Jaume Balmes Urpià

Jaume Balmes Urpià

viernes, 4 de noviembre de 2011

"Recordando a Balmes" - II - LA VANGUARDIA - 04-06-1910

LA VANGUARDIA

DIVAGACIONES

RECORDANDO Á BALMES

II

El publicista de Vich se lanza á la palestra en un momento solemne. Ha acabado la guerra civil, con el convenio de Vergara. El viaje de las reinas ha motivado los sucesos de Barcelona, la expatriación de María Cristina, la regencia de Espartero. Estamos en agosto de 1840. Entonces publica Balmes su opúsculo titulado Consideraciones políticas sobre la situación de España que produce, como ahora diríamos, una formidable sensación. En 1839 había dado á luz un estudio sobre el celibato eclesiástico, que obtuvo el premio ofrecido por un periódico de Madrid, y casi inmediatamente las Observaciones sobre los bienes del clero, que por la novedad de los puntos de vista allí tratados habíamerecido el elogio ó el respeto de la prensa de todos los matices. Ello no obstante, puede decirse que la vida pública de Balmes se inaugura coa las Consideraciones políticas y que este folleto trae en germen toda su labor futura, así en cuanto al pensamiento matriz, como á sus derivaciones concretas, como al tono general de elevación, en la forma y en los conceptos, que fue su constante distintivo.

 Dueño de sí, seguro de sus cualidades, pudo escribir en el frontispicio de su primera producción y al dar el primer paso de su carrera, estas palabras memorables: Quien se complazca en denuestos contra las personas y en calificaciones odiosas de las opiniones, no lo busque aquí: yo respeto demasiado á los hombres para que me atreva á insultarlos, y sé contemplar con serena calma el vasto círculo en que giran las opiniones, porque no tengo la necia presunción de que puedan ser verdaderas solamente las mías... Extraño á todos los partidos y exento de odios y rencores, no pronunciaré una sola palabra que pueda excitar la discordia ni provocar la venganza; y sea cual fuere el resultado de tantos vaivenes como agitan á esta nación desventurada, siempre podré decir con la satisfacción de una conciencia tranquila: «no has pisado el linde prescrito por la ley, no has exasperado los ánimos, no has atizado el incendio, no has contribuido á que se vertiera una gota de sangre ni á que se derramara una sola lágrima.» No es difícil escribir estas palabras. Lo difícil es sostenerlas durante el período más sangriento de nuestra historia contemporánea; lo inaudito es no quebrantarlas y lo increíble és poder reproducirlas en la colección completa de los escritos políticos del autor y que la posteridad las exhume sesenta años después sin que se vuelvan en oprobio de quien las dictara.

«No has exasperado los ánimos, no has atizado el incendio, no has contribuído á que se vertiera una gota de sangre ni á que se derramara una sola lágrima»... He aquí el mejor epitafio para la tumba de Balmes, su gloria inmarcesible, su corona cívica. A poquísimos mortales fue dado exhibir estas palabras de oro, antes como programa y después como balance y finiquito de toda una existencia consagrada á influir en la opinión. Por reacción contra el principio de herencia ó de casta en que habían llegado á petrificarse las sociedades del antiguo régimen, entronizó el siglo pasado la idolatría de la inteligencia. La santidad, el valor, la energía y demás atributos de la vida noble y elevada de nuestra especie, pasaron á segundo término, ante esa fascinación ejercida por el talento puro. Pero el talento en sí mismo y divorciado de las demás potencias y resortes del alma, rompiendo la armonía de la vida, considerándose unas veces substraído a ella y otras por encima de ella, vino á parar en «intelectualismo», esto es, en concupiscencia ó gula de la mente, en estéril voluptuosidad del cerebro, nutriéndose, como un pólipo, á costa de las restantes facultades y determinando la parálisis de la voluntad. De aquí una nueva reacción contra esa parálisis ó abulia y una nueva idolatría de la voluntad por la voluntad y como fuerza independiente. De aqui la apología del luchador, del hombre fuerte, del super-hombre, como valores absolutos y hecha abstracción de toda finalidad y enlace con el orden general de la existencia, que informa una gran parte de las modernas doctrinas.

El flujo y reflujo del pensamiento suele ofrecer estas oposiciones extremas y en ellos naufraga y desaparece momentáneamente el sentido humano de la vida, el sentido perenne y eterno de las cosas, que no hay que confundir con las transacciones artificiales y burdas del «justo medio». Así, la ciega adoración de la voluntad no es menos desatinada ni pernicio-sa á menudo que la ciega adoración del talento, por aquella sustituida. Restablezcamos, pues, ese sentido humano, ese sentido perenne, —que no es en definitiva más que el buen sentido, —proclamando que la admiración y la gratitud de los hombres se deben en primer término, no al talento ni á la voluntad en abstracto y como si fueran agentes de una naturaleza irresponsable y fatal, sino al talento generoso y á la buena voluntad, de donde quiera que salgan y donde quiera que aparezcan. Sí; hay algo en la formación de los grandes hombres, superior al espectáculo de una voluntad indomable y sin intermitencias superior á la pompa del talento y á la gracia y lucidez del discurso, chispeando por todas sus facetas diamantinas. Existe un factor de índole más elevada y excelsa que la inteligencia pura y la voluntad pura y el arte deslumbrador y la sabiduría prodigiosa; algo que procede del centro del alma en su esencia, de alli donde se confunden y templan y unifican las potencias todas del espíritu para producir el fenómeno, irreductible y jamás idéntico á otro alguno, de la individuación, de la propia personalidad. Este algo es la nobleza ó elevación de carácter.

