama al Presidente del Consejo de Ministros, que implícitamente se celebraba que hubiera habido tan buen juicio al elegir el delegado gubernamental. Inmediatamente el señor Obispo de Vic leyó el soberbio discurso que había escrito para el acto inaugural y que el lector podrá ver en su día en los libros de deliberaciones del Congreso. Después de él, el P. Lebreton, S. J., delegado de la Universidad Católica de París, comenzó a desarrollar el primer tema del programa del Congreso, referente a los orígenes de la Apologética. El tiempo pasaba y tuvo que suspenderse la lectura para terminarla al día siguiente, a fin de no causar fatiga a los congresistas y especialmente a la señora Infanta. Entre tanto, reinaba en las calles, y especialmente en la Plaza Mayor y Paseo de Santa Clara, una animación grandísima. La juventud se había entregado a las sardanas, magistralmente tocadas por la copla de Perelada. Los forasteros daban buena compañía a los vicenses y a los orfeonistas de Millet, terminada la tarea de la tarde y esperando la hora de la cena. El concurso de gente era, en todos lugares, verdaderamente extraordinario. Los trenes venían repletos y continuaba la afluencia de carruajes. Los pueblos y masías de la zona eran un vaivén que no se acababa y se oían continuamente las bocinas de los automóviles. En las fondas no se entendían. La Comisión de alojamientos guardaba todavía algunos lugares vacíos en el Seminario destinados a congresistas, pero le era imposible atender otras peticiones. Algunos forasteros que querían volver al día siguiente a la fiesta folclórica decidieron aprovechar los trenes nocturnos para ir a dormir a Manlleu o a la Garriga. Los cafés se llenaban de concurrentes a todas horas, especialmente los de la Plaza y el Paseo susodichos, que eran el centro de la animación. El tiempo aguantaba. La Ciudad lucía empaliada general, vistosa y de mucho color, pero seria y sin notas infantiles, como otras veces. Además, en todas las casas donde no había luto, encendieron fastuosas luminarias. Había muchos que habían venido para el adorno de las artísticas guirnaldas de follaje y de flores, prodigadas en la colgadura pública. En cuanto a sistemas de luz, dominaba la electricidad (lo que les había costado a los particulares entenderse con la Compañía Hidráulica del Freser…), pero se hacía uso también del acetileno y de los faroles de cera. Alguna casa había adoptado la tradicional y majestuosa candelero. El encendido público se hizo prontito, siendo mucho más completo que el día anterior y estrenándose la bonita y acertada luminaria del Paseo de Santa Clara, tan concurrida a todas horas. Algunos detalles de las Ramblas habían quedado listos aquel día, de manera que quedaba enteramente realizado el plan del Comité, de dar la vuelta a nuestro boulevard estudiando la historia de la luminaria pública. Hay que hacer constar que era muy gozosa y era muy clara la de la Rambla de Santo Domingo, con aparatos de acetileno, como los del interior del Congreso, a cargo del mismo empresario, señor Garriga, el cual, a pesar de algunos estorbos de carácter particular, había tenido hecha la instalación a la hora que se le había marcado, o sea la víspera del día anterior. Lucían mucho las calles de Gurb y de Manlleu, aquella muy pintorescamente empaliada y esta con un enjambre de elementos; la Plaza de los Mártires, que había iluminado toda la circunferencia marcada por los árboles; la calle de Cardona, con lujosos salomones eléctricos; y la de San Sadurní, con elegantes arcos, bien dibujados, y aprovechando el rincón de la puerta chica de la Piedad para plantar en ella una gran cantidad de verdor de donde manaba la fuente de la sabiduría. Otras calles se veían adornadas también en forma notable, pero no tan saliente como las anteriores. En la calle de San Hipólito, una de las que ocupa más honroso lugar en la historia de las fiestas memorables de la Ciudad, por ser la que guarda la casa donde nació San Miguel de los Santos, se topó con inconvenientes invencibles para montar una espléndida decoración que los vecinos tenían proyectada; pero no se quiso que quedara en el olvido la antigua usanza de los medallones con versos alegóricos y en la referida casa del Santo apareció la siguiente décima: Un día allá dalt del Cel la Trinitat beatíssima al trono de llum claríssima cridá al Seráfich Miquel. «Tu, que fores tant fidel, demana per ta Ciutat un do, que't será otorgat.» El Trinitari gloriós demaná un sabi virtuós y el Balmes nos fou donat. Ya todo estaba encendido y hasta las músicas tocaban, iniciándose las sardanas nocturnas, cuando la gente se dirigía al Teatro Principal para asistir al Concierto de gala encomendado al Orfeón Catalán. Hay que advertir que la sesión del Congreso había resultado muy larga y la señora Infanta no se quiso ir hasta que se diera por concluida. Por eso el P. Lebreton dividió en dos partes su disertación. Está claro que la gente rica presente en el acto no cometió tampoco la descortesía de levantarse, todo lo cual influyó en la hora del comienzo del Concierto que los programas marcaban a las 8 y media, entendiéndose que serían las nueve. Todo