Jaume Balmes Urpià

Jaume Balmes Urpià

martes, 18 de enero de 2011

Nota crítica sobre el momento en que se celebra el Centenario

Triste conmemoración


Mañana, día 28, se cumple un siglo exacto del nacimiento de Balmes; y, desde lejos, se ha venido preparando la conmemoración de esta fecha en Vich, patria del varón insigne, en Cataluña, en toda España. Pareció al principio que semejante conmemoración había de revestir los caracteres de un gran acontecimiento. El ahínco de los iniciadores, de los fieles á la memoria de Balmes, merecía sin duda este resultado; mas hay que confesar sinceramente que el centenario, fuera de los obligados compromisos de localidad y escuela, no viene asistido de un ambiente popular ni se desarrolla en medio de aquella unanimidad de entusiasmos á que tenia derecho indiscutible. Si yo no tratara aquí más que de hacer lite- ratura, podría dar por supuesta tal atmósfera y escribir, dentro de los usuales artificios, unos párrafos de falsa ponderación. Pero, ¿no había de constituir un agravio al noble pensador, una deslealtad hacia su espíritu y su obra, todo tributo que se fundara sobre simulaciones y frases huecas?
No. Digamos la verdad. Esta efeméride gloriosa pasa inadvertida á la generalidad de las gentes. El nombre de Balmes no evoca recuerdos terribles; no viene conducido por la mano de ninguna Euménide; no se abren á su alrededor las flores rojas de la sangre; no se impone con el infame pero seguro prestigio de los incendios y de las hecatombes. Fue, por el contrario, el hombre de la paz durante un siglo de guerras y fratricidios. Fue el genio de la paz, cruzando, agitado y febril, de campamento á campamento á trueque de recibir las batas traidoras de uno y otro; meditando entre las devastaciones y las ruinas; agitando en lo alto la rama de olivo que nadie quiso reconocer, porque el pueblo español había gustado la carne humana, su propia carne, y, como los caballos de Diomeno, ya no encontró sabor á cosa alguna. Por un capricho del azar, por una ironía de las cosas, la celebración de este centenario ha venido á coincidir con un estado general de conciencia opuesto en absoluto á todo lo que el centenario representa.
La atmósfera vibra de predicaciones sanguinarias; la prensa, á uno y otro extremo, reproduce los viejos furores del Ángel Exterminador ó de la demagogia hébertista; los caballos de Diomeno olfatean en el aire el rastro de la carne apetecida. Odio y embriaguez, violencia y sadismo, flotan como algo impalpable en el ambiente social, en el arte, en la literatura. Ninguna idea grande se levanta en medio de esta confusión espantosa; ninguna aferinación, ninguna esperanza de las que suelen henchir el pecho en el transcurso de las verdaderas revoluciones y, como un viento de lo alto, arrebatan á un tiempo las voluntades y los talentos de los que empujan y de los que resisten. Nada más que ira, nada más que viento de conjura, nada más que sueño de matanza y destrucción. Difícilmente podrá recordarse un momento espiritual más repulsivo ó inhumano que el que nos toca vivir ahora. Entre sombras, entre terrores, sin ningún ideal definido, sin ninguna utopía, siquiera engañosa, que pueda suplir por los verdaderos ideales, encender el calor de la generosidad y la grandeza de alma, iluminar á los combatientes, toda explosión había de revestir el carácter infernal de una lucha provocada de noche y á oscuras, entre gentes que no se conocen ni saben lo que quieren.
Pues con este movimiento coincide el centenario de Balmes, que consagró su vida á la reconciliación de los españoles. Su época no le oyó, no le comprendió. Una minoría estudiosa y de buena fe empezaba á entenderle y á reivindicar su gloria, no maculada por la sangre ni por las lágrimas ajenas, ya que de las propias no pueda decierse otro tanto. Parecía acercarse el momento de la rehabilitación, de la suprema justicia, del definitivo arrepentimiento; y al llegar á él nos encontramos con la exacerbación y la reincidencia llevadas al último estremo de salvajismo y ferocidad. ¿Cómo explicar y entender, dentro de tal atmósfera, el gran intento de Balmes, la balsámica influencia de su espíritu y el fracaso de su tentativa, más glorioso y brillante que todo a los triunfos?