Túvola Balmes en grado eminente y superior á su misma firmeza, á su capacidad vastísima, —vastísima al propio tiempo como fábrica y como almacén, —para seguir una ingeniosa distinción suya. Esa elevación de alma es el secreto hechizo de su figura y la secreta explicación de su ascendiente sobre todo linaje de espíritus. Ella irradia y actúa á través de sus ideas y razonamientos, como un fluido imponderable á través de un hilo conductor. Ella es superior á sus mismas concepciones; y entiéndase que me refiero á su intervención de publicista en la gran contienda española, antes que á su personalidad de filósofo puro. Ella acaba por apoderarse de nuestra atención y por interesarnos di- rectamente y en sí misma más aun que por operación intelectual é indirecta. Ella se impone con una superioridad que no nace exclusivamente del vigor mental ni de la abundancia de recursos dialécticos ni de la lucidez continua, sino que parece regirlos y coordinarlos en una especie de triunfo de lo pragmático sobre lo puramente ideológico, como ahora se diría.Ella hace, en fin, que espíritus en apariencia muy distantes según el cuadro vulgar de las opiniones, puedan saludarse y verse realmente muy próximos según la pauta más compleja é inmaterial de las «afinidades electivas.»

 Elevación, generosidad, nobleza de espíritu, puntos de vista desinteresados y grandes, subordinación de todos nuestros actos é ideas á un objetivo digno de este nombre, esto es lo qué da valor á una existencia, á una pluma, a un publicista. En tal sentido ninguno merece la consideración que Balmes, juzgúesele desde el partido ó posición filosófica que se quiera. Ese es el timbre de oro, que distingue á la pureza de la bastardía y de la escoria. Hay genios, verdaderos genios por su potencia mental, que son hondamente repulsivos y aun ordinarios y rastreros por la baja ley de su carácter, por la falta de calor humano que en ellos advertimos y que produce una sensación análoga al contacto de un hemacrima ó bicho de sangre fría. Hay medianías intelectuales á quienes la elevación de espíritu redime de su mediocridad y, por la delicadeza de los afectos y la rectitud de las intenciones, ascienden á la región de lo superior y selecto. Así hubiera pasado con Balmes si su inteligencia no hubiese sido de primer orden y así se duplica su eficacia por medio de la conjunción insólita de un gran corazón y un preclaro entendimiento.

¡Un gran corazón! Es posible que sea esta la peor antigualla que muchos encuentren en el fondo del pensador de Vich. Acudió á la lucha por un impulso del corazón y, ¿quién los escucha hoy día? Había acabado la guerra carlista con el abrazo de Espartero y Maroto; se habían depuesto las armas; después de siete años empezaba á renacer la paz en las ciudades y en los campos, aunque no en los espíritus. Y Balmes deseaba la paz en los espíritus: una paz real y efectiva, no simplemente material y de apariencia. Amaba el orden, pero no un falso orden opuesto á la falsa libertad. Amaba la civilización, pero la substancia de la civilización y no el barullo ni la garrulería. Sentía repugnancia por toda violencia y crueldad; y para evitarla, desde la derecha con una nueva guerra civil y desde la extrema izquierda con las convulsiones de la anarquía ó de una revolución eternamente infecunda y estéril, se interpuso entre ios dos bandos para traerlos á términos de conciliación, dispuesto á recibir las balas perdidas ó desleales de los dos fanatismos y los dos campamentos.Quería, en suma, el progreso, un progreso de contenido y no de palabra, que consistiera en «la mayor inteligencia, la mayor moralidad y el mayor bienestar posible para el mayor número posible». Ex abundantia cordis os loquitur. Por esto y para esto escribió Balmes y esta plenitud del ánimo determinó la vocación del publicista y ia ejemplaridad de su sacrificio. Si ahora volvemos la vista enrededor y nos preguntamos y preguntamos á los demás: ¿por qué escribís? ¿por qué escribimos?, la contestación no podrá ser franca ni categórica las más de las veces, aun concediendo á la «profesión» actual la amplitud de móviles de que carecía la«vocación» antigua. Si toda una generación de escritores y publicistas fuesen citados ahora á juicio de residencia é interrogados al tenor de las palabras de Balmes; si se les dijera: ¿estáis seguros de no haber exasperado los ánimos, de no haber atizado el incendio, de no haber contribuido á que se derramara una lágrima ni una gota de sangre?, la vacilación, cuando menos, había de turbarles á todos.

No ya el impulsivo y el inconsciente, no ya el hidrófobo y el terrorista intelectual —atacados de esta ferocidad que toman algunos como distintivo de fortaleza de ingenio—serían incapaces de dar una explicación completamente reflexiva de su obra. Estos últimos escriben, al fin y cabo, con la misma inconsciencia fisiológica con que el perro rabioso entiende aliviar el prurito de sus encías clavando los dientes en el primer cuerpo duro ó blando que se le pone por delante, con la misma inconsciencia fisiológica que excita en el alacrán la secreción de su veneno. Pero los otros, los normales, podríamos decir, no están menos expuestos á la desorientación ni menos tocados de ella, porque por regla general es la rutina y no el ideal, es la parcialidad y no la elevación de miras, es la ambición ó la vanidad y no la fiebre de un alto pensamiento, lo que actualmente recluta y conduce el ejército de la pluma. En una palabra, porque no adoptamos un punto de vista elevado y constante y porque prescindimos del sentimiento de la responsabilidad, que es la contrición anticipada por nuestros yerros futuros.

MIGUEL S. OLIVER

LA VANGUARDIA, 4 de junio de 1910, pág. 6

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