Jaume Balmes Urpià

Jaume Balmes Urpià

domingo, 6 de septiembre de 2020

X) CALISTENIA. – ALOJAMIENTOS. – TRENES EXTRAORDINARIOS.

EN el Cartapacio de la Comisión de fiestas cívicas figuraba una fiesta calisténica, o de gimnasia rítmica, que se tenía que hacer con el auxilio de los Maestros y alumnos de las escuelas públicas de la Ciudad. Pero últimamente no tenía que ser una fiesta calisténica en el riguroso sentido de esta palabra, sino una función de rondas infantiles y canciones animadas, según el procedimiento de Jaques-Dalcroze, para la preparación de la cual contamos ya desde el primer momento con el introductor de estas cosas tan atractivas en nuestra tierra: el poeta y músico Juan Llongueras. Y no se trataba tampoco de una cosa pasajera sino de ver si, aprovechando la ocasión, se lograba introducir en Vic y conservar resuelta esta singular y moderna escuela en que se dan tan firme y tan fecundo abrazo la instrucción, el arte y la higiene. El pensamiento primordial de la Comisión de fiestas cívicas era grandioso: tendía a juntar en el espectáculo a la gran mayoría de los alumnos de las Escuelas que habrían podido sobrepasar el millar. Pero las dificultades materiales aparecieron enseguida, y entonces se fue inmediatamente a que lo que perdíamos en grandiosidad lo ganáramos en vistosidad y finura. Así se pudo hacer con la cooperación directa de Llongueres, con la determinación ya hecha de que llevase en su día sus chicos y chicas de la Escuela Coral de Tarrasa y de haberse encargado, espontáneamente y con inacabable entusiasmo, de los trabajos de aquí el subchantre de la Catedral Mosén Miguel Rovira, director del Orfeón de San Luís. La fiesta quedó, entonces, asegurada desde el inicio. Solamente tuvimos que rebajar un poco nuestro presupuesto de personal, pues ya desde el primer momento nos vimos obligados a que en el grupo de calisténicos vicenses hubieran niñas: era cosa nueva y conocida por poca gente y tenía que venir la convicción por la vista. De los propios chicos no logramos pasar de sesenta, y aún, después de haber visto los ensayos, uno se admiraba de que fuesen tantos. Los ejercicios son pesaditos y dificultosos y exigen en cada chico una disciplina muscular y auditiva más rigurosa de lo que a primera vista parece. Al maestro le hace falta mucha paciencia pero no menos al discípulo. Hubo momentos, en los ensayos, que llegamos a dudar de que, con el poco tiempo de preparación de que disponíamos, nuestros chicos pudieran juntarse y alternar con los tan fogosos de Tarrasa; pero nos tranquilizaba mucho la seguridad que nos daba Llongueras cada vez que venía a inspeccionar los ensayos y dar coraje a los pequeños calisténicos. Siendo cosa esencial para el efecto artístico la indumentaria de estos, el Comité dio a los chicos y a los padres todas las facilidades para que el habillamiento fuese cuanto menos igual en belleza y vistosidad a los de Tarrasa. Se dedicaron a esta tarea, de una manera especial, los dos miembros del referido Comité, señores Claveras y Delclós, los cuales salieron completamente airosos del encargo. Bastante menos grato y un poco complicado y difícil era atender a la cuestión de alojamiento del gran número de forasteros que esperaban las fiestas. Suficiente grupo eran ya los que, llamados por el Comité en virtud de los actos acordados por las Comisiones, tenían que tomar en aquellas una parte activa. Contábamos que, solamente el Orfeón Catalán, traería más de trescientas personas. En primer lugar se tenía que procurar por la instalación de los Congresistas, lo cual era para el Comité una obligación de honor. Fue nombrada una Comisión de alojamientos, en que, ciertamente, no faltó el trabajo. Ya de inicio, cuando la Comisión de fiestas cívicas obraba como única fuerza activa, se había pensado en disponer en el Seminario una puesta a punto tranquila y propia de las personalidades, en su mayoría eclesiásticas, que vendrían a la Asamblea; pero esta idea topó, como era natural, con una larga serie de dificultades que poco a poco y en detalle hubieron de vencer los trabajos de la Comisión y en definitiva los decisivos del Comité. Y, aunque no en la escala que de buenas a primeras se había temido, porque en su día la Ciudad demostró tener más recursos en particular de los que todos nos imaginábamos, el Seminario ofreció el refugio que nos convenía. Verdad es que el gran recurso, en este trabajo dificilísimo de alojar a la gente, el Comité ya desde el día de su constitución lo tenía pensado y lo perseguía. Lo obtuvo a su hora en la misma forma y con la misma extensión que lo había imaginado. Perdone el lector que seamos, a lo mejor a pesar suyo, un poco detallados al explicar estas cosas, lo cual hacemos con el intento de que puedan servir de experiencia para otro día que convenga. Las dos grandes masas de gente de Barcelona y de las poblaciones importantes que tienen estación en el ferrocarril se tenían que esperar. Los que