«Bah! Sentimentalismo, política del corazón!»— dirán desdeñosamente los duros, los fuertes, los implacables. Y bien; sí. Política del corazón, del instinto noble, del carácter magnánimo; política de templanza, de olvido, de generosidad. Si estas grandes palabras, si estas altas virtudes, si estos adorables sentimientos constituyeran un estigma en el estadio de la política y no pudiesen figurar en su lenguaje sin provocar la escéptica sonrisa de los hombres, la política fuera el más vil de lo menesteres y estaría por lo tanto al nivel de esos hombres y de esas sonrisas. Si debiésemos desesperar de darle algún día la base de sinceridad, de benevolencia y de afecto que forman la delicia de nuestra especie en el trato personal y en la esfera de la familia, de poner en armonía el sentido político y el sentido humano, deberíamos ver en la política una cosa por esencia inhumana y aborrecible.
Pero no es así, afortunadamente. La historia y el instinto de la posteridad glorifican á los generosos con preferencia á los inflexibles; absuelven las claudicaciones del corazón con más facilidad que aplauden el buen éxito de la cabeza fría nunca perturbada. Desde cualquier posición filosófica que se les mire, los esfuerzos desesperados de Mirabeau, de Lafayette, del mismo Barnave, para salvar á Luís XVI y la monarquía, conmoverán á los monárquicos mucho más que las maquinaciones odiosas de un duque de Orleans ó de un conde de Ártois y á los liberales mucho más que la desconfianza implacable, rectilínea y furiosa de los Marat y Freron. En los primeros alienta el hombre, con los vicios, con la depravación que se quiera, pero sensible á ese toque de la gracia humana, que parece alguna vez el eco de la gracia divina y de la cual nacen las felices inconsecuencias de la generosidad. En los segundos el hombre se ha secado por completo; no existe más que la fiera, el maniquí, el autómata destructor y homicida.
Balmes se dirigió á los hombres, se dirigió á los españoles, se dirigió á los patriotas. ¿Había España, había patria entonces? ¿La hay ahora? No había más que partidos, no había más que facciones irreconciliables. No era esta una nación, sino tres naciones espirituales, sin ningún principio de unidad común: absolutistas, moderados, progresistas. Balmes se sintió español y patriota. Comprendió que no era posible vivir sin un principio de cohesión ni continuar con ese sistema de tribus yuxtapuestas. Creyó que el noble ardor que le devoraba, encendería las almas de su generación. Se dirigió del lado del Nuevo Régimen para decirle: Vivamos en paz; olvidemos lo pasado; expurga tus pretensiones de todo lo superfluo y odioso para que se te dé todo lo justo y substancial; abracemos la fraternidad en los hechos antes que en las palabras. Se volvió del lado de la Tradición para decirle también: cede en lo justo para conservar lo justo; cede en lo superfluo para no perder lo necesario, para no perderlo todo.
Su consejo fue el consejo dado á la reina sin ventura que buscaba en vano una orientación poiítica en medio del inminente naufragio de su trono y de su vida: «hacerse amar». Este fue su consejo, esta su predicación constante á las antiguas clases directoras: hacerse amar, «tener siempre razón», fundar su política sobre la abnegación y el sacrificio, no sobre el privilegio; considerarse los primeros en el deber para serlo de un modo efectivo en la preeminencia: hacerse indispensables para no parecer jamás intrusos; quitar todo motivo á la rebeldía; ahogar el mal, en suma, con la abundancia del bien, fundando la política humana y del carácter sobre las ruinas de la política violenta y de puros principios y abstracciones... ¡En mala, en malísima ocasión ha venido el centenario para poder conmemorar todo esto!

MIGUEL S. OLIVER

LA VANGUARDIA, 27 de agosto de 1910, pág. 4

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