el mundo tenía que cenar y vestirse y, además, no era correcto iniciar la fiesta sin haber llegado al Teatro Doña Isabel. La cual, por su parte, estaba empeñada a no perderse una sola nota del programa, avisando, por ministerio del señor Gobernador Civil, que no se comenzara hasta las diez horas. El Teatro estaba ya lleno cuando llegó este recado, que no dejaba de engendrar un conflicto. Todas las medidas estaban tomadas para que el Concierto acabara hacia las once y media, a fin de que los orfeonistas pudieran volver a Barcelona en el tren de las 11-50. Además ocupaban localidades del Teatro numerosos forasteros que habían resuelto marchar también con ese tren o con el otro ascendiente de las 11-55. Lo primero pudo arreglarse con la buena voluntad de los empleados del ferrocarril que se ofrecieron a poner un tren especial a cualquier hora que el Concierto acabara, tren que debería pagar, naturalmente, el Comité de las fiestas. En lo segundo no se pudo poner enmienda. Y ya eran las diez bien repicadas cuando la señora Infanta apareció en el palco presidencial, acompañada de la Duquesa de Nájera, del Gobernador Civil y del Alcalde. Los otros acompañantes ocuparon los palcos de ambos lados. El Teatro estaba adornado con magnificencia. Se habían quitado las mesas de café que hay ordinariamente en el foyer y se había devuelto éste a su objeto propio, tapizándolo de arriba a abajo, alfombrándolo, poniendo en él cómodas otomanas y decorándolo con multitud de plantas. Una soberbia araña de cristal con numerosos picos de acetileno lo iluminaba. En el portal exterior se había colgado un vistoso velárium y una amplia tira de alfombra que llegaba hasta media Rambla y que marcaba el pasadizo de honor por donde tenía que entrar Doña Isabel con su séquito. Esta misma tira, brotando de nuevo de la gran alfombra de la sala, en el peldaño inferior de la escalera, subía hasta el palco presidencial, alfombrado también y suntuosamente empaliado. La sala de espectáculos lucía mucho con los chillones tapices que colgaban de los pisos más altos, enlazados por tupidas guirnaldas de laurel y flores. La luminaria era la ordinaria eléctrica, que se habría aumentado por no presentarse dificultades que requerían más tiempo del que se disponía para ser vencidas. Sin embargo, con el tono claro con que se había terminado de pintar el techo y las paredes había más de la claridad necesaria. El gran ornamento de la sala eran los espectadores. Todo el mundo vestido de gala, los hombres de rigurosa etiqueta y las damas con sus mejores trajes y luciendo espléndidas joyas. La señora Infanta se presentó también suntuosamente vestida, con traje de corte y enjoyada riquísimamente. Apenas había aparecido en el palco presidencial, recibida con atronadores aplausos, con lo que se había levantado el Orfeón, iniciando el Concierto, según la costumbre, con el Cant de la Senyera. Aquí está el detallado programa de la artística fiesta: I El Cant de la Senyera MILLET. Les Campanes de Nadal COMES. En l'enterro d'un nin PÉREZ. Sota de l’om cançión popular MORERA. Rosa del Folló » » (1ª audición) ROMEU. La Gata y en Belitre » » PUJOL. Divendres Sant ...... NICOLAU. II Les flors de Maig CLAVÉ. Negra sombra, Balada gallega MONTES. Himne del l'Arbre fruyter MORERA. Secció d'homens. Teresa. NICOLAU. Secció de senyoretes. La mort del Escolá NICOLAU. Sanctus de la Missa del Papa Marcel PALESTRINA. Como se ve, el Orfeón no se lamentaba, y, además, el Maestro Millet había tenido la delicada atención de dedicar a Vic el estreno de la delicada canción popular titulada Rosa del Folló, con la armonización que le había hecho el Maestro Romeu y que le había sido otorgado con ella, junto con la siempre aplaudida Canción de Navidad, en la tercera Fiesta de la Música Catalana. No nos hemos de esforzar en ponderar el éxito del Concierto. La Rosa del Folló y alguna otra de las composiciones cantadas se tuvieron que repetir, el Maestro Romeu fue llamado al escenario para recibir los saludos del público y Doña Isabel gritó en su palco a él y al Maestro Millet para darles una expresiva enhorabuena. Era la una de la madrugada cuando se terminó la fiesta. Por expresa orden que se había dado, aún en las Ramblas y en la Plaza Mayor había encendida la luminaria. La señora Infanta volvió rápidamente a su alojamiento. En carruajes unos, los más a pie, todo aquel concurso lucidísimo, que tardará en volverse reunir en Vic, se fue disgregando y difuminando por las calles de la Ciudad, preso todo el mundo de la fatiga. La jornada había sido gloriosa. La gente estaba rendida, pero satisfecha. El éxito del Centenario estaba asegurado: nadie podía negarlo. Los orfeonistas corrieron hacia la Estación a embarcarse en el tren especial que se les había reservado. También se iban contentos, con un laurel más en la noble enseña. Sería madrugada llena cuando llegarían, pero, para pasar el santo camino y despejar las involuntarias dormidas, el Comité les había provisto abundantemente de pan que Dios nos dio y de unas soberbias longanizas. Era el último expreso obsequio que se les podía dar.

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