vinieran de los puntos más inmediatos de la comarca por carreteras y caminos vecinales vendrían en carruaje propio para volver a la hora que les viniese bien, o tendrían ya aquí familia o alojamiento habitual que usarían igualmente en esta ocasión extraordinaria. Estos no tendrían dolores de cabeza, como tampoco los que viniesen de las estaciones balnearias o climatológicas cercanas, como por ejemplo, Tona y San Julián de Vilatorta, los cuales se entenderían fácilmente con los servicios de carruajes establecidos por las mismas. Por consiguiente, para los que se tenía que procurar era a los viajeros indudablemente numerosos que los trenes de subida y de bajada traerían a la Ciudad a través de la nueva Estación de las diecisiete portaladas. Pues, ya que los trenes lo hacían, los mismos trenes lo deshicieran. Desalojar con este medio rápido la Ciudad era muy trabajoso, ya que los trenes normales, por sí solos, no acababan de cumplir el objeto. La cuestión era que tenían que salir de la Estación trenes especiales a la hora que al Comité le conviniera, es decir después de acabadas todas las funciones del día sin excluir las del atardecer. Tenían que salir dos trenes nocturnos, uno ascendiente y otro descendiente, que no salieran antes de la doce. Así, a todos los forasteros que, queriendo quedarse, no pudieran materialmente hacerlo por falta de posada, les quedaría el recurso de volverse. Con esto teníamos en nuestra mano, en la cuestión de alojamientos, una válvula de seguridad que bastaba para evitar enojosos conflictos. La Compañía del ferrocarril, aunque con su habitual poca fe en los resultados de todo servicio extraordinario pedido directamente en nombre del público, acogió favorablemente la propuesta y en principio fueron incondicionalmente concedidos los dos trenes que pedíamos. Más tarde, al formalizar la concesión, se trató de ponerle condiciones, que desaparecieron gracias a los trabajos del Comité de la Compañía en Barcelona y a lo que hizo particularmente el Gobernador Civil, señor Muñoz. Los dos trenes saldrían cerca de la media noche, cuando ya todas las funciones estarían acabadas e incluso probablemente se habría apagado ya la iluminación de las vías públicas. Concedido este servicio especial de trenes, que duraría los cuatro días principales de las fiestas, el Comité pudo ver más serenamente la cuestión de alojamientos y posadas, y se apresuró a resolver la de la manutención, que no ofrecía tantos problemas. Se ha de advertir que lo que llamaríamos palanca general de la opinión forastera a favor del Centenario, primera y natural preocupación de las Comisiones y del Comité, estaba hecho a las principios del verano de una manera talmente gigantesca. En todas las poblaciones de Cataluña no se hablaba de otra cosa; sin necesidad de gacetillas oficiosas ni de cartitas de recomendación la prensa diaria de Barcelona y de las demás capitales y la periódica de otras poblaciones se ocuparon continuamente, balmeseándose a desdecir en todos los tonos y en todas las formas. Las revistas sabias de la Península y algunas extranjeras estudiaban con los más variados puntos de vista la personalidad y la obra de nuestro gran compatricio. Ni en el espíritu partidista el Parlamento, ni en la prensa, ni en ningún lugar se ponía el menor obstáculo a todo lo que se estaba haciendo en pro de la conmemoración del gran sabio, e incluso el periódico tan poco sospechoso como El Diluvio de Barcelona reconocía la justicia y oportunidad de nuestro homenaje. Las publicaciones ilustradas se daban prisa en servir a los lectores detallada información gráfica del gran hombre y de todo lo que le hace referencia, llegando a mínimos detalles cernían tanto a la generalidad del público, y aquí y allá, en gran número de poblaciones, se celebraban y organizaban actos en honor del insigne filósofo, de los cuales iba dando cuenta –y por eso aquí no los enumeraremos- el Boletín del Centenario. Únicamente no creemos lícito desvirtuar el tributo de la Ciudad de Cervera, Universidad en la cual estudió Balmes, siendo otro de los clarísimos talentos que en aquella famosa Escuela, creada por el espíritu vengativo de Felipe V, supieron mantener y renovar el verdadero espíritu catalán de tal manera que lo que tenía que ser tumba de este espíritu fue, en rigor, la cuna de nuestro renacimiento. Cervera, ya después de nuestras fiestas, pagó este tributo a Balmes poniendo en el edificio de la Universidad una lápida que recordara su paso por la misma. El pequeño comercio se había apoderado también de la ocasión del Centenario y por todas partes brotaban retratos, bustos, medallas, postales y otros recuerdos que como negocio resultaban mejores o peores, pero que contribuían poderosamente a la propaganda. Le faltaba aún a este evento un golpe final que tenía que redondear el efecto. Hablemos enseguida, agarrando la historia desde un principio.

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