Jaume Balmes Urpià

Jaume Balmes Urpià

domingo, 6 de septiembre de 2020

XV) LOS ÚLTIMOS PREPARATIVOS. —ALOCUCIONES.—PROVIDENCIAS URBANAS.—ALOJAMIENTOS DE HONOR.

EL lunes y martes, y el mismo miércoles, fueron días de gran tensión. Como ya era de temer, los contratistas de la decoración y luminaria públicas habían apurado excesivamente, y era preciso apretar fuerte para que todo estuviese a punto a la hora, cosa que no se consiguió de una manera completa. Esa fiebre, donde se notaba más, por estar más localizada, era en la erección de los obeliscos-faros en la entrada de la Plaza. Había prevalecido el pensamiento de Gaudí, que llevaba a la práctica Canaleta, muy bien ayudado por la valiente cooperación de Luís Ylla y el talento artístico de nuestros verdaderamente notables cerrajeros D. Juan Colomer y D. Ramón Collell, que no perdonaron día y noche para que la obra quedara lista a primera hora de la mañana del día 7, dentro de la cual fijaba el programa, el acto de inauguración de obra tan original y curiosa. Entre los infinitos preparativos que se estaban haciendo por las calles no había ninguno que no excitara tan vivamente la curiosidad pública. A prisa, se tuvo que encargar el pintar esa gigantesca herramienta, conforme a los cánones del arte de Gaudí, uno de sus discípulos más notables: el arquitecto Jujol, ya conocido por sus obras, que dejando atrás, por su originalidad, las del maestro. En la decoración oficial de la Plaza Mayor y de las grandes vías iban brotando notas artísticas que llamaban a la atención general: la fastuosa empaliada de la Rambla de las Devallades, que el viento dañó de una manera sensible, las vistosas coronas de luces de la Rambla del Hospital, los grandes y jugados medallones que en las intersecciones se iban instalando, las graciosas pirámides que se levantaban en la entrada de la Rambla por la calle de Verdaguer, obra en que ponía sus cinco sentidos el delicado artista D. Jacinto Comella, los elegantísimos adornos del Mercadal y los sólidos y artísticos faroles de la Rambla de Moncada, dibujados por el arquitecto Pericas y ejecutados por el cerrajero D. Ramon Cuatrocasas. No se tenía que llorar a la Comisión artística, que tanto fervor estaba dando cima al cumplimiento de su encargo, los aplausos más entusiastas. El Comité se reunía por la mañana, por la tarde y al atardecer: mejor dicho, estaba en sesión continua. Había imposibilidad material de acabar de discutir las cosas. Los incidentes que se perseguían, se tenían que resolver todos. No había tiempo de comer con reposo y la noche no era para dormir. Además de los preparativos que se estaban haciendo para el día de comenzar las fiestas, era necesario trabajar en la preparación particular de cada uno de los actos que figuraban en el programa, resolviendo anticipadamente todas las dificultades para hacer más fácil la tarea en los días respectivos. Por otra parte, el Comité no podía descuidar las ceremonias oficiales, largas y dificultosas, que complicaban extraordinariamente la venida de la señora Infanta. Además, bien ayudado por la Comisión nombrada ad hoc, el Comité no se podía distraer. Le tocaría trabajar y hacer de señor al mismo tiempo. Por su parte, las calles que querían hacer una empaliada digna: los de Cardona, de Sant Sadurní, de Manlleu, de Gurb, de la plaza de los Martires y otros, eran igualmente talleres todos ellos. Los vecinos habían emprendido la tarea con vivo y patriótico entusiasmo. Era ya evidente que toda la Ciudad luciría y en ningún lugar se veían salir aquellas ornamentaciones infantiles de otras fiestas vicenses memorables. El tiempo no ha pasado en vano y se veía claro que el gusto artístico señoreaba ya en toda la población. De ello nació en gran parte el éxito de las fiestas balmesianas. Al Comité le tocaba pensar en todo y prevenir los más pequeños e insignificantes detalles para que la Ciudad pudiera obedecer con quietud y dignidad, tan señorilmente posible, al gran número de forasteros que se esperaba. El Alcalde, que era su presidente y que en esto tuvo un buen número de iniciativas, se iba sirviendo de su elevado cargo para encontrar anticipadamente soluciones a los conflictos que se presentaban, y todas las indicaciones del Comité y muchas que salían espontáneamente de la masa popular eran inmediatamente atendidas. El espíritu urbano que informaría las fiestas no había ofrecido nunca lugar a duda, pero, así mismo, el Alcalde se creyó en el natural deber de preparar con patrióticas y sentidas alocuciones no sólo el esplendor moral de las fiestas sino también el de la recepción de la señora Infanta. Estas alocuciones circularon profusamente e hicieron el efecto que se esperaba. En cuanto al orden y seguridad de la población no había motivo para alarmarse. Vic necesitó en este particular pocos preparativos. Complicaba, es cierto, un poco la cuestión de la presencia de una persona de la Real familia; pero el Gobernador, de acuerdo con el Alcalde, lo había ya previsto todo y no faltaría la vigilancia que se creyera necesaria y que, por poca que fuese, resultaría con seguridad excesiva, aunque no podía olvidarse que en la invasión de forasteros podía ocultarse alguien de malas intenciones. La policía no escaseó, y tuvimos por otra parte muchos civiles y todos los mozos de Escuadra de la comarca. La tropa, que tenía el encargo de hacer los honores debidos a la Infanta, no tuvo aumento sobre la de la guarnición, suficiente para montar la guardia. El Capitán General se limitó a dar orden al escuadrón de caballería destacado en Granollers para que viniera a dar escolta a S. A. en sus salidas ceremoniales. La gran limpieza de la Ciudad, que obligaron las muchas obras públicas y privadas que se iban terminando, se hizo afanosamente durante esos dos primeros días de la semana y parte del miércoles. Los vecinos ayudaron con mucho gusto a las brigadas municipales en esa gran tarea. Se habían montado carros nuevos para regar, pues el polvo abundaba y había que matarlo diariamente, si bien los últimos días la lluvia simplificó bastante esa tarea. La Comisión de alojamientos, de acuerdo con el Comité y con la Junta del Congreso de Apologética, había repartido con la debida anticipación los alojamientos de honor destinados a los personajes civiles, eclesiásticos y militares que venían a honrar las fiestas. Ya quedó dicho que la señora Infanta habría de alojarse en la casa-palacio del señor Conde de la Vall de Marlés, donde se acababan de hacer las obras necesarias para que la hospitalidad fuera digna de una princesa. El miércoles, a primera hora de la mañana, todo estaba a punto. Las salas destinadas al uso exclusivo de Doña Isabel eran tres: el dormitorio, el despacho y la sala del trono, donde se había de hacer la recepción anunciada. El dormitorio apenas había sufrido modificaciones. Se había puesto la acostumbrada tapicería de damasco amarillo, jugando con la sillería y cortinajes del mismo color, y el pabellón y ropaje de la clásica cama, encerrada en la monumental alcoba. Entre los muebles se había colocado el rico y artístico tocador de plata que poseía la familia, admirado por el público, como joya verdaderamente suntuosa, en algunas exposiciones barcelonesas. Esta, como todas las demás habitaciones, se había iluminado eléctricamente, haciendo jugar a las numerosas bombillas con la hermosa y antigua araña de cristal que cuelga del techo. Junto a la alcoba se había hecho una elegante y cómoda sala de baño y más hacia dentro, el indispensable water-closet. Para comodidad de la señora Infanta, el dormitorio de su camarera particular se había situado inmediatamente detrás de estas habitaciones, con comunicación directa con las mismas. El despacho luciría la ordinaria tapicería y muebles de damasco rojo. En la sobriedad de los ornamentos, que daban a la sala un carácter de agradable severidad, se había juntado un detalle útil que había de ser muy bien recibido por la augusta huésped: el de un elegante aparato telefónico sobre la misma mesa-escritorio, donde había, por otra parte, fotografías de la familia Real y ejemplares del hermoso programa de las fiestas, en su edición castellana. Otros retratos de igual interés estaban colgados en las paredes de esas dos salas ocupando lugar de honor el de la Reina Isabel II, madre de la señora Infanta. Tanto el dormitorio como el despacho habían sido lujosamente alfombrados. En la grandiosa sala del trono, así como en el vestíbulo, se habían dejado descubiertos los propios antiguos mosaicos y sus características pinturas. El trono era sencillo, pero se decía, que era el adecuado con los demás muebles de la casa. Las restantes habitaciones de esta, que salen al magnífico y soleado porche, se habían destinado a dormitorio de la dama de honor de la Infanta, señora Duquesa de Nájera, a su secretario particular, D. Carlos Coello, y al general Aranda, quien formaba parte de su séquito. El comedor de honor fue instalado en la parte de la calle de la Ciudad, en la sala de encima de la entrada. El Ministro de Gracia y Justicia, D. Trinitario Ruíz Valarino, representante del Gobierno, estaría alojado en Casa Abadal, donde quedaría todavía una habitación, confortable como todas, para el diputado y presidente de la Cámara de Comercio de Barcelona y de la Federación Agrícola Catalana-Balear, D. Pedro Grau Maristany, a quien el Comité de las fiestas había quedado tan agradecido. El Capitán General, D. Valeriano Weyler, se alojaba en Casa Espona, donde se le tenía preparado un magnífico dormitorio, rival del que ocuparía la Infanta en Casa Cortada. También iría a parar a dicha Casa Espona el Hm. Sr. Obispo de Girona, Dr. Pol, que ocuparía unos departamentos aislados de las demás habitaciones y muy propios de un Prelado de la Iglesia. El Excmo. Sr. Arzobispo de Tarragona, Dr. D. Tomás Costa y Fornaguera, tendría alojamiento en el Palacio Episcopal. Al Gobernador Civil le había preparado digno alojamiento en su propia casa el Alcalde, D. José Font y Manxarell. El Excmo. Sr. Arzobispo de Valencia, Dr. D. Victorino Guisasola, se hospedaría en la casa de la Vda. de D. Miguel Ricart, en la calle de Santa María. Los otros Prelados se alojarían por el siguiente orden: el Obispo de Barcelona, Dr. D. Juan J. Laguarda, en el castillo de Santa Marguerida, en Sant Juliá de Vilatorta, de donde vendría diariamente con automóvil. El de Lleida, Dr. Ruano, en el Convento de la Anunciata. El de Tortosa, Dr. Rocamora, en Casa Sala. El de León, Dr. Guillamet, en Casa Rocafiguera. El de Ciudad-Real, Dr. Gandásegui, designado como predicador en la Misa solemnísima del día 8, en Casa Picó (antiguamente Morgades). El de Ciudad-Rodrigo, Dr. Barberá, en el Noviciado del Escorial. El de Solsona, P. Amigo, en la Casa Misión de la Mercè. Y, finalmente, el de Calahorra, Dr. Sanromán en casa de la Srta. Pilar Feu. Había preparados, además, otros alojamientos de honor para los principales congresistas que habían anunciado su venida y para otros personajes oficiales, más o menos esperados, que comparecieron los días de las fiestas. Después daremos cuenta de los que sirvieron. La clásica hospitalidad vicense no se mostró avara ni cancionera desde el primer momento en que fue llamada a contribuir al esplendor del Centenario. Y hay que tener en cuenta que todas las casas que hemos citado tuvieron ya otros huéspedes, de dentro o fuera de las respectivas familias, y probablemente más de los que podrían alojar. Entre todas las notas de las fiestas, la de los alojamientos de honor, es una de las más brillantes y completas. Dejando aparte pequeños detalles que se irían ultimando, puede decirse que por la mañana del día 7 estaba todo listo para empezar a desarrollar el espeso y complicado programa de las fiestas. La animación en la Ciudad era ya verdaderamente extraordinaria